El Iom Kipur (Día del Perdón) como signo de la Cruz
por Luciana Rogowicz
(Nota de la Redacción: Los judíos celebran el Iom Kipur desde la tarde de este martes 18 hasta la tarde del miércoles 19.)
Las festividades judías, como suelo decir, son una forma de catequizar a la comunidad, de enseñarle su historia. Y no sólo apuntan a recordar hechos del pasado o a nutrir el presente, sino que a la vez son signos que son llevados a su plenitud en los tiempos mesiánicos.
El día del perdón, Iom Kipur, no sólo no se queda atrás en esto, sino que es uno de los signos más fuertes para mostrarnos el sacrificio expiatorio, pleno, llevado a su máxima expresión, concreción y éxito, en la cruz
El día de la expiación, Iom Kipur (Día del Perdón)
La palabra Iom quiere decir día, en hebreo, y Kipur viene de la palabra kapporet, que quiere decir propiciatorio, en hebreo. Y viene de la raíz kaphar, que es la misma palabra que se usa para “expiación“.
A la mayoría de las fiestas judías podemos conocerlas mediante las escrituras y también por medio de la tradición. Muchas de ellas tienen rituales diferentes, de la época en que eran celebradas antes de la destrucción del templo, y en la época posterior, como hoy en día.
El día del perdón es uno de los días más solemnes para el judaísmo, donde se dedica a la oración, a la aflicción del alma y al ayuno. Es un día completo de reflexión y reparación.
Mientras que este tipo de costumbres continúan desde los orígenes de esta festividad al día de la fecha, la parte relacionada a los sacrificios de animales ya no se puede hacer más por no tener el Templo.
El origen
El origen bíblico de este día tiene que ver con el perdón que Dios le otorgó al pueblo de Israel cuando, luego de haber sido liberados de Egipto y haber hecho una alianza con Dios (Ex 24), el pueblo cayó en la idolatría, en el conocido episodio del becerro de oro (Ex 32).
Moisés intercede ante Dios por el pueblo, y le pide que él sea quien asegure “kaphará” por su pueblo, quien asuma la responsabilidad, rinda cuentas y cubra los pecados de su pueblo. Y Dios, por medio de este gesto de Moisés, perdona a Israel.
Luego de este día y de la posterior construcción del “templo móvil” con el arca de la alianza, fue instituida esta celebración, de forma perpetua, para celebrarla cada año: “Porque ese día se practicará el rito de expiación en favor de ustedes, a fin de purificarlos de todos sus pecados. Así quedarán puros delante del Señor. Ese será para ustedes un día de reposo absoluto, en el que deberán ayunar. Se trata de un decreto válido para siempre" (Lv 16, 30-31).
A través del libro del Levítico, capítulo 16 y 23, encontramos todos los detalles de la institución del rito del día del perdón o expiación, y las instrucciones de cómo se debía realizar.
Este día tiene como objetivo expiar los pecados, reconciliarse con Dios, y volver a estar en comunión con Él.
Es un día dedicado a la oración y la aflicción (Lev 23, Nm 27,7). Esta costumbre se sigue llevando a cabo por los judíos hoy en día, todos los años.
Los sacrificios de expiación en la época del Templo
El eje central de este día eran los rituales de sacrificios de animales como expiación de los pecados para la purificación del templo y el pueblo. En el libro del Levítico, capítulo 16, se detallan las instrucciones concretas para ser cumplidas por el sumo sacerdote.
El día del perdón, o el gran día, como es llamado en el Talmud, era el único día del año en que el sumo sacerdote podía entrar al lugar santísimo del Templo. Y para hacerlo, debía hacer determinados rituales de purificación previos y muy estrictos.
El sacerdote debía sumergirse en agua, para purificarse completamente antes de ponerse las vestiduras con las que iba a realizar los sacrificios. Y una vez sumergido y secado se ponía las ropas adecuadas para ese día: “Además, tendrá que estar vestido con la túnica sagrada de lino y cubierto con pantalones de lino; se ceñirá con la faja de lino y llevará puesto el turbante de lino. Estas son vestiduras sagradas, que él se pondrá después de haberse bañado con agua” (Lv 16, 4).
En el cuarto Evangelio, podemos ver que se resalta que Jesús tenía puesta también una túnica: “Después que los soldados crucificaron a Jesús, tomaron sus vestiduras y las dividieron en cuatro partes, una para cada uno. Tomaron también la túnica, y como no tenía costura, porque estaba hecha de una sola pieza de arriba abajo, se dijeron entre sí: «No la rompamos. Vamos a sortearla, para ver a quién le toca». Así se cumplió la Escritura que dice: Se repartieron mis vestiduras y sortearon mi túnica. Esto fue lo que hicieron los soldados” (Jn 19, 23-24).
Con este detalle, el evangelista nos quiere mostrar no sólo que Jesús era víctima y también Sumo Sacerdote, sino que los ritos del día de la expiación habían comenzado para ser llevados a su plenitud. Y, a lo largo de su relato de la Pasión, muerte y resurrección, nos va a seguir dando estos “guiños” o signos que lo ponen de manifiesto.
El chivo expiatorio
Un aspecto esencial del día de la expiación, Iom Kipur, era el chivo expiatorio. Este término tan conocido viene justamente de este ritual. Alguien que carga la culpa de otro.
“Aarón recibirá de la comunidad de los israelitas dos chivos para un sacrificio por el pecado y un carnero para un holocausto. Él ofrecerá su propio novillo como sacrificio por el pecado, y practicará como sacrificio por el pecado, y practicará el rito de expiación por sí mismo y por su familia. Luego tomará los dos chivos y los presentará delante del Señor, a la entrada de la Carpa del Encuentro. Enseguida echará las suertes sobre los dos chivos: una suerte para el Señor y la otra para Azazel. Presentará el chivo que la suerte haya destinado al Señor, y lo ofrecerá como sacrificio por el pecado. En cuanto al chivo destinado por la suerte a Azazel, será puesto vivo delante del Señor, a fin de enviarlo al desierto para Azazel. Aarón ofrecerá su propio novillo como sacrificio por el pecado y practicará el rito de expiación por sí mismo y por su familia. Lo inmolará…” (Lv 16, 5-11).
Los pecados eran transferidos al animal a través de la imposición de manos del sacerdote: “Aarón impondrá sus dos manos sobre la cabeza del animal y confesará sobre él todas las iniquidades y transgresiones de los israelitas, cualesquiera sean los pecados que hayan cometido, cargándolas sobre la cabeza del chivo. Entonces lo enviará al desierto por medio de un hombre designado para ello. El chivo llevará sobre sí, hacia una región inaccesible, todas las iniquidades que ellos hayan cometido; y el animal será soltado en el desierto” (Lv 16, 21-22).
El milagro del lazo escarlata
En la tradición judía, también se describe un ritual que se hacía en ese día. Se ataba un lazo escarlata al chivo que iba a ser enviado al desierto y se ataba otro igual en la puerta del templo. Cuando el chivo iba al desierto, cumpliendo la misión de expiación, el lazo se tornaba blanco, como signo de que Dios había aceptado sus sacrificios y que los pecados habían sido perdonados.
Esto se fundamentaba bajo lo escrito en el libro de Isaías: “Vengan, y discutamos –dice el Señor–. Aunque sus pecados sean como la escarlata, se volverán blancos como la nieve; aunque sean rojos como la púrpura, serán como la lana” (Is 1, 18).
Lo más asombroso de toda esta tradición, es que la misma Mishná (tradición oral judía puesta por escrito) nos cuenta que durante los 40 años anteriores a la destrucción del templo de Jerusalén de los años 70, el lazo dejó de tornarse blanco y nunca se comprendió el motivo.
Desde el cristianismo podemos verlo claramente: 40 años antes de la destrucción del templo, fue precisamente la muerte de Jesús, quien fue el cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29) , de modo que no era más necesario un chivo expiatorio, ni ningún tipo de sacrificio de animales para la expiación de los pecados. Ya Dios nos había tornado “blancos como la lana” interiormente mediante el sacrificio de Jesús.
Jesús es el verdadero e infinito “chivo expiatorio”, el culmen del siervo sufriente que carga con nuestras culpas: “Despreciado, desechado por los hombres, abrumado de dolores y habituado al sufrimiento, como alguien ante quien se aparta el rostro, tan despreciado, que lo tuvimos por nada. Pero él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias, y nosotros lo considerábamos golpeado, herido por Dios y humillado. Él fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus heridas fuimos sanados. Todos andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su propio camino, y el Señor hizo recaer sobre él las iniquidades de todos nosotros” (Is 53, 3-6).
Rociando la sangre del sacrificio
Un elemento clave de este ritual es el rociar la sangre del chivo sacrificado dentro del lugar santísimo del templo. De este modo se purificaba ese sector, creando un espacio limpio donde el hombre podía relacionarse con Dios.
“Después tomará la sangre del novillo y rociará con el dedo la parte delantera de la tapa, hacia el este; y delante de la tapa, hará con el dedo siete aspersiones de sangre” (Lv 16, 4).
¿En qué momento Jesús cumplió esta práctica en todo su rito de expiación? El teólogo Dr. Brant Pitre sugiere que lo hizo en la Ascensión, donde culmina con todo el ritual. Jesús asciende al verdadero templo, en el cielo, y no lleva la sangre de animales, sino su propia sangre, para sellar esta alianza nueva y eterna y habilitarnos una nueva relación con Dios.
En el capítulo 9 de la carta a los hebreos, podemos ver que ya se lo interpretaba de este modo, cuando describiendo los ceremoniales del día de la expiación nos dice: “Cristo, en cambio, ha venido como Sumo Sacerdote de los bienes futuros. Él, a través de una Morada más excelente y perfecta que la antigua –no construida por manos humanas, es decir, no de este mundo creado– entró de una vez por todas en el Santuario, no por la sangre de chivos y terneros, sino por su propia sangre, obteniéndonos así una redención eterna" (Hebreos 9).
Leyendo la descripción que hace Alfred Edersheim en su libro El Templo, cuando el sumo sacerdote ingresaba en el santuario, podemos hacernos una hermosa imagen paralela con la ascensión de Jesús: “Todos los ojos se fijaban intensamente allí, mientras que se veía desaparecer la figura del sumo sacerdote en sus blancos ropajes dentro del lugar santo. Después de eso, ya no se podían ver más sus movimientos”.
La redención
La expiación se producía mediante el sacrificio del animal, quien moría en lugar nuestro. Al haber ofendido a nuestro prójimo y a Dios, éramos redimidos mediante este animal, quien sufría la pena por nosotros. La palabra bíblica para esto es propiciación, expiación, que significa cubrir la muerte de alguien.
Pero este acto externo debía representar una contrición interna. Cuando los israelitas lo hacían sólo como ritual, Dios, a través del profeta Oseas envío a decir: “Porque yo quiero amor y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos” (Oseas 6, 6).
Y por medio del profeta Isaías dijo: “¿Qué me importa la multitud de sus sacrificios? –dice el Señor– Estoy harto de holocaustos de cameros y de la grasa de animales cebados; no quiero más sangre de toros, corderos y chivos... ¡no puedo aguantar la falsedad y la fiesta!… ¡Lávense, purifíquense, aparten de mi vista la maldad de sus acciones! ¡Cesen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien! ¡Busquen el derecho, socorran al oprimido, hagan justicia al huérfano, defiendan a la viuda!” (Is 1, 11-17).
Y así somos, desde siempre. Y la única forma de redimirnos profundamente, desde la raíz, es a través de un mesías, un enviado de Dios, que se convertiría en un siervo, no sólo para servir sino para sufrir y morir a causa de todos los males (Is, 53).
Su vida sería ofrecida como un sacrificio de redención. Jesús, cumpliendo las profecías mesiánicas, vino, como él mismo dijo “para servir y para dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45).
Esa palabra rescate, se refiere a la palabra del sacrificio de propiciación, expiación.
Jesús, con su muerte, cubrió, hizo “Kippur” nuestra deuda. Transfiriendo Dios todos los pecados del mundo sobre Él (Isaías 53, 1-6; 1 Corintios 15, 3; Gálatas 1, 3-4; Hebreos 2, 17; 1 Juan 2, 2; 4, 10).
“Porque si la sangre de chivos y toros y la ceniza de ternera, con que se rocía a los que están contaminados por el pecado, los santifica, obteniéndoles la pureza externa, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por otra del Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios, purificará nuestra conciencia de las obras que llevan a la muerte, para permitirnos tributar culto al Dios viviente!” (Hebreos 9).
Como destaca Alfred Edersheim: “Los pecados del pueblo eran confesados, no sobre el macho cabrío que era muerto, sino en el que era 'soltado en el desierto' y que era ese macho cabrío, no el otro, el que 'llevaba sobre sí todas las iniquidades' del pueblo… La culpa confesada era quitada del pueblo y puesta sobre la cabeza del macho cabrío, como sustituto simbólico. Sin embargo, como el macho cabrío no era muerto sino solo enviado lejos, a 'tierra no habitada', del mismo modo, bajo el antiguo pacto, el pecado no quedaba realmente borrado, sino sólo quitado del pueblo, y echado a un lado hasta que Cristo viniera, no sólo a tomar sobre Sí la carga de la transgresión, sino a borrarla y purificarla” (El templo, pág. 206).
El retorno del sacerdote y la segunda venida
Por último, el Dr. Brant Pitre asocia la segunda venida de Jesús con el retorno del sacerdote del Santo de los Santos. Éste no sólo ingresaba al Templo para hacer el sacrificio sino que el pueblo esperaba ansiosamente afuera para que el sacerdote salga, luego de haber hecho todos los rituales asignados.
El Templo tenía una estructura ascendente, de modo que el lugar santísimo era el más elevado. Así, el sacerdote no sólo ingresaba al santuario, sino que ascendía hacia él.
Las personas esperaban afuera a que el sacerdote retornara a ellos y les proclamara que sus pecados habían sido perdonados.
Cuando el sacerdote salía del templo, se debía cambiar sus vestiduras a unas limpias (ya que la anterior túnica blanca de lino estaba cubierta de la sangre del sacrificio), por unas de lujo, “de gloria”, como lo que un novio usaría para su boda. Esta descripción está hermosamente detallada en el libro de Eclesiástico, capítulo 50, cuando describe al sumo sacerdote saliendo del templo: “¡Qué glorioso era, rodeado de su pueblo, cuando salía detrás del velo! Como lucero del alba en medio de nubes, como luna en su plenilunio, como sol resplandeciente sobre el Templo del Altísimo, como arco iris que brilla entre nubes de gloria… Cuando se ponía la vestidura de fiesta y se revestía de sus espléndidos ornamentos, cuando subía al santo altar, él llenaba de gloria el recinto del Santuario”.
Luego de todo esto el pueblo celebraba, había banquetes, y fiestas.
Brevemente, podríamos hacer un paralelo con la segunda venida de Jesús, ya no viniendo con su “manto cubierto de la sangre del sacrificio expiatorio” sino con sus “vestiduras de gloria”, donde el pueblo expectante, “alerta” ante su venida, celebra su retorno.
La cruz es nuestro Iom Kipur
Uno de los propósitos del Día de Expiación es ser signo de la Cruz. Prepararnos para cuando al llegar el día de la verdadera expiación pudiéramos identificar ese misterio, y comprender acerca de lo que Dios quería hacer por nosotros.
Jesús lleva este día a su plenitud, a su completud. Lo llena de sentido. Él es el sacrificio perfecto al que todos los sacrificios de la Torá apuntaron, especialmente el del día del perdón.
La cruz es nuestro Iom Kipur, pero la diferencia esencial es que antes los pecados eran cubiertos, “alejados” y con Jesús, Dios hecho hombre, son quitados, removidos para siempre.
Él pagó una deuda que no tenía porque nosotros teníamos una que no podíamos pagar.
Su sangre continúa purificándonos y llevándonos a estar en comunión con él. Jesús sigue ofreciendo su vida en rescate por cualquiera que lo acepte.
Ya no tenemos que esperar una vez al año para purificarnos y crear una ambiente puro para relacionarnos con Dios, sino que todos los días tenemos acceso a Él.
Ojalá que podamos comprender un poco más de este misterio para poder aceptarlo, abrazarlo y dar gracias por él.
Tomado del blog de la autora, Judía & Católica.
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