Por qué la Revolución de Octubre barrió a la de Febrero
Se había creado un vacío de poder que la monarquía zarista nunca volvería a llenar, pero tampoco el Gobierno provisional. Pocos apostaban por su supervivencia.
El centenario de la Revolución rusa de 1917 no pasará ciertamente desapercibido, pero su conmemoración, sobre todo en Rusia, tiene un cierto aire de melancolía, que no excluye la nostalgia por el pasado soviético planteado en términos de superpotencia mundial. Sin embargo, también es momento de plantearse si la historia rusa del siglo XX hubiera sido distinta si la primera revolución, la de febrero, se hubiera consolidado para cerrar el paso a la revolución definitiva, la de octubre, que llevó al poder a Lenin y a los bolcheviques.
La Revolución de Febrero está asociada al fracaso del político liberal e historiador Pavel Miliukov (18571943), ministro de Asuntos Exteriores en el primer Gobierno provisional. El periodista español Manuel Chaves Nogales, que le entrevistó en su exilio en París en 1930, señalaba que su programa político hubiera sido válido para el otoño de 1916, aunque llegaba tarde a fines del invierno de 1917. Miliukov quería mantener los compromisos de guerra con Francia y Gran Bretaña, pero las derrotas rusas estaban llevando a los soldados al desánimo y a la deserción en masa. Sus apelaciones a la prudencia no fueron escuchadas, ni tampoco fue secundado en su proyecto de monarquía constitucional para Rusia, por lo que apenas duró cuatro meses en el ministerio. Tampoco estuvo muy acertado el príncipe Guergui Lvov (18611925), jefe del primer Gobierno provisional que cayó en julio de 1917, al considerar que la Revolución de Febrero expresaba el alma del pueblo ruso y su misión histórica, pues sería el gran modelo de la revolución democrática universal con sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Quizás creyera que se trataba de una nueva edición de la Revolución francesa, pero parecía olvidar que la revolución de 1789 no se detuvo en la efímera monarquía constitucional de 1791. Luego vendría Robespierre, que en versión rusa equivaldría a Lenin y al partido bolchevique. Sobre las expectativas despertadas por Lenin, más allá de las fronteras de su país, bastará un solo ejemplo: el del influyente crítico literario norteamericano Edmund Wilson, autor de Hacia la estación de Finlandia, el lugar de Petrogrado donde llegó Lenin en abril de 1917, tras largos años de exilio. En un estilo entre apasionado y trascendental, Wilson se recrea en «el momento en que por vez primera en la epopeya humana, la llave de una filosofía de la historia iba a encajar en una cerradura».
Y por si fuera poco, cuando Kerensky, líder de los socialrevolucionarios, reemplazó a Lvov en el segundo Gobierno provisional, el régimen nacido en febrero empezó a conocer un cierto culto a la personalidad, una costumbre de peso en la tradición histórica rusa. Después de todo, si la democracia representaba el poder del pueblo, este tenía que ser encarnado por un líder fuerte. Los gobernantes podían aspirar una república al estilo de la Francia parlamentaria, aunque no veían ninguna contradicción en que la encabezara un zar. Ni qué decir tiene que esta tendencia hacia la concentración de poder sería perfeccionada con creces por Lenin y sus sucesores. Si alguien se identifica con la historia, como el líder bolchevique, su aspiración no puede ser otra que la del poder absoluto.
El análisis de Solzhenitsin
Alexander Solzhenitsin analizó en su opúsculo Reflexiones sobre la Revolución de Febrero las causas del fracaso de esta olvidada revolución, arrojada por los bolcheviques al basurero de la historia, en expresión de Lenin. Ante todo, el escritor no exime de responsabilidad al zarismo. Considera que la pasividad gubernamental ante los disturbios de Petrogrado en febrero de 1917 guardaba relación con los sucesos el Domingo Sangriento (9 de enero de 1905), cuando los soldados dispararon contra una manifestación pacífica ante el Palacio de Invierno. Aquellas muertes indiscriminadas probablemente seguían atormentando la conciencia de Nicolás II y debieron de influir en su renuncia al trono. El zar no contaba con que este hecho llevaría a la caída de la monarquía, pues el hermano de Nicolás, el gran duque Miguel, también rechazó la corona. Para Solzhenitsin, Miguel no tenía ningún derecho a suscribir un manifiesto de renuncia en el que remitía el futuro de Rusia a la formación de una asamblea constituyente que decidiría sobre la forma de Estado.
Mientras tanto, se había creado un vacío de poder que la monarquía zarista nunca volvería a llenar, pero tampoco el Gobierno provisional. Pocos apostaban por su supervivencia, vinculada además al curso de la guerra europea, desfavorable para las armas rusas. Se respiraba un aire de tragedia y de soluciones drásticas, que el filósofo Nikolai Berdiaev había descrito en 1909 en escuetas palabras: «El amor por una justicia igualitaria y niveladora, por el bien social y la felicidad del pueblo, ha paralizado el amor a la verdad, hasta casi aniquilar todo interés por ella». En semejantes circunstancias, la Revolución de Febrero estaba destinada a ser un simple interludio.
Publicado en Alfa y Omega.
La Revolución de Febrero está asociada al fracaso del político liberal e historiador Pavel Miliukov (18571943), ministro de Asuntos Exteriores en el primer Gobierno provisional. El periodista español Manuel Chaves Nogales, que le entrevistó en su exilio en París en 1930, señalaba que su programa político hubiera sido válido para el otoño de 1916, aunque llegaba tarde a fines del invierno de 1917. Miliukov quería mantener los compromisos de guerra con Francia y Gran Bretaña, pero las derrotas rusas estaban llevando a los soldados al desánimo y a la deserción en masa. Sus apelaciones a la prudencia no fueron escuchadas, ni tampoco fue secundado en su proyecto de monarquía constitucional para Rusia, por lo que apenas duró cuatro meses en el ministerio. Tampoco estuvo muy acertado el príncipe Guergui Lvov (18611925), jefe del primer Gobierno provisional que cayó en julio de 1917, al considerar que la Revolución de Febrero expresaba el alma del pueblo ruso y su misión histórica, pues sería el gran modelo de la revolución democrática universal con sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Quizás creyera que se trataba de una nueva edición de la Revolución francesa, pero parecía olvidar que la revolución de 1789 no se detuvo en la efímera monarquía constitucional de 1791. Luego vendría Robespierre, que en versión rusa equivaldría a Lenin y al partido bolchevique. Sobre las expectativas despertadas por Lenin, más allá de las fronteras de su país, bastará un solo ejemplo: el del influyente crítico literario norteamericano Edmund Wilson, autor de Hacia la estación de Finlandia, el lugar de Petrogrado donde llegó Lenin en abril de 1917, tras largos años de exilio. En un estilo entre apasionado y trascendental, Wilson se recrea en «el momento en que por vez primera en la epopeya humana, la llave de una filosofía de la historia iba a encajar en una cerradura».
Y por si fuera poco, cuando Kerensky, líder de los socialrevolucionarios, reemplazó a Lvov en el segundo Gobierno provisional, el régimen nacido en febrero empezó a conocer un cierto culto a la personalidad, una costumbre de peso en la tradición histórica rusa. Después de todo, si la democracia representaba el poder del pueblo, este tenía que ser encarnado por un líder fuerte. Los gobernantes podían aspirar una república al estilo de la Francia parlamentaria, aunque no veían ninguna contradicción en que la encabezara un zar. Ni qué decir tiene que esta tendencia hacia la concentración de poder sería perfeccionada con creces por Lenin y sus sucesores. Si alguien se identifica con la historia, como el líder bolchevique, su aspiración no puede ser otra que la del poder absoluto.
El análisis de Solzhenitsin
Alexander Solzhenitsin analizó en su opúsculo Reflexiones sobre la Revolución de Febrero las causas del fracaso de esta olvidada revolución, arrojada por los bolcheviques al basurero de la historia, en expresión de Lenin. Ante todo, el escritor no exime de responsabilidad al zarismo. Considera que la pasividad gubernamental ante los disturbios de Petrogrado en febrero de 1917 guardaba relación con los sucesos el Domingo Sangriento (9 de enero de 1905), cuando los soldados dispararon contra una manifestación pacífica ante el Palacio de Invierno. Aquellas muertes indiscriminadas probablemente seguían atormentando la conciencia de Nicolás II y debieron de influir en su renuncia al trono. El zar no contaba con que este hecho llevaría a la caída de la monarquía, pues el hermano de Nicolás, el gran duque Miguel, también rechazó la corona. Para Solzhenitsin, Miguel no tenía ningún derecho a suscribir un manifiesto de renuncia en el que remitía el futuro de Rusia a la formación de una asamblea constituyente que decidiría sobre la forma de Estado.
Mientras tanto, se había creado un vacío de poder que la monarquía zarista nunca volvería a llenar, pero tampoco el Gobierno provisional. Pocos apostaban por su supervivencia, vinculada además al curso de la guerra europea, desfavorable para las armas rusas. Se respiraba un aire de tragedia y de soluciones drásticas, que el filósofo Nikolai Berdiaev había descrito en 1909 en escuetas palabras: «El amor por una justicia igualitaria y niveladora, por el bien social y la felicidad del pueblo, ha paralizado el amor a la verdad, hasta casi aniquilar todo interés por ella». En semejantes circunstancias, la Revolución de Febrero estaba destinada a ser un simple interludio.
Publicado en Alfa y Omega.
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