El voto de los más vulnerables
He tenido que asistir al último adiós de personas muy queridas a lo largo de mi vida, constatando siempre cómo la muerte es un trance cuyo desenlace dispara todas tus últimas preguntas que, sin embargo, te han acompañado siempre desde que tuviste conciencia y razón de las primeras que te hiciste cuando eras todavía un niño. Ese momento final que llamamos muerte forma parte de eso que llamamos vida en su epílogo biográfico último, tengamos la edad que tengamos.
Todas las religiones con sus diversas teologías, todas las filosofías y antropologías con sus distintos portes culturales han tomado postura ante ese dato biológico en el que el afecto y el sentimiento con sus emotividades nobles, la fe con sus creencias y esperanzas, la economía con sus presupuestos, la política con sus oportunidades, se posicionan de modo inevitable ante ese momento que nos afecta a todos los mortales.
La vida y la muerte tienen desde una perspectiva cristiana el marchamo referencial que nos pone en dependencia con nuestro Creador, que nos llama por primera vez a entrar en la historia creándonos y nos llama a la eternidad, que no termina tras la última llamada. Entre esas dos llamadas, tiene nuestra agenda una fecha desconocida y misteriosa, que un santo tan positivo, tan amable y tan tocado por la belleza y la bondad de todas las cosas como fue San Francisco de Asís, llamó sin ironía ni acritud “la muerte hermana”.
Todo el recorrido vital de una persona humana va describiendo en su imparable biografía los distintos momentos en los que el hombre y la mujer aprenden a crecer mientras su corazón incorpora amores, su inteligencia aprende cosas, su convivencia ensaya la mutua reciprocidad, su fe afina la inquietud del alma y la llena de esperanza, a la par que se asiste al progresivo desgaste de un cuerpo cuyo envejecimiento y deterioro inevitable no tienen botón de pausa.
Los cristianos creemos en la vida porque en ella palpita el soplo de su divino Creador, y por doquier descubrimos su firma de autor cuando tenemos la mirada inocente que han tenido los santos, y cuando con ellos acertamos a cantarla y pintarla con talento musical, literario y pictórico propio de los artistas en todas sus artes. Pero la vida no es sólo cuestión de fe, sino de respeto y de lealtad ante el don más grande y absoluto humanamente hablando. Y por eso nos interesa más lo que a la vida humana se refiere, aunque está en estrecha relación con todas las demás criaturas como bien señaló San Francisco y recientemente recordó el Papa Bergoglio con su Laudato sii. La vida del no nacido, la vida del que nació y puede atravesar pruebas y desafíos duros por mil motivos, la vida del que se aboca a la muerte por enfermedad o por tener edad con muchos años. Toda la vida nos interesa y es defendida en todos sus tramos.
En estos días asistimos a una inusitada actualidad de ese intervalo de la vida que corresponde al momento de la muerte. Se instrumentaliza la muerte con campañas partidistas que acaso quieren provocar el voto de los difuntos a los que se anticipa su final con una ley de la eutanasia. Jamás hemos propiciado los cristianos el ensañamiento de ese momento final, sino que hemos aceptado que la vida termina temporalmente y no es justo ni querido por Dios que sea alargada artificialmente. Ahí entran los deseables cuidados paliativos, que no tienen apenas más que una ley incipiente, y que ofrecen a las personas terminales un final acompañado por sus seres queridos, sostenidos en sus dolores con la ayuda de fármacos y terapias paliativas, sin excluir los recursos espirituales. Rodear de este amor, de esta cercanía, de estos remedios a quienes entran en su último tramo vital, es lo que resulta en nobleza una muerte digna, aunque tenga un coste económico para los presupuestos hedonistas, evitando las prisas demagógicas de quienes con la eutanasia ponen a votar a los más vulnerables.
Publicado en Iglesia de Asturias.
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