Lo mejor para el hombre
Entre los intersticios del jaleo político, se ha colado una polémica filosófico-publicitaria. La marca Gillette ha lanzado un anuncio contra la masculinidad tóxica que ha irritado la piel a muchos. Intentemos un artículo aftershave.
El anuncio, ¿tiene buena intención? Parece que sí. Exige que el hombre sea menos competitivo, menos agresivo, menos pegajoso, menos etc. Sucede, sin embargo, que siendo un anuncio, si le aplicamos la navaja de Ockham, su intención es vendernos cuchillas. Trivializa, por tanto, lo que nos cuenta al convertirlo en un gancho publicitario. Aunque eso se practica mucho, y basta con dejarlo apuntado.
Lo importante es si el anuncio es una buena idea o no. Un tanto oportunista parece coger la discusión de moda y entrar al rebufo, pero el error es más antropológico. Gillette, que es una marca para hombres, hace suyo el discurso de que el problema radica en la masculinidad. Como un pecado original, como un estigma en la combinación XY. Se les ha ido el pulso y nos han hecho un corte en la cara.
Ha querido la suerte que yo estuviese leyendo un libro de extraordinaria actualidad: Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda, de Roger Lancelyn Green. De tanta actualidad porque el ciclo artúrico tuvo un carácter intencionadamente pedagógico desde Chrétien de Troyes y que enlaza con nuestro problema de ahora.
Los señores de la guerra de entonces eran bastante brutos. La Iglesia hizo su particular movimiento Me-Too para civilizar a los guerreros de los siglos oscuros. Como los progresistas ahora, intentó los sermones moralizantes y las broncas continuas. Fue un fracaso. Hasta que entendió que lo suyo era proponer un modelo por elevación: el de los caballeros. Esto es, señores que reverenciaban a las damas, que defendían al débil, que se sometían voluntariamente al código estricto del honor, que extremaban las normas de la cortesía y que arrostraban el sacrificio. Cristo, al fin y al cabo, había sido perfecto hombre. Fue tal éxito que aún llamamos «caballero» a quien se comporta según unos exigentes criterios éticos y, ojo, estéticos.
Frente a los que pensaban que el hombre era una bestia, proclamaron que la bestia era quien no fuese un hombre. Era un modelo altísimo de varón y fue un éxito. Yo sería partidario de recuperar esa fórmula hasta en la poesía provenzal, pero es que soy muy güelfo blanco. En todo caso, urge volver al método de la excelencia.
Publicado en Diario de Cádiz.