Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

El Juicio Particular


por Pedro Trevijano

Opinión

Un tema del que no se habla gran cosa es el del juicio que espera a todos nosotros tras nuestra muerte. En el Catecismo Astete, en el que se han formado durante tres siglos la mayor parte de los niños españoles y que ha llegado hasta el Concilio Vaticano II, leíamos: “P. ¿Cuántos son los Novísimos? R. Cuatro, es a saber: Muerte, Juicio, Infierno y Gloria”.

En el Catecismo YouCat se habla del Juicio así: “El llamado juicio especial o particular tiene lugar en la muerte de cada individuo. El juicio universal o final tendrá lugar en el último día, es decir, al final de los tiempos, en la segunda venida del Señor”.

El encuentro con Dios que tiene lugar en la muerte es también para el hombre un juicio sobre su vida. “Porque todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo para recibir cada cual por lo que haya hecho mientras tenía este cuerpo, sea el bien o el mal” (2 Cor 5,10).

Esta vida tiene gran importancia, porque en ella se decide nuestro futuro eterno. El Evangelio nos advierte: “Estad atentos, vigilad: pues no sabéis cuando es el momento” (Mc 13,33).

“La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo. El Nuevo Testamento… también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe” (Catecismo de la Iglesia Católica, CEC nº 1021). “Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre” (CEC nº 1022). “Al morir cada hombre recibe en su alma inmortal su retribución eterna” (CEC nº 1051).

Nuestra bondad y maldad dependen de nuestra libertad y responsabilidad. Por ello los animales no tienen moral, porque su conducta está regulada por su vida instintiva y sus comportamientos no son libres. La cuestión moral sólo se plantea sobre los hechos humanos en el pleno sentido de la palabra, es decir, actos conscientes, libres y responsables. Ahora bien, todos nosotros pecamos, y como nos dice San Juan: “Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y su palabra no está en nosotros” (1 Jn 1,10). Pero lo específico del cristiano es la esperanza y San Juan también nos dice: “Pero, si confesamos nuestros pecados, Él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia” (1 Jn 1,9). Dios nos ve como somos, pero ello no significa que en el asunto de nuestra salvación sea totalmente imparcial. Nos quiere profundamente y desea ardientemente nuestra salvación, que alcanza también a aquellos que buscan sinceramente a Dios, e intentan ser fieles a su conciencia, pero respeta plenamente nuestra libertad, porque desea nuestra amistad, pero no quiere imponernos la suya, porque, como dice San Agustín, “el Dios que te creó sin ti no te salvará sin ti”.

En la Última Cena, en su discurso de despedida, Jesús insiste varias veces sobre la importancia del amor en este juicio: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Jn 14,15); “El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; y el que me ama será amado por mi Padre y yo también lo amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21); “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras” (1 Jn 14,23-24).

Ahora bien, ¿cómo asegurarnos que amamos a Dios? Por supuesto, tratando de aceptar las gracias que Él nos proporciona, y para conseguirlo, los medios más eficaces a nuestro alcance son el cumplimiento de los mandamientos, la realización de las obras de misericordia corporales y espirituales, la práctica de las virtudes morales de las bienaventuranzas, así como la oración y la recepción frecuente de los sacramentos de la Penitencia y, sobre todo, de la Eucaristía.

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