Lo que no podemos perder en la tormenta
por José Luis Restán
La reciente carta del Papa a los obispos de los Estados Unidos para ayudarles a responder a la crisis de credibilidad que atraviesa la Iglesia es una brújula para navegar en estos tiempos tormentosos, que no se refieren solo al drama de los abusos, ni se ciñen a aquel espacio geográfico. Desde el arranque Francisco es tajante sobre una cuestión: esta herida no se resolverá mediante decretos voluntaristas, estableciendo comisiones o mejorando organigramas. Algunas de estas cosas pueden ser necesarias, pero son siempre insuficientes. El subrayado del Papa se refiere a la naturaleza de la Iglesia: si desde el primer día advirtió que no es una ONG, ahora proclama que no es una corporación y sus pastores no son managers ni jefes de personal. La tentación de resolver los problemas engrasando la organización eclesial no es nueva en la historia, y afecta tanto a quienes se autoproclaman defensores de la tradición como a los que siempre están acariciando una Iglesia completamente nueva.
Como señala agudamente el Papa, «las ideas se discuten, pero las situaciones vitales se disciernen». En efecto, hay un tipo de discusión, lo estamos viendo, que resulta absolutamente tóxica para el cuerpo eclesial. En medio de la desolación y de la confusión, la única fuerza regeneradora es la de la comunión vivida, empezando por los propios pastores, una comunión referida al magisterio y a la tradición milenaria de la Iglesia, que nos salva de particularismos sectarios. En esta agitación podríamos perder muchas cosas, más de una innecesaria, pero no podemos permitirnos perder la confianza en la fuerza silenciosa y operante del Espíritu en el corazón de los hombres y de la historia.
La credibilidad no se recuperará aplicando un marketing más inteligente ni mediante golpes de escena mediáticos. Se abrirá paso poco a poco, en la medida en que crezca un cuerpo unido en el que sus miembros se reconozcan pecadores y, al mismo tiempo, portadores de una novedad de vida gratuitamente recibida. Me parece que esta carta esencial, paternalmente severa, va a dejar desarbolados a quienes confían sobre todo en las reglas, ya sean las de la disciplina o las de la revolución. Sin embargo, para sorpresa de unos y otros, podremos asombrarnos de que «en los momentos más oscuros de nuestra historia el Señor se hace presente y abre caminos nuevos».
Publicado en Alfa y Omega.