Sábado, 16 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Antonio Beristain y Miguel Vaquero, de la mano, camino del cielo


Estoy seguro que ambos, de la mano, iniciaron su viaje definitivo hacia el destino bueno que Dios quiere para cada hombre y mujer de este mundo.

por F.J. Vaquero Oroquieta

Opinión

El jesuita vasco Antonio Beristain Ipiña ha dejado un importante legado para la posteridad. Sus obras materiales fueron muchas: innumerables libros y artículos, la docencia universitaria, el Instituto Vasco de Criminología que fundó en 1976, su activa participación en diversas entidades internacionales, etc. Prueba de ello fueron los numerosos reconocimientos que disfrutó en vida, entre ellos, la creación de dos cátedras universitarias especializadas con su nombre. Tales «éxitos» mundanos se desarrollaron parejos a un insobornable interés por los más necesitados, la defensa incondicional de las víctimas del terrorismo, su feroz crítica al nacionalismo cómplice del anterior… Su personal catolicismo, forjado en la Compañía de Jesús, el característico e inalterable optimismo, su radical independencia, su punto de conquistadora excentricidad, su afectuosa capacidad para la amistad; nos dejan un recuerdo inolvidable a quiénes le conocimos. Fue un modelo de humanidad, y lo sigue siendo: nada menos que 85 años de fértil vitalidad al servicio de los valores humanos.
 
Miguel Vaquero Martínez, por su parte, apenas vivió 17 años. No ha dejado libros ni otras obras materiales tras de sí. El drama familiar que sufrió en primera persona, del que fue principal víctima, y unas secuelas que todavía no han cesado, lo fueron destruyendo interiormente. Y, mientras tanto, su pronunciada bondad natural se fue retrayendo ante el impacto sucesivo de injustas agresiones y, lo que puede ser peor, la inhibición de quiénes debieran haberlo protegido.
 
Pudiera parecer que ambos no tenían nada en común. Vasco el primero, maño el segundo. Jesuita de fecunda vida, Antonio; estudiante de bachillerato sin reconocimiento alguno, Miguel. Pero, si miramos más allá de las apariencias de este mundo relativista que pretende imponer el olvido del profundo sentido de la realidad, no eran pocas las cosas que les unían.
 
Una acentuadísima sensibilidad humana. Su similar sentido del humor, socarrón y alegre. El común interés por los más débiles. Una mirada al mundo desde la cosmovisión católica. Análoga bondad de espíritu. Inagotable curiosidad. Su feroz capacidad crítica.
 
Si Antonio se ha ganado el cielo desde la fecundidad, Miguel lo ha hecho desde el sufrimiento moral, magnificado por la cruel agonía física que sufrió en su última semana de vida.
 
Ambos llegaron a conocerse, fugazmente, una calurosa mañana de agosto de 2005, allá, en la sede donostiarra del Instituto Vasco de Criminología.
 
Y, cosas del destino, un libro sobre terrorismo, que todavía no ha visto la luz, también les une: dedicado a la memoria de Miguel, su inédito y póstumo prólogo está escrito por Antonio.
 
No creo en las casualidades. Quiero creer que la Providencia nos proporciona signos, de diverso rango y capacidad salvífica, para guiarnos en esta vida. Por ello, el hecho de que fallecieran el mismo día, el pasado 29 de diciembre de 2009, me proporciona algo de paz. Estoy seguro que ambos, de la mano, iniciaron su viaje definitivo hacia el destino bueno que Dios quiere para cada hombre y mujer de este mundo. Se habrán reconocido, y en plenitud de sentido e inteligencia, sus capacidades se habrán complementado hacia la total perfección. De haber coincidido más veces en esta vida terrenal, habrían sido muy buenos amigos… Ahora lo serán para toda la eternidad.
 
Pero no puedo evitar que una nostalgia infinita me envuelva: por los días y horas que ya no podré compartir con ambos en lo que me resta de vida. ¡Fueron tantas las horas de conversación que, al menos para mí, traslucían destellos de eternidad en este valle de lágrimas, las cuáles ahora apenas me permiten escribir!
 
Miguel, hijo de mi alma. Antonio, maestro. Os necesito. Os echo de menos. No me olvidéis.
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