Una lección sobre fe y política, desde las praderas de Colorado
Mientras reconoce que ha sido el espíritu cristiano protestante el que ha modelado los orígenes de los Estados Unidos, reivindica el protagonismo de los católicos en la construcción de la nación
por José Luis Restán
«Soy un obispo católico que habla a una universidad baptista en el corazón protestante de América, pero he sido acogido con más amistad y calor de las que puedo encontrar en muchos lugares católicos». Ésta es sólo una de las ironías de la brillante intervención del arzobispo de Denver, Charles Chaput, en la Baptist University de Houston. Se trata de una seria y contundente conferencia sobre la vocación de los cristianos en la vida pública, y de una denuncia vibrante de la erosión que la sana laicidad invocada por el Papa está sufriendo en la República de la libertad.
Lo primero que impresiona en la conferencia de Chaput es la frescura y ausencia de complejos. Habla como católico y como americano, como un hombre que ama su fe y su nación, pero que sabe que ambas cosas no tienen el mismo peso: «Ninguna nación, ni siquiera aquella que amo, tiene derecho a mi aquiescencia o a mi silencio en materias que pertenecen a Dios o que socavan la dignidad de la persona humana que Él ha creado». Habla como católico en un ámbito protestante y mientras reconoce que ha sido el espíritu cristiano protestante el que ha modelado los orígenes de los Estados Unidos, reivindica el protagonismo de los católicos en la construcción de la nación y recuerda que durante dos siglos han sufrido discriminación, fanatismo y violencia intermitente. Pero lo más impresionante es que se atreve a lanzar una revisión crítica demoledora sobre lo que ha supuesto la presidencia de Kennedy para la erosión de la efectiva libertad religiosa en su país.
Chaput recuerda en particular el apasionado y convincente discurso del aspirante demócrata a la presidencia en septiembre de 1960, ante trescientos pastores protestantes en la Greater Ministerial Association de Houston, para intentar convencerles de que su condición de católico no le impediría ocupar adecuadamente la Casa Blanca. Su discurso fue tan eficaz como equivocado sobre la historia americana y sobre el papel de la fe religiosa en la vida de la nación. Según el arzobispo de Denver, «medio siglo después, todavía estamos pagando el daño».
Kennedy formuló, para defenderse, una idea rígida y cerril de la separación absoluta entre Iglesia y Estado que era extraña a los fundamentos de la nación. Ni la Constitución ni los Padres Fundadores creían en esa «separación absoluta» que podríamos traducir por extrañeza e indiferencia mutua, más aún, por exclusión de la dimensión religiosa del ámbito público. Incluso por razones prácticas (seguimos aquí el discurso de Chaput) los Padres Fundadores de América apostaban por el mutuo apoyo entre religión y gobierno. «En su visión, una república como los Estados Unidos tiene necesidad de un pueblo virtuoso para sobrevivir, y la fe religiosa correctamente vivida forma un pueblo virtuoso». Esta idea fue retomada en 1948 por los obispos católicos en su carta pastoral «El cristiano en acción», al afirmar que «sería una completa distorsión de la historia y del derecho americano empujar a las instituciones públicas de la nación hacia una indiferencia respecto de la religión y una exclusión de la cooperación entre religión y gobierno». Por cierto, Kennedy utilizó en su discurso los epígrafes de esta carta pastoral que alababan la libertad religiosa pero omitió cualquier referencia a esta denuncia.
Según este análisis, el modelo de secularidad propuesto por el discurso de Kennedy en Houston «representó una casi total privatización del credo religioso», separando de forma agresiva las creencias personales del compromiso público, algo que era fundamentalmente extraño a la tradición americana y que ha tenido notables consecuencias no sólo para los católicos.
Con toda franqueza, el arzobispo Chaput advierte de que hoy son muchos más los católicos que desempeñan cargos públicos, pero se duele de que la mayoría no puede explicar coherentemente de qué forma su fe inspira su obrar, en la mayoría de los casos ni siquiera sienten la necesidad de preguntárselo. Y a sus colegas baptistas les dice con una pizca de complicidad: «Quizás en los ambientes protestantes sea distinto, pero espero que me perdonéis si os digo que lo dudo».
Al final de su discurso traza las líneas maestras del compromiso civil y político del cristiano, retomando la doctrina agustiniana tan querida por Benedicto XVI. Subraya que «la fe cristiana no es una lista de preceptos éticos y doctrinas, sino una relación viva con Jesucristo que trae consigo frutos de justicia, misericordia y amor». Esa relación tiene, naturalmente, consecuencias en el espacio público, ya que las leyes y la política tienen implicaciones morales que un cristiano no puede ignorar si quiere ser fiel a su vocación de ser luz para el mundo. Como recuerda con realismo Agustín, ningún orden político, por bueno que nos parezca, podrá jamás producir una sociedad perfecta, «así que el cristiano debe ser leal a su nación y obediente a sus legítimos gobernantes, pero debe también cultivar una vigilancia crítica sobre la una y sobre los otros».
Para Chaput los cristianos tienen el deber de tomar parte en la vida pública según la capacidad que Dios le haya dado a cada uno, también en el caso de que su fe les plantee un conflicto con la autoridad pública. Es necesario conjurar cualquier tentación utópica, pero si un cristiano conforma su vida y sus juicios al contenido del Evangelio, podrá realizar un bien real en la vida pública. Su éxito será siempre limitado y estará mezclado con imperfecciones y errores, no será ideal pero podrá mejorar al bien de la sociedad y sólo por eso merece la pena. Al final Chaput nos deja dos preciosas indicaciones: la conciencia que los cristianos expresan en la vida pública se cultiva en la comunidad creyente con la oración, la caridad mutua y la guía de la autoridad de la Iglesia, no de manera aislada e individualista; y por otra parte, al implicarnos con nuestra fe en la vida pública podemos encontrar inesperados amigos y compañeros en los lugares menos previsibles, y es preciso saber acogerlos con alegría. Se ve que las grandes praderas ensanchan la mente y el corazón.
* Publicado en Páginas digital
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