Lunes, 23 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Un centenario que corona la devoción a la Santina


Tal realeza así coronada está a favor de la vida y del destino al que nos ha llamado el Señor para nuestra humilde felicidad y para nuestra eterna dicha.

por Monseñor Jesús Sanz Montes

Opinión

Ha llegado el momento esperado. Finalmente comienza la celebración, profundamente sentida y gozosamente esperada. Nada menos que un cumplesiglo es lo que nos mueve a tanta algazara de alegría. Hace ya cien años que nuestra querida Santina, la Virgen de Covadonga, recibió oficialmente la coronación. Sabemos que una corona sobre la cabeza siempre ha sido signo de distinción, de nobleza reconocida y compromiso por parte de quien la llevaba con dignidad responsable. Hemos visto a través de la historia tantas coronaciones de hombres y mujeres que nos mostraban así su realeza y sellaban la entrega que les implicaba ser coronados para bien de un pueblo y no simplemente como sucesión de una dinastía.
 
Hay una coronación atípica que ha traspasado el curso de los siglos por lo mucho que significó y el alto precio que tuvo: la coronación de espinas del Señor Jesús, nuestro Redentor. Era símbolo de una realeza, la más real de todas ellas, que sin embargo sólo se comprendía desde el servicio más humilde y desde la entrega más verdadera. Junto a esta coronación de Jesús, se nos relata en el último libro de Biblia otra que tiene a María como protagonista: «Una mujer vestida del sol, y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (Apoc 12, 1). Es la antesala de lo que a continuación describirá el Apocalipsis sobre la batalla que en la historia se da entre el bien y el mal, entre lo que Dios propone y lo que el maligno quiere arrebatar. En esta encrucijada aparece María coronada de esas doce estrellas para darnos a su Hijo que será quien nos permitirá salir victoriosos de las insidias y zancadillas tentadoras del diablo. Este es el inacabado relato de la verdadera reconquista cristiana.
 
María coronada como reina de nuestro bien y nuestra paz. No es una princesita de un cuento de hadas lejano que nada tiene que ver con nuestras lágrimas y sonrisas, o que sea extraña ante nuestros mejores sueños o las más temidas pesadillas, sino que tal realeza así coronada está a favor de la vida y del destino al que nos ha llamado el Señor para nuestra humilde felicidad y para nuestra eterna dicha. Son ya cien años, justo los que caben en un siglo, para reconocer cómo Nuestra Señora ejerce su maternidad hacia nosotros sus hijos, acompañándonos de tantos modos en los mil vericuetos en los que una buena madre siempre nos acompaña y sostiene la virtud en el empeño de la reconquista de lo que vale la pena como pueblo, como familia y como personas.
 
Subimos tantas veces a ese rincón querido, verdadero corazón espiritual de Asturias, y allí vertemos nuestras plegarias que dan gracias por tantas cosas o que para tantas cosas piden gracia. Le pedimos a la Reina y Madre con un avemaría que ruegue “por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Y Ella ruega, y nos dice dónde está el camino de vuelta tras los desvaríos que zarandean nuestra vida humilde y vulnerable, esa que tiene mi nombre, mi edad y la circunstancia que la domicilia.
 
Todo un programa de celebraciones, peregrinaciones, eventos culturales, proyecciones misioneras y compromisos sociales están previstos para este año de gracia que poco a poco iremos desarrollando. Le pedimos a la Virgen de Covadonga, que vuelva a nosotros su mirada en este año especial de un siglo de piedad popular por parte de sus hijos, gozosos por esta efeméride que pone ilusión revitalizadora en nuestra vida diocesana y personal. La coronación renovada sea nuestro humilde homenaje a quien deseamos sea la reina de nuestras montañas y de nuestras vidas.
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