La triple crisis del joven Kentenich
Se cumple en este año el 50º aniversario de la desaparición del padre José Kentenich, fundador del movimiento de Schoenstatt, una iniciativa apostólica nacida en un año tan trágico para Europa como 1914 y con unos rasgos innovadores que trascienden a su propia época.
Cualquier biografía de Kentenich, hombre que acumuló incomprensiones dentro y fuera de la Iglesia, es digna de atención por presentar una visión del cristianismo que supera una mentalidad pétrea e individualista, propia de una fortaleza temerosa y asediada, para abrirse con el amor de Cristo a las realidades del mundo y de los seres humanos. Si a esto añadimos unos rasgos inconfundiblemente marianos, que siempre son merecedores de toda confianza, tendremos que concluir que el fundador de Schoenstatt, tal y como ha sucedido con otras grandes personalidades cristianas, es patrimonio no solo de su movimiento sino de la Iglesia entera.
El padre José Kentenich (1885-1968), fundador del movimiento de Schoenstatt.
El camino de José Kentenich no fue fácil, y no solo porque terminara recluido en un campo de concentración de Dachau, o pasara los últimos años de su vida en Estados Unidos por mandato de sus superiores. Mucho tiempo antes, también fue sacudido por crisis espirituales y dudas, a las que solo cabe la respuesta auténticamente cristiana de una fe que es abandono confiado en los brazos del Padre y de la Madre. Uno de sus biógrafos, el padre Hernán Alessandri, relata que en sus años del seminario, José Kentenich se vio afectado una triple crisis que a otros les habría paralizado o conducido a la impotencia. La formaban tres perniciosos “ismos”, que no dejan de estar presentes en la existencia del cristiano a modo de insidiosas tentaciones.
El primero es el idealismo, que no se refiere a los ideales sino a un intelectualismo exagerado, que separa las ideas de la vida y que concibe un Dios construido tan solo intelectualmente. Tal y como señala el padre Alessandri, no se trata del Dios de la vida, el Dios que le habla a través de los hombres. En efecto, un cristianismo libresco, en nada vital, preocupado por las doctrinas más que por las personas, se asemeja a la situación de aquel siervo que escondió en un pañuelo el talento de su amo. En teoría, el siervo había guardado el depósito, tal y como recomendara Pablo a Timoteo (2 Tim, 1, 14), pero el depósito, asimilado a una planta no cuidada, no había fructificado. Este idealismo puede ser brillante, aunque es estéril y, por tanto, condenado a morir. Kentenich rechazó esta tentación mecanicista, que separaba la idea de la vida, y que llevó a tantos intelectuales, cristianos o no, a una desconexión con las realidades de carne y hueso.
El segundo consiste en el individualismo, una tentación que acompaña a todos los que practican la fe cristiana. Es olvidar que el cristianismo no es cristianismo si no existe una comunidad. Para algunos importa tanto el yo, supuestamente fiel y cumplidor, que se han olvidado por completo del tú. La idea, pues han reducido la religión a una ideología, ha absorbido a la fe, con la inevitable consecuencia de que la esperanza y la caridad se verán también afectadas, por no decir sacrificadas. De corrosivo calificó el padre Kentenich al individualismo.
Por último, el tercer “ismo” se refiere al sobrenaturalismo. Es el gran peligro del cristianismo desencarnado, nueva versión de viejas herejías de siglos antiguos. En el seminario imperaba un ambiente sobrenaturalista que, visto desde fuera, llevaría a la errónea conclusión de que allí reinaba la piedad. Pero el resultado estaba a la vista y podía acompañar desgraciadamente a los futuros sacerdotes: una religiosidad árida, fría, sin amistades ni relaciones humanas. Era un sobrenaturalismo, calificado por Kentenich de unilateral, que presumiblemente valoraba mucho el más allá que el más acá, y que llegaba a extremos como el que él mismo relata: su abuela, de más de ochenta años, quería besarlo, pero él la rechazaba bruscamente con la advertencia de que estaba entregado a Dios. El sobrenaturalismo olvida que la fe tiene que estar arraigada en el corazón.
Muchos cristianos se habrán sentido identificados con estas observaciones de José Kentenich, o simplemente habrán sido testigos de las mismas. Por eso hay que subrayar que el cristianismo carecería de un lado cálido o cariñoso si no existiera una Madre. En palabras del fundador de Schoenstatt: “La Santísima Virgen es por excelencia el punto en que se entrecruzan lo terrenal y lo celestial, la naturaleza y la gracia. Ella es la balanza del mundo, es decir, ella, por su ser y su misión, mantiene el mundo en equilibrio”.
Publicado en COPE.
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