¿Está la «originalidad» sobrevalorada?
La distinción entre el arte sacro y el arte secular tiene siglos. Comenzó principalmente como un asunto de mecenazgo.
La idea popular de que el artista crea obras de arte según su antojo o inspiración particular es relativamente reciente. Vemos ferias de arte, grandes y pequeñas, desde muestras artesanales locales a exposiciones nacionales o internacionales, llenas de artistas que exhiben obras basadas en su visión personal o en lo que creen que el público comprará.
Pero en la mayor parte de la historia del arte, el artista creaba una obra en respuesta a un encargo. En el mundo occidental ese encargo solía venir de la Iglesia. Durante más de mil años, la Iglesia fue el mayor mecenas de las artes. En aquel tiempo, la calidad se valoraba más que la ambigua idea de ‘originalidad’.
'Bautismo de Cristo' (1490), de Domenico Ghirlandaio, fresco en la Capilla de los Tornabuoni en la basílica de Santa María Novella de Florencia.
Si a un artista se le encargaba, por ejemplo, el Bautismo de Jesús, la composición de la imagen estaba establecida por la tradición, una tradición que puede remontarse a la iconografía de los primeros siglos de la Iglesia. Se esperaba que la obra final seguiría más o menos esa tradición. En el medio del cuadro está el río Jordán, donde Jesús está de pie. A un lado está Juan, derramando agua sobre la cabeza de Cristo. En el lado opuesto a Juan, al otro lado del río, están los ángeles. El talento propio del artista se expresa en los detalles, en la representación de las figuras, en la forma con que los vestidos envolvían esas figuras y en la añadidura o descarte de elementos diversos.
Pero la directriz preponderante era servir a los fieles. Cuando un feligrés contemplaba la imagen en el contexto de la escena, en este caso probablemente el baptisterio del templo, no tenía ninguna duda de qué estaba mirando: el bautismo de Jesús.
'La Transfiguración de Jesús' de Rafael (1520).
La Transfiguración es otro ejemplo. La composición es un grupo: un Jesús glorioso flanqueado por Moisés y Elías, mientras debajo Pedro, Santiago y Juan lo contemplan maravillados o arrobados por el espectáculo. El genio del artista consistía en la disposición concreta de las figuras en relación unas con otras, en cómo las representaba, en cómo incidía la luz sobre el glorificado y sobre lo mundano.
Pero la Reforma cambió esta relación simbiótica entre la Iglesia y el artista. En los países protestantes, los encargos para piezas de altar o pinturas de retablos sobre los santos y sus vidas se esfumaron. Los artistas se vieron forzados a buscar encargos en otras partes. Así comenzaron los retratos de nobles y ricos comerciantes. Con el paso del tiempo, los gustos del público cambiaron y los artistas encontraron trabajo pintando cuadros de la vida cotidiana y paisajes.
Al escasear el patronazgo de la Iglesia, más artistas competían por menos encargos, las academias asumieron el papel de formar a los artistas, y aumentó el público hambriento de novedades.
Lo que nos trae a nuestra era moderna, en la cual, al menos para el mundo secular, la que manda es la originalidad. Esto explica los orinales, las camas desechas y los plátanos que pasan por grandes obras de arte.
Pero el arte sagrado, término con el que me refiero a un arte específicamente litúrgico para decorar nuestras iglesias, todavía sirve al mismo propósito de siempre: dirigir nuestras mentes y nuestros corazones a las cosas de Dios. El arte litúrgico debe seguir las tradiciones seculares para atraer a los fieles a la participación en los sacramentos.
La originalidad no es la fuerza motriz del arte sacro. Por desgracia, muy pocos artistas comprenden esto, ni tampoco el propio clero ni los mecenas.
En cierta ocasión acudí al despacho parroquial de una nueva iglesia. El templo estaba en construcción y el despacho se hallaba temporalmente en otro local. Un responsable de la parroquia me mostraba, con evidente orgullo, una de las estaciones del Vía Crucis que habían encargado. Mirando la obra, no fui capaz de decir qué estación representaba. Todo lo que recuerdo ahora es la imagen de unas manos silueteadas sujetando en el aire unas armas modernas.
Esto es algo nefasto para una parroquia. El artista había sustituido las tradiciones de la Iglesia por sus propias ideas y el resultado era incomprensible. Es cierto que la Iglesia no tiene un “estilo” oficial y que las estaciones del Vía Crucis son tal vez una ocasión más propicia para que el artista exprese su creatividad. Pero uno debería mirar a una estación y poder reconocer en ella a Cristo ante Pilatos, o a Cristo cayendo bajo el peso de la Cruz, o a Cristo Crucificado, etc. Situarse ante una estación del Vía Crucis y preguntarse “¿Qué estoy mirando?” es una tragedia.
Esto es habitual también en el caso de la música. Me he encontrado con atroces arreglos del Gloria y del Agnus Dei que se alejaban de las palabras de la liturgia, y con himnos e instrumentos inapropiados, y todo en aras de la expresión artística del ministro.
Durante el neogótico de finales del siglo XIX y principios del XX, los estudios que fabricaban vidrieras en Alemania e Inglaterra lo comprendieron. Reutilizaron innumerables veces figuras y composiciones para producir un arte que era comprendido inmediatamente por el espectador. En lo que trabajaban duro los estudios era en conseguir calidad en la ejecución.
Ciertamente, la creatividad y la originalidad tienen su lugar en el mundo del arte, que es el don del talento artístico: pero es solo una parte. El mundo secular de los bien pagados artistas “célebres” parece haber situado la originalidad por encima de la calidad. Pero el arte sagrado debe ser justo lo contrario. La calidad y el talento del artista en la ejecución deben apreciarse más que una composición “original” que confunda a los fieles.
El don del talento artístico, como todos los dones de Dios, nos es dado, no necesariamente para desplegar nuestra originalidad, sino para servir a nuestros hermanos acercándoles a Dios.
Pax vobiscum.
Lawrence Klimecki, conocido artísticamente como Deacon Lawrence [Diácono Lawrence], es un artista, diseñador y escritor reconocido internacionalmente sobre todo por sus trabajos de arte sacro, y ordenado diácono permanente en 2009.
Publicado en The Way of Beauty.
Traducción de Carmelo López-Arias.