Añorando Medjugorje
por Pedro Trevijano
Se me ha preguntado con relativa frecuencia por qué me hice sacerdote y si me he arrepentido de serlo. Hoy, desde luego, si pudiese echar marcha atrás y volver a plantearme del todo mi vida, sería de las cosas que tengo más claras: volvería a serlo, pues estoy encantado de haber sido sacerdote y continuar siéndolo.
Dios no nos deja abandonados a nuestra suerte, sino que con su Revelación nos comunica que nuestra máxima aspiración, la de ser felices siempre, es perfectamente realizable y por eso la consideramos evangelio, es decir, buena noticia, aparte que en la vida de un sacerdote hay muchos momentos de ilusión, alegría y esperanza, junto con experiencias maravillosas.
Algunas de estas experiencias las tuve en Medjugorje, lugar donde me sentí plenamente realizado como persona y como sacerdote. Lo más importante de allí son la Eucaristía, la adoración al Santísimo, que cuando es con mucha gente me produce una gran impresión, y las confesiones. Como decía uno, si Medjugorje es obra del diablo, hay que pensar que el diablo es muy tonto, cuando allí se realizan tantas conversiones y, como suele suceder en los grandes santuarios, tanta gente recupera la paz y se encuentra con Dios, tal vez tras muchos años de haberle vuelto la espalda.
En cuanto a las apariciones, he presenciado varias, pero por supuesto sólo he visto los videntes en éxtasis y respeto lo que diga la Iglesia sobre ellas, aunque estoy convencido de su autenticidad. Durante la aparición, los videntes no parpadean.
Iba allí porque creo que uno de los apostolados más bonitos que puede hacer un sacerdote y de mayor rendimiento espiritual para los penitentes, pero especialmente para sí mismo, es el de sentarse a confesar. La aspiración más frecuente de los penitentes allí es encontrar la paz y eso lo dan la Virgen, Reina de la Paz, y el sacramento de la penitencia.
Muchas veces he comentado que la crisis del sacramento de la confesión se debe a que los fieles no se acercan al confesionario y a que los sacerdotes no nos metemos en él, y que nos tocaba a los sacerdotes romper este círculo vicioso sentándonos a confesar. Hoy, afortunadamente, se ven síntomas de mejora por ambas partes. Cada vez más gente experimenta la necesidad de confesarse, y aunque ver al psiquiatra y al psicólogo es algo bueno, y yo mismo he recomendado en algunas ocasiones a mis penitentes acudir a ellos, es indudable que el problema religioso es, con relativa frecuencia, el nudo del problema y eso nos toca a los confesores. Había oído hablar de Medjugorje como el confesionario del mundo, y creo que en realidad lo es.
Como sacerdote, deseo agradecer a mis penitentes el bien inmenso que me han hecho, porque desde hace bastante tengo muy claro que los favores no son nunca en una única dirección y el confesionario es uno de los sitios donde mejor se aprecia la grandeza del sacerdocio, como expresa muy bien el Apóstol Santiago, que termina así su Carta: “Hermanos míos, si alguno de vosotros se desvía de la verdad y otro le convierte, sepa que quien convierte a un pecador de su extravío se salvará de la muerte y sepultará un sinfín de pecados” (5,19-20).
Por tercer año consecutivo este año no he ido a Medjugorje. Los dos años anteriores, por la pandemia; éste, por una enfermedad en las piernas, que no me hace posible viajar allí a confesar. En vista de ello debo aumentar mi fe en el valor de la oración para sustituir ese trabajo apostólico. Y quiero dar las gracias a tantas personas que allí me han ayudado, especialmente a Patrick y Nancy, que tan generosamente me han abierto la puerta de su casa y son para cualquiera un ejemplo de devoción a la Virgen.
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