Liturgia y Concilio Vaticano II
por Pedro Trevijano
Tras el anuncio de San Juan XXIII de su deseo de convocar un Concilio Ecuménico empezó la preparación de éste, pero en el momento que se inició el Concilio sólo había preparados siete esquemas, de los que el más maduro era el que trataba sobre la Liturgia, lo que permitió abrir de manera positiva y fecunda las discusiones conciliares. El problema para los Padres Conciliares era doble: cómo conservar íntegro el mensaje cristiano, en fidelidad a los anteriores Concilios y absoluta conformidad al mensaje de Cristo y de su Iglesia, y, por otra, cómo hacer accesible este mensaje al hombre actual y realizarlo en instituciones y estructuras conformes a las necesidades del hombre de hoy.
La importancia de la Liturgia en la Iglesia es tan grande que, como dice la Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium del Vaticano II: “Cristo está siempre presente a su Iglesia sobre todo en la acción litúrgica... con razón, pues, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Cristo” (nº 7); “de la liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente” (nº 10); “para asegurar esta plena eficacia, es necesario que los fieles se acerquen a la sagrada liturgia con recta disposición de ánimo, pongan su alma en consonancia con su voz y colaboren con la gracia divina, para no recibirla en vano” (nº 11); “la liturgia consta de una parte que es inmutable, por ser de institución divina, y de otras partes sujetas a cambio, que en el decurso del tiempo pueden y aún deben variar” (nº 21); “las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia” (nº 26). Está claro que en este último texto el Concilio trata de atajar muchos de los abusos que después se han cometido, a la vez que en líneas generales se trataba de estimular la participación activa y comunitaria de los fieles que une a la Iglesia con Cristo.
Pero de este esquema tal vez lo que más llamó la atención fue un problema teológicamente menor: el del uso del latín o de las lenguas vernáculas en las celebraciones litúrgicas y muy especialmente en la Misa.
La Misa en latín tenía una indiscutible ventaja: que, salvo los católicos de rito oriental, la Misa era la misma, en el mismo idioma, en todas las partes del mundo, lo que indiscutiblemente era un vínculo de unión entre los fieles de todo el mundo, aparte de que así se venía haciendo desde hacía bastantes siglos. Pero la Misa en las lenguas vernáculas, en un tiempo en que los fieles e incluso muchos doctos ya no saben latín, tenía la ventaja de favorecer una participación activa de los fieles en la Liturgia con una mayor adaptación a sus necesidades, aparte de hacer así que la riqueza de las oraciones de la Iglesia pudiese ser fácilmente comprendida por todos.
No nos olvidemos además que la Iglesia no está ligada a ninguna cultura, sino que acepta y vivifica con el espíritu del evangelio todo lo que éstas tienen de bueno y verdadero. Era preciso que la Liturgia pusiese realmente en contacto con la Palabra de Dios y con el Misterio Pascual de la muerte y resurrección de Cristo y que ello llegase a la vida cotidiana de los hombres hasta que Él vuelva. Y en efecto, nada se opone, como sucede desde hace tiempo normalmente a que se celebre toda la Misa en la lengua vulgar. Pero también es conveniente que el latín se preserve y que “los fieles sean capaces también de recitar o cantar juntos en latín las partes del ordinario de la Misa que les corresponde” (nº 54).
Otras novedades fueron el poder concelebrar, que hasta ese momento se podía tan solo en la consagración de obispos y sacerdotes y la comunión a los laicos en determinadas ocasiones bajo las dos especies.
Es indudable que la Constitución sobre la Liturgia tiene una enorme importancia para la vida de oración y de piedad. No es extraño por ello que dedique un capítulo al Oficio divino, que es “la oración de Cristo con su Cuerpo al Padre” (nº 84). De hecho, estoy convencido de que buena parte de la grave crisis sacerdotal de después del Concilio se debe al abandono de la oración y muy especialmente del Oficio divino por parte de tantos sacerdotes. Como nos manda San Pablo: “Orad sin interrupción” (1 Tes 5,17). Ya que, como nos dice Jesús, “sin Mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5).
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