Sábado, 21 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Creí, por eso hablé


Cultura se llama al conjunto de conocimientos, modos de vida y costumbres que tienen vigencia en una época o sociedad determinada. Cuando este complejo se descristianiza, y la Iglesia por falta de recursos o por incuria lo abandona, se retira, se recluye, la cultura queda a merced del príncipe de este mundo, del padre de la mentira.

por Monseñor Héctor Aguer

Opinión

Homilía de monseñor Héctor Aguer en la Misa de despedida de la archidiócesis
Catedral de La Plata, 10 de junio de 2018


El Génesis, primer libro de la Torá hebrea, comienza con la palabra Bereshit, en el principio. El texto, en el que se transmite la revelación divina sobre la protohistoria de la humanidad, asume tradiciones, estilos y elementos culturales muy diversos, como corresponde a la encarnación de la Palabra. El Evangelio de Juan comienza con la misma expresión: En arjé, en el principio era el Logos, el Verbo, y este principio es el de la nueva creación. El fragmento del capítulo tercero del Génesis, que escuchamos como primera lectura de esa liturgia, expone las consecuencias dramáticas de lo que la teología católica llama pecado original. La protohistoria da paso a la historia, que empieza mal, con la pérdida de la situación edénica, paradisíaca; la cercanía con Dios queda perturbada por el hombre mismo, que pretende ponerse en el lugar de su creador. Entonces sobreviene el exilio de los desterrados hijos de Eva; habrá que esperar que la Mujer, la nueva Eva, y su descendencia que es Cristo, aplasten la cabeza de la serpiente. Entre tanto, y aun después de la realidad efectiva de la redención de la que gozamos, falta que podamos echar mano, finalmente, al árbol de la vida, en el post exsilium en el que María nos muestre el rostro de Jesús, como aspiramos en la Salve Regina. 
 
Los símbolos que se destacan en el relato genesíaco son ancestrales, tienen raíces en las más diversas culturas. A la luz de la fenomenología de las religiones, la historia comparada de éstas, y sobre todo a la luz de la fe cristiana, las figuras empleadas resultan fácilmente comprensibles. En el ambiente cultural de la época de la redacción, fecha que es todavía discutible, el árbol, la serpiente, la mujer y su relación con el varón corresponden a conceptos arraigados en la experiencia humana, y de valor sagrado. En el libro del Apocalipsis (12, 9) se habla de "la antigua Serpiente, llamada Diablo o Satanás, seductor del mundo entero"; allí se la identifica también como Dragón. Al lector de la antigüedad no podían sorprenderle estas expresiones, simbólicas o míticas, que hablan de una realidad, la de ese siniestro entrometido en la historia humana, cuya existencia y actuación son indiscutibles para la fe que profesamos; y comprobable en los hechos, en muchísimos hechos que resultarían incomprensibles si se descartara este dato. Quiero decir que el diablo existe.
 
Las consecuencias del pecado son registradas como un inmediato desequilibrio: el temor ante la voz de Dios, y la conciencia de la desnudez, hoy día desafiada por los estúpidos alardes nudistas en las playas o en las selfies. Aquel miedo, razonable para la razón caída fuera del ámbito restaurador de la fe, puede ser acallado misteriosamente, por ejemplo, en las incredulidades ligeras, contagiosas, de quienes promueven hoy la apostasía de los paganos bautizados, aquí en La Plata.
 
Es llamativo el orden inverso que el redactor observa al registrar la cobarde acusación del hombre a la mujer, y de esta a la serpiente; y, por otra parte, en la maldición del Creador al tentador, seguido del castigo a la mujer, el dolor del parto y el dominio machista del marido, y la pena que cae sobre el hombre. Y que es ganar el pan con el sudor de su frente. En el original hebreo, al varón se lo llama adam, o ish, y a la mujer, varona, ishshá . El pasaje escogido para esta liturgia omite, de la segunda serie, el castigo del varón y la varona, y concluye con la auspiciosa profecía del triunfo final de la mujer y su descendencia, objeto de nuestra esperanza; ese triunfo resolverá la enemistad que explica en profundidad la dialéctica de la historia humana.
 
Me he detenido en el comentario del pasaje del Génesis, porque en los domingos del tiempo ordinario, la primera lectura, tomada del Antiguo Testamento -profecía del Nuevo- es elegida para preparar el Evangelio anticipando la temática en éste expuesta.
 
El texto del capítulo tercero de San Marcos que se ha proclamado exigiría un detenimiento en varias cuestiones que parecen de detalle y que han suscitado problemas en la historia de la interpretación; sin embargo, prefiero centrarme en el mensaje, el kérygma, en relación con el anticipo ofrecido en el pasaje del Génesis. Es la respuesta del Señor a la cuestión ridículamente calumniosa que plantean los escribas judíos, doctores de la Ley, que hurgaban en la Sagrada Escritura. Se encontraba Jesús, probablemente en casa de Pedro. Conocían la actividad taumatúrgica del Señor, que curaba a los enfermos y expulsaba a los demonios del cuerpo de los posesos; no podían negar el carácter extraordinario de los hechos y del poder que los causaba.
 
Incapaces de reconocer la obra de Dios, o mejor dicho, enceguecidos y empecinados en no hacerlo, lo atribuían al mismo Sátanas, príncipe de los demonios. Belzebul es un nombre discutido; quizá significa "Baal de las moscas", el dios pagano de Eqrón, con él se quiere indicar al enemigo por excelencia. Jesús refuta el planteo de los escribas con una sencilla parábola, y pronuncia una condenación definitiva contra los blasfemos de la peor especie, los que lo hacen contra el Espíritu Santo. El término blasphemía pasa tal cual al castellano; en el griego clásico significaba ya una injuria, una impiedad contra los dioses. Más técnicamente: eran las palabras que desvirtuaban los ritos como un mal augurio, como una plegaria inconsiderada, como maldición, y se introducían en la ceremonia de un sacrificio religioso.
 
En el Catecismo de la Iglesia Católica aparecen seis referencias a la blasfemia, una de ellas citando el pasaje que vamos comentando; también para ilustrar la existencia del infierno y su eternidad; otra vez como ejemplo de los actos intrínsecamente malos, siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto, y como muestra misma del pecado mortal. Al explicar el segundo mandamiento, el Catecismo extiende la prohibición de la blasfemia "a las palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y las cosas sagradas" (2148). Resulta ahora que para la tilinguería cultural de la pobre Argentina que vivimos, es una obra de arte la torta que representan a Cristo yacente, y arte en acción el comérsela. La blasfemia hace valer sus derechos al condenar la justa protesta del Cardenal Primado y al reprochar como cobarde la retórica disculpa del Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Pero volvamos al texto del Evangelio.
 
Jesús es el hombre fuerte que ató al Enemigo y saqueó sus vienes, esto es, la masa de hombres que él tiranizaba. Por eso recibimos los creyentes el perdón de los pecados y podemos formar parte de la verdadera familia de Jesús, integrada por aquellos que como Él hacen la voluntad del Padre; los que creen, como María, dichosa porque creyó y por eso, por su fiat, fue Madre. Satanás no se dividió, no se levanta contra sí mismo; al contrario, intenta filtrarse por cualquier rendija que encuentra en la Casa de Dios que es la Iglesia, y en el corazón de cada uno de nosotros. La simple comparación evangélica permite advertir la inteligencia, la astucia del Enemigo, que se empeña en una obra de desgaste de nuestra fe, de entibiamiento de nuestro amor; él sabe armar un tinglado para el engaño y cuenta con marionetas ingenuas o voluntarias que ejecutan sus designios.
 
Cultura se llama al conjunto de conocimientos, modos de vida y costumbres que tienen vigencia en una época o sociedad determinada. Cuando este complejo se descristianiza, y la Iglesia por falta de recursos o por incuria lo abandona, se retira, se recluye, la cultura queda a merced del príncipe de este mundo, del padre de la mentira. Él es un inspirador invencible de ese tipo de diálogo o encuentro en el cual los hombres son inducidos con arte refinado a la blasfemia contra el Espíritu Santo. Solo los santos advierten plenamente, con perspicacia sobrenatural, tan delicadas artimañas, y no le dejan al que te dije el campo abierto.
 
En el fragmento de la Segunda Carta a los Corintios, que nos presenta también la liturgia de este Domingo, San Pablo habla de su ministerio apostólico, que tiene por base la fe. En ese servicio que el Señor le ha encomendado, el poder de Dios se manifiesta a través de la fragilidad del enviado, que es un recipiente quebradizo de tierra cocida. Un exégeta del siglo XX, el padre E.- B. Állo, comentando esa Carta, escribía: "El apóstol cree con toda su alma en la acción divina de Cristo en él y por medio de él; por eso no teme hablar, con una apertura y una audacia que escandaliza. Su propósito es defender su manera sin compromisos de predicar el Evangelio".
 
Pablo cita un versículo del Salmo 115 con el que desea expresar su confianza. Las traducciones actuales del Salterio varían levemente, sin alterar demasiado el sentido. Por ejemplo: Tenía confianza, incluso cuando dije: '¡Qué grande es mi desgracia!'; o bien: "Yo creía cuando decía: qué desdichado soy". El texto de la Segunda Carta a los Corintios reproduce la versión griega llamada de los LXX, según la cual el salmista dice "epísteusa, diò elálesa: creí, por eso hablé". Del mismo modo entiende el pasaje la Vulgata latina: "Credidi, propter quod locutus sum". El Apóstol se apropia de esa confesión: "También nosotros creemos -dice- y por lo tanto hablamos" (2 Cor 4, 13). Muy de lejos, modestamente, me atrevo a sumarme a ese "nosotros"; epísteusa, diò elálesa, yo también: creí, por eso hablé.

Monseñor Héctor Aguer es arzobispo emérito de La Plata (Argentina).
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