Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Escuchar o no a Dios


Constantemente están surgiendo nuevos problemas (pensemos por ejemplo en los de Bioética, palabra que ni siquiera existía antes de 1964) a los que hay que dar solución de acuerdo con los principios evangélicos y cristianos.

por Pedro Trevijano

Opinión

El evangelio del segundo domingo de Cuaresma lo dedica la Iglesia a la Transfiguración de Jesucristo. El mensaje de Dios Padre es:  “Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadlo”. Ahora bien, podemos preguntarnos, ¿qué significa éste “escuchadlo”?

Jesús inicia su predicación en el evangelio de Marco con la frase “Convertíos y creed en el evangelio” (Mc 1,15), y la termina con “Id al mundo entero y proclamad el evangelio a toda la Creación” (Mc 16,15), mientras Mateo concluye así: “Haced discípulos a todos los pueblos… enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt 28,19-20). Con lo que las preguntas obvias son: ¿en qué consiste el evangelio?, ¿cuáles son los mandatos de Jesús?

El Evangelio es la Buena Noticia que el designio salvador de Dios se ha cumplido gracias a la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Pero, ¿cuáles son los mandatos de Jesús? A lo largo y ancho del Nuevo Testamento nos vamos encontrando los mandamientos de Jesús, de los que el más importante es el mandato del amor (Mt 22,34-40; Mc 12,28-31; Lc 10,25-28).

Además, para cumplir la voluntad del Padre, Cristo inauguró por medio de su Iglesia el Reino de los cielos en la tierra (cf. CEC 763), Reino que ya se ha iniciado, que todavía no ha llegado a su plenitud, pero que tiene una estructura eclesial que permanecerá hasta la plena consumación del Reino, pues Jesús nos anuncia: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28,20). Existe, por tanto, una profunda conexión entre Cristo y la Iglesia, expresada especialmente en Mt 16,18: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará”.

Para realizar en el tiempo esta misión contamos con la ayuda de la Revelación, es decir, la Escritura en el Antiguo y sobre todo en el Nuevo Testamento, así como de la Tradición, que transmite lo que nos viene de los apóstoles y ellos aprendieron del Espíritu Santo, sin olvidar el Magisterio de la Iglesia ni la Doctrina de los Padres de la Iglesia, es decir los escritores eclesiásticos de los primeros siglos, Doctores y Teólogos. Y es que, con el fluir de la vida, constantemente están surgiendo nuevos problemas (pensemos por ejemplo en los de Bioética, palabra que ni siquiera existía antes de 1964) a los que hay que dar solución de acuerdo con los principios evangélicos y cristianos.

Por lo dicho está claro que no se puede separar a Cristo de la Iglesia, si Ésta es el Cuerpo de Cristo. Y si nosotros somos miembros del Cuerpo de Cristo (1 Cor 6,15; 12,12-26; Ef 5,30), nuestra conducta, y por tanto nuestra conciencia, que es su criterio inspirador, han de ser fundamentalmente eclesiales. Y sobre nuestra conciencia nos dice el Concilio Vaticano II: “En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley, cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad”.

Y si no escuchamos a Dios, ¿qué pasa? Entre los muchos textos de la Escritura que nos hablan de este problema, entresaco dos: “Dice en su corazón el necio: ‘No hay Dios’. Se han corrompido, hicieron cosas abominables, no hay quien haga el bien” (Sal. 14,1) y “¡Ay de los que al mal llaman bien y al bien mal; de la luz hacen tinieblas y de las tinieblas luz!” ( Isaías 5,20).

Pero ha sido Pío XI, en célebre encíclica Mit brenneder Sorge contra el nazismo, quien escribe el texto del Magisterio eclesial que más me gusta sobre el tema: “34. Sobre la fe en Dios, genuina y pura, se funda la moralidad del género humano. Todos los intentos de separar la doctrina del orden moral de la base granítica de la fe, para reconstruirla sobre la arena movediza de normas humanas, conducen, pronto o tarde, a los individuos y a las naciones a la decadencia moral. El necio que dice en su corazón: No hay Dios, se encamina a la corrupción moral (Sal 14,1). Y estos necios, que presumen separar la moral de la religión, constituyen hoy legión. No se percatan, o no quieren percatarse, de que desterrar de las escuelas y de la educación la enseñanza confesional, o sea, la noción clara y precisa del cristianismo, impidiéndole contribuir a la formación de la sociedad y de la vida pública, es caminar al empobrecimiento y decadencia moral”. Recordemos la quiebra total de valores morales, religiosos y hasta económicos que han traído consigo el nazismo y el comunismo. Conviene recordarlo, porque si llega Podemos al poder, debemos esperar no lo malo, sino lo peor.
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