Apuesta alta en El Cairo
No debemos esperar soluciones mágicas. Los cristianos de aquellas tierras lo saben muy bien desde hace generaciones. Su testimonio, su "martirio" cotidiano (tenga la forma que tenga) es un tesoro precioso para la Iglesia universal.
por José Luis Restán
El Papa Francisco pasará tan sólo veintisiete horas en El Cairo pero está claro que esa escasa duración no es el mejor índice para medir la trascendencia de su visita a Egipto. El país del Nilo es clave para la estabilidad del Medio Oriente y en él radica la mezquita-universidad de Al Azhar, centro de referencia cultural y espiritual para todo el islam suní. Además en Egipto se encuentra la comunidad cristiana más numerosa y activa de toda la región, los coptos, con cuya cabeza, el papa Teodoro II, Roma ha abierto un diálogo prometedor. Y por último, el gobierno del general Al Sisi está comprometido en una profunda reforma de la educación islámica y pretende mejorar la situación civil de los cristianos.
Entre las 14h del viernes y las 17h del sábado próximos, se entrecruzarán en El Cairo muchos hilos fundamentales para este momento histórico. Junto a Francisco estará el Patriarca de Constantinopla, Bartolomé. De nuevo los sucesores de los apóstoles Pedro y Andrés aparecerán unidos, como ya sucedió en la oración ante el Santo Sepulcro y en la isla de Lesbos. Pero en esta ocasión, junto a ellos estará también Teodoro, cabeza de una iglesia que remonta sus orígenes al evangelista San Marcos. Alejandría, Constantinopla y Roma conforman un triángulo de oro que nos hace pensar en la primera edad del cristianismo, cuando la nueva fe del nazareno se extendía por la cuenca del Mediterráneo mediante el testimonio de los mártires y con la sabiduría de los grandes Padres. Hoy es nuevamente tiempo de mártires, como acaban de vivir los coptos el pasado domingo de Ramos; también es tiempo de un nuevo diálogo dramático, en este caso con un islam dividido y en proceso de renovación.
El diálogo entre la Santa sede y Al Azhar es una pieza delicada y esencial en un diálogo largo y lleno de meandros que no puede separarse de las vicisitudes concretas de las comunidades cristianas en Siria, Iraq, Líbano y Tierra Santa, como no puede desligarse de la horrenda explosión del yihadismo en el mundo globalizado. Recientemente estuvo en la gran mezquita-universidad el cardenal Jean Louis Tauran, hombre de extrema confianza de los tres últimos papas, que reúne la autenticidad de la fe, la inteligencia histórica y la sabiduría de la diplomacia, en un cuerpo maltratado por la enfermedad desde hace años. En esta ocasión encabezaba una delegación vaticana que participó en un seminario sobre Religiones y violencia con esperanzadoras conclusiones. Al Azhar ha sentenciado ya con toda claridad que no puede existir cobertura religiosa para el asesinato y ha condenado sin ambages la violencia del Daesh.
Ahora se trata de reformular un conjunto de enseñanzas presentes en los libros de texto, y más aún en la mentalidad de quienes las imparten. No sólo eso, se trata de purificar el modo en que los cristianos (y otros creyentes) son presentados muchas veces. La posición del cardenal Tauran ha sido muy clara: no se puede mejorar nuestra convivencia y nuestro entendimiento mutuo mientras se siga esparciendo la idea de que los cristianos son “Kuffar”, “infieles”. Más aún, se trata de avanzar (desde la perspectiva islámica) en un nuevo concepto de ciudadanía, de modo que todas las personas gocen de idénticos derechos, que no pueden estar en función de su pertenencia étnica o religiosa.
Se trata de cuestiones inmensas y de enorme trascendencia, en las que se han producido avances importantes, pero queda mucho camino por recorrer. Además, las autoridades de Al Azhar no tienen una función “ejecutiva” dentro del islam, su influjo es de naturaleza moral y requiere tiempo, constancia y unidad de criterio. Sería ingenuo pensar que hay un paso mecánico e inmediato de las solemnes declaraciones de una cumbre a las formas de comportamiento en un barrio de cualquier ciudad, e incluso a las enseñanzas de una de las miles de mezquitas, que con frecuencia tienen vida propia. El Papa sabe todo esto, y mantiene un contacto estrecho con los jefes de las iglesias que afrontan en primera línea este desafío.
Es comprensible que haya quien mire con reticencia estos diálogos y tema que, además de no sacar nada en claro, se abone una imagen edulcorada que poco tiene que ver con la dureza que viven cada día miles de cristianos en los países de mayoría musulmana. Hace poco una personalidad eclesial relevante, y bien conocedora de la situación, me hacía notar que durante su visita en el año 2000, San Juan Pablo II fue recibido en Al Azhar casi como un rey. Sin embargo poco o nada cambió, lo que conducía a mi interlocutor a un profundo escepticismo y le hacía sospechar que la entidad islámica busca sobre todo una operación de imagen.
Ingenuidades fuera. Creo que la situación en estos diecisiete años ha cambiado profundamente porque la eclosión planetaria del yihadismo ha golpeado también a miles de musulmanes, pero sobre todo ha hecho que temblaran muchos de sus esquemas, como ha relatado el nuncio apostólico en Bagdad, el español Alberto Ortega. Son muchos los musulmanes sencillos, pero también los estudiosos y los líderes religiosos que comprenden con angustia que este desafío les compete directamente. No creo que en esto pueda haber marcha atrás. No pienso que el cardenal Tauran sea un ingenuo, como no lo son el Papa copto Teodoro II ni el Patriarca caldeo Luis Sako, que cada día intentan de mil maneras una relación viva y amistosa con sus vecinos musulmanes. Tampoco lo era San Juan Pablo II cuando abrió esta vía, ni Benedicto XVI, que la formuló en su célebre discurso en la mezquita Al-Hussein bin-Talal, en Amán.
Ahora Francisco prosigue esta larga marcha y, si cabe, eleva la apuesta. En un mundo marcado por el miedo, la división y la violencia, el protagonismo de los creyentes a la hora de sanar las heridas, restablecer los vínculos y tejer una verdadera convivencia, alcanza una dimensión histórica. El camino tiene sus riesgos, desde luego, pero no existe alternativa. Por otra parte, no debemos esperar soluciones mágicas. Los cristianos de aquellas tierras lo saben muy bien desde hace generaciones. Su testimonio, su “martirio” cotidiano (tenga la forma que tenga) es un tesoro precioso para la Iglesia universal. Francisco va a darles su apoyo, desde luego, pero sobre todo va a postrarse ante el espectáculo de su fe, que tanto necesitamos.
Publicado en Páginas Digital.
Entre las 14h del viernes y las 17h del sábado próximos, se entrecruzarán en El Cairo muchos hilos fundamentales para este momento histórico. Junto a Francisco estará el Patriarca de Constantinopla, Bartolomé. De nuevo los sucesores de los apóstoles Pedro y Andrés aparecerán unidos, como ya sucedió en la oración ante el Santo Sepulcro y en la isla de Lesbos. Pero en esta ocasión, junto a ellos estará también Teodoro, cabeza de una iglesia que remonta sus orígenes al evangelista San Marcos. Alejandría, Constantinopla y Roma conforman un triángulo de oro que nos hace pensar en la primera edad del cristianismo, cuando la nueva fe del nazareno se extendía por la cuenca del Mediterráneo mediante el testimonio de los mártires y con la sabiduría de los grandes Padres. Hoy es nuevamente tiempo de mártires, como acaban de vivir los coptos el pasado domingo de Ramos; también es tiempo de un nuevo diálogo dramático, en este caso con un islam dividido y en proceso de renovación.
El diálogo entre la Santa sede y Al Azhar es una pieza delicada y esencial en un diálogo largo y lleno de meandros que no puede separarse de las vicisitudes concretas de las comunidades cristianas en Siria, Iraq, Líbano y Tierra Santa, como no puede desligarse de la horrenda explosión del yihadismo en el mundo globalizado. Recientemente estuvo en la gran mezquita-universidad el cardenal Jean Louis Tauran, hombre de extrema confianza de los tres últimos papas, que reúne la autenticidad de la fe, la inteligencia histórica y la sabiduría de la diplomacia, en un cuerpo maltratado por la enfermedad desde hace años. En esta ocasión encabezaba una delegación vaticana que participó en un seminario sobre Religiones y violencia con esperanzadoras conclusiones. Al Azhar ha sentenciado ya con toda claridad que no puede existir cobertura religiosa para el asesinato y ha condenado sin ambages la violencia del Daesh.
Ahora se trata de reformular un conjunto de enseñanzas presentes en los libros de texto, y más aún en la mentalidad de quienes las imparten. No sólo eso, se trata de purificar el modo en que los cristianos (y otros creyentes) son presentados muchas veces. La posición del cardenal Tauran ha sido muy clara: no se puede mejorar nuestra convivencia y nuestro entendimiento mutuo mientras se siga esparciendo la idea de que los cristianos son “Kuffar”, “infieles”. Más aún, se trata de avanzar (desde la perspectiva islámica) en un nuevo concepto de ciudadanía, de modo que todas las personas gocen de idénticos derechos, que no pueden estar en función de su pertenencia étnica o religiosa.
Se trata de cuestiones inmensas y de enorme trascendencia, en las que se han producido avances importantes, pero queda mucho camino por recorrer. Además, las autoridades de Al Azhar no tienen una función “ejecutiva” dentro del islam, su influjo es de naturaleza moral y requiere tiempo, constancia y unidad de criterio. Sería ingenuo pensar que hay un paso mecánico e inmediato de las solemnes declaraciones de una cumbre a las formas de comportamiento en un barrio de cualquier ciudad, e incluso a las enseñanzas de una de las miles de mezquitas, que con frecuencia tienen vida propia. El Papa sabe todo esto, y mantiene un contacto estrecho con los jefes de las iglesias que afrontan en primera línea este desafío.
Es comprensible que haya quien mire con reticencia estos diálogos y tema que, además de no sacar nada en claro, se abone una imagen edulcorada que poco tiene que ver con la dureza que viven cada día miles de cristianos en los países de mayoría musulmana. Hace poco una personalidad eclesial relevante, y bien conocedora de la situación, me hacía notar que durante su visita en el año 2000, San Juan Pablo II fue recibido en Al Azhar casi como un rey. Sin embargo poco o nada cambió, lo que conducía a mi interlocutor a un profundo escepticismo y le hacía sospechar que la entidad islámica busca sobre todo una operación de imagen.
Ingenuidades fuera. Creo que la situación en estos diecisiete años ha cambiado profundamente porque la eclosión planetaria del yihadismo ha golpeado también a miles de musulmanes, pero sobre todo ha hecho que temblaran muchos de sus esquemas, como ha relatado el nuncio apostólico en Bagdad, el español Alberto Ortega. Son muchos los musulmanes sencillos, pero también los estudiosos y los líderes religiosos que comprenden con angustia que este desafío les compete directamente. No creo que en esto pueda haber marcha atrás. No pienso que el cardenal Tauran sea un ingenuo, como no lo son el Papa copto Teodoro II ni el Patriarca caldeo Luis Sako, que cada día intentan de mil maneras una relación viva y amistosa con sus vecinos musulmanes. Tampoco lo era San Juan Pablo II cuando abrió esta vía, ni Benedicto XVI, que la formuló en su célebre discurso en la mezquita Al-Hussein bin-Talal, en Amán.
Ahora Francisco prosigue esta larga marcha y, si cabe, eleva la apuesta. En un mundo marcado por el miedo, la división y la violencia, el protagonismo de los creyentes a la hora de sanar las heridas, restablecer los vínculos y tejer una verdadera convivencia, alcanza una dimensión histórica. El camino tiene sus riesgos, desde luego, pero no existe alternativa. Por otra parte, no debemos esperar soluciones mágicas. Los cristianos de aquellas tierras lo saben muy bien desde hace generaciones. Su testimonio, su “martirio” cotidiano (tenga la forma que tenga) es un tesoro precioso para la Iglesia universal. Francisco va a darles su apoyo, desde luego, pero sobre todo va a postrarse ante el espectáculo de su fe, que tanto necesitamos.
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