El clavo
Jesús no puede entrar en un corazón lleno de rencor. Tenemos que dejarle espacio… Y el sacramento de la Confesión es, con toda seguridad, la más eficaz escoba de porquería que existe.
Cada día me sorprende más el inconmensurable poder que tiene hacer una buena confesión. ¡Vaya pedazo de sacramento, querido lector! Libera, limpia, descarga, cura, consuela, alivia tristezas y colma de mil bendiciones sobrenaturales que somos incapaces de ver y sentir, porque el entendimiento del ser humano es limitado y llega solo hasta cierto punto. En cambio, el entendimiento de Dios es perfecto, querido lector… Él siempre ve más allá: lo ve todo y capta hasta el rincón más profundo de nuestro corazón herido.
El otro día supe de un ejemplo claro sobre que le quiero decir. Se trata de la vivencia de una buena amiga quien me confió un misterioso y sorprendente secreto: Isabel [nombre ficticio] había sido “liberada” de un extraño padecimiento durante una confesión reciente. Mi amiga había vivido desde niña el rechazo de un familiar que la había maltratado mucho. Su sufrimiento había sido atroz, hasta el extremo de verse obligada a romper toda relación con ese familiar hacía la friolera de treinta años. Simplemente, le daba pánico. Mujer de fe, luchaba contra los recuerdos, y, aconsejada por un sacerdote de confianza, luchaba aún más por perdonar a aquel que tanto la había traumatizado. Nada sabía de aquel hombre perverso, y no deseaba verlo nunca más…
“Intente rezar por él y pídale a Dios que le conceda el don del arrepentimiento, pues obviamente el corazón de su pariente es muy malvado… –le aconsejaba el sacerdote–. No obstante, no debe olvidar que Cristo también murió en la Cruz por él. Por ello, ore por él”.
Pero Isabel llevaba muchos años intentándolo y no lo lograba. Su pariente no cambiaba su comportamiento y, desde la lejanía, continuaba calumniándola y odiándola. Mi amiga no entendía el porqué de la maldad hacia ella… Ante la imposibilidad de orar por él, se había acostumbrado, simplemente, a colocarlo en la patena durante cada consagración. “Yo no puedo amarlo ni rezar por él –decía a Jesús durante la Eucaristía–. Pero Tú sí puedes hacerlo por mí”.
Un día, despertó tras haber tenido una desagradable pesadilla en la que aquella alma pervertida la había vuelto a atormentar. Los recuerdos la aterrorizaban y de pronto, sin saber por qué, se sintió terriblemente enfadada. Entonces cogió el teléfono y se desahogó de lo lindo conmigo. ¡Me contó muchas cosas horribles de aquel familiar y percibí mucho rencor y odio en su corazón! Le aconsejé que corriera al confesionario. “No odies a quien te odia –le dije–. Odiar nunca resuelve nada”. Isabel, haciendo de tripas corazón, siguió mi consejo.
Por la tarde me telefoneó, agitada. “¡Me ha sucedido algo muy extraño, y estoy muy feliz!”, dijo. “No te lo vas a creer, pero me parece que hoy Dios ha sanado un dolor muy profundo y muy arraigado en mí”. Entonces me relató que, durante la Confesión (durante la bendición sacerdotal final, para ser exactos), había notado algo sorprendente: sintió como si un clavo traslúcido fuera arrancado de su lengua. “Ha sido una sensación tan rara… ¡pero tan real! –decía–. Y entonces, cuando regresé a mi banco, ¡sucedió algo más increíble aún! Por primera vez en treinta años, ¡pude rezar por ese familiar! ¡Nunca lo había logrado! Después comulgué y, al sentir la Sagrada Forma en mi boca, noté como si el propio Jesús llegara hasta lo más profundo de mi corazón”.
Desde ese día, y tras esa confesión, Isabel está consiguiendo orar por ese familiar. Jesús, a través de las manos consagradas de ese sacerdote que hizo uso del sacramento de la Confesión, liberó la lengua de Isabel, que, hasta entonces, había sido incapaz de orar por aquel enemigo que tanto la hirió.
Jesús no puede entrar en un corazón lleno de rencor. Tenemos que dejarle espacio… Y el sacramento de la Confesión es, con toda seguridad, la más eficaz escoba de porquería que existe.
Haga la prueba, querido lector. ¡Corra al confesionario! Se dará cuenta de que el peso de las mil piedras que porta la mochila de su alma quedará transformado en un simple, leve y liviano polvo de amor.
Publicado en Misión.
El otro día supe de un ejemplo claro sobre que le quiero decir. Se trata de la vivencia de una buena amiga quien me confió un misterioso y sorprendente secreto: Isabel [nombre ficticio] había sido “liberada” de un extraño padecimiento durante una confesión reciente. Mi amiga había vivido desde niña el rechazo de un familiar que la había maltratado mucho. Su sufrimiento había sido atroz, hasta el extremo de verse obligada a romper toda relación con ese familiar hacía la friolera de treinta años. Simplemente, le daba pánico. Mujer de fe, luchaba contra los recuerdos, y, aconsejada por un sacerdote de confianza, luchaba aún más por perdonar a aquel que tanto la había traumatizado. Nada sabía de aquel hombre perverso, y no deseaba verlo nunca más…
“Intente rezar por él y pídale a Dios que le conceda el don del arrepentimiento, pues obviamente el corazón de su pariente es muy malvado… –le aconsejaba el sacerdote–. No obstante, no debe olvidar que Cristo también murió en la Cruz por él. Por ello, ore por él”.
Pero Isabel llevaba muchos años intentándolo y no lo lograba. Su pariente no cambiaba su comportamiento y, desde la lejanía, continuaba calumniándola y odiándola. Mi amiga no entendía el porqué de la maldad hacia ella… Ante la imposibilidad de orar por él, se había acostumbrado, simplemente, a colocarlo en la patena durante cada consagración. “Yo no puedo amarlo ni rezar por él –decía a Jesús durante la Eucaristía–. Pero Tú sí puedes hacerlo por mí”.
Un día, despertó tras haber tenido una desagradable pesadilla en la que aquella alma pervertida la había vuelto a atormentar. Los recuerdos la aterrorizaban y de pronto, sin saber por qué, se sintió terriblemente enfadada. Entonces cogió el teléfono y se desahogó de lo lindo conmigo. ¡Me contó muchas cosas horribles de aquel familiar y percibí mucho rencor y odio en su corazón! Le aconsejé que corriera al confesionario. “No odies a quien te odia –le dije–. Odiar nunca resuelve nada”. Isabel, haciendo de tripas corazón, siguió mi consejo.
Por la tarde me telefoneó, agitada. “¡Me ha sucedido algo muy extraño, y estoy muy feliz!”, dijo. “No te lo vas a creer, pero me parece que hoy Dios ha sanado un dolor muy profundo y muy arraigado en mí”. Entonces me relató que, durante la Confesión (durante la bendición sacerdotal final, para ser exactos), había notado algo sorprendente: sintió como si un clavo traslúcido fuera arrancado de su lengua. “Ha sido una sensación tan rara… ¡pero tan real! –decía–. Y entonces, cuando regresé a mi banco, ¡sucedió algo más increíble aún! Por primera vez en treinta años, ¡pude rezar por ese familiar! ¡Nunca lo había logrado! Después comulgué y, al sentir la Sagrada Forma en mi boca, noté como si el propio Jesús llegara hasta lo más profundo de mi corazón”.
Desde ese día, y tras esa confesión, Isabel está consiguiendo orar por ese familiar. Jesús, a través de las manos consagradas de ese sacerdote que hizo uso del sacramento de la Confesión, liberó la lengua de Isabel, que, hasta entonces, había sido incapaz de orar por aquel enemigo que tanto la hirió.
Jesús no puede entrar en un corazón lleno de rencor. Tenemos que dejarle espacio… Y el sacramento de la Confesión es, con toda seguridad, la más eficaz escoba de porquería que existe.
Haga la prueba, querido lector. ¡Corra al confesionario! Se dará cuenta de que el peso de las mil piedras que porta la mochila de su alma quedará transformado en un simple, leve y liviano polvo de amor.
Publicado en Misión.
Comentarios