Domingo, 24 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

El tiempo que nos toca vivir


Para ser modernos los católicos sólo tienen que ser ellos mismos, nutriéndose de su propia fuente (el Evangelio y la Tradición)

por José Luis Restán

Opinión

El sugestivo artículo de Massimo Borghesi sobre el filósofo Augusto del Noce, publicado la semana pasada en Páginas Digital, me parece de especial utilidad para iluminar el actual momento español y la encrucijada del mundo católico. Ciertamente, la tentación de padecer la historia en lugar de vivirla es hoy quizás más fuerte que nunca. Unos porque cultivan el ademán de la mera resistencia frente a un mundo, una cultura y una política crecientemente hoscos para el catolicismo en España. Otros porque siguen buscando la disolución cultural del cristianismo como única salida.
 
Son tentaciones que los últimos seis años de Zapatero se han disparado en España hasta niveles insospechados, y que marcan una cierta hipertensión del cuerpo católico más allá de los discursos episcopales. Y es que no faltan quienes dan el salto (quizás el triple salto) de la resistencia frente al proyecto cultural de Zapatero a la impugnación sin fisuras del mundo moderno, como enemigo acérrimo del cristianismo del que sólo podemos defendernos con mayor o menor fortuna. Las consecuencias espirituales, culturales e incluso sicológicas de esta mirada no son pequeñas: una dosis sobreabundante de amargura, una tendencia a los juicios sumarísimos (incluso dentro de la propia comunidad católica) y una incapacidad letal para el diálogo misionero.
 
Borghesi subraya la originalidad de Del Noce al señalar que «lo moderno no es el resultado necesario del ateísmo... La filosofía que niega a Dios marca una dirección de lo moderno, pero no la única. La identificación entre modernidad y ateísmo es el error que comparten las dos posiciones contrarias del laicismo y el tradicionalismo católico». Ésta es una indicación lúcida y saludable que necesita como el agua el catolicismo español en este momento, para no despilfarrar estérilmente sus menguadas energías y para afrontar con paso alegre la misión que tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI le están urgiendo.
 
Dice Borghesi que la obra de Del Noce modificó de modo genial el escenario historiográfico que se esconde tras la comprensión habitual de la modernidad, situando a los católicos con pleno derecho dentro de la modernidad y de la vida política democrática. Es algo que coincide plenamente con los planteamientos del cardenal Angelo Scola en su libro «Una nueva laicidad», pero más aún, ésta es una constante en el pensamiento desarrollado por Benedicto XVI en su magisterio. Recordemos como punto firme el discurso a la Curia de diciembre de 2005, en cierto modo un verdadero discurso programático de su pontificado. 
 
El Papa reconoce el cortocircuito que experimentó la relación de la Iglesia con la edad moderna a partir del caso Galileo, situación que se agravó en extremo durante la fase radical de la Revolución Francesa. «El enfrentamiento de la fe de la Iglesia con un liberalismo radical y también con unas ciencias naturales que pretendían abarcar con sus conocimientos toda la realidad hasta sus confines, proponiéndose tercamente hacer superflua la "hipótesis Dios", había provocado en el siglo XIX, bajo Pío IX, por parte de la Iglesia, ásperas y radicales condenas de ese espíritu de la edad moderna. Así pues, aparentemente no había ningún ámbito abierto a un entendimiento positivo y fructuoso, y también eran drásticos los rechazos por parte de los que se sentían representantes de la edad moderna».
 
Con extraordinaria delicadeza, Benedicto XVI despliega los pasos de esa historia dramática y señala que la revolución americana ofreció un modelo de Estado moderno diverso del que fomentaban las tendencias radicales surgidas en la segunda fase de la Revolución Francesa, mientras que las ciencias naturales comenzaban a reflexionar sobre su propio límite, aceptando que, aunque realizaban cosas grandiosas, no era capaces de comprender la totalidad de la realidad. De este modo, por un lado se abrió un espacio para la presencia de la fe en el estado moderno (algo propiciado también por el desarrollo de la Doctrina Social de la Iglesia y por el protagonismo de los católicos en la política europea tras la Segunda Guerra Mundial) y por otro las ciencias abrieron de nuevo las puertas a Dios, al reconocer que el método naturalista no puede abarcar la totalidad de lo real.   
 
Esta nueva situación, mucho más matizada que la de principios del XIX, es el contexto en que el Vaticano II trata de determinar de un modo nuevo la relación entre Iglesia y tiempo moderno, centrada en tres círculos de preguntas: la relación de la fe con las ciencias modernas, la relación de la Iglesia con el Estado democrático y la cuestión de la libertad religiosa. En estas tres esferas existe una línea de pensamiento moderno (que en algunos países y momentos puede ser y ha sido predominante) que cierra rígidamente sus puertas al cristianismo, más aún, que busca su marginación social cuando no su abatimiento total. Pero también existe «otra modernidad» que los católicos deben atisbar y valorar, y en la que deben aprender a echar raíces sin nostalgias, con plena libertad y decisión.
 
De hecho, es fácil reconocer que la autonomía de las ciencias, la democracia y la libertad religiosa tienen sus raíces filosóficas y existenciales en la tradición cristiana. En este sentido, «para ser modernos» los católicos sólo tienen que ser ellos mismos, nutriéndose de su propia fuente (el Evangelio y la Tradición) y elaborando una propuesta histórica encarnada en el tiempo presente. Esto no tiene nada que ver con el angelismo de pensar que desaparecerán las tensiones y todo será pura armonía entre la experiencia cristiana y las culturas del momento. Eso nunca ha sucedido, ni siquiera en los tiempos de la cristiandad medieval, mucho menos en una época que no ha superado ni el racionalismo infantil ni los delirios del 68. Como advertía Benedicto XVI a la Curia, no podemos pretender abolir la contradicción del Evangelio con respecto a los peligros y los errores del hombre en cada época, y el arduo diálogo ente la fe y la razón se debe desarrollar «con gran apertura mental pero también con una gran claridad en el discernimiento de los espíritus».
 
Pero esta época no está irremisiblemente marcada con el sello de la hostilidad a la fe, ni nos condena a priori a las catacumbas. Es el campo que nos toca arar y sembrar con paciencia y amor, con la mirada ancha y confiada que nos enseñan los santos, los maestros y los mártires de los siglos que nos preceden. Nos tocará sufrir pero también gozar, y sobre todo construir. ¿Quién dijo que cualquier tiempo pasado fue mejor?

* Publicado en Páginas Digital
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