Verdadero hombre de Iglesia
Como verdadero hombre de Iglesia, Fernando Sebastián ha cambiado si había que cambiar y ha mantenido lo que había que mantener, en ambos casos contra la dictadura de la opinión y de las modas.
por José Luis Restán
Fernando Sebastián es una de las personalidades más ricas y sugestivas del panorama eclesial español de los últimos cincuenta años. Sus Memorias recién publicadas por Ediciones Encuentro constituyen un instrumento indispensable para dar razón de este ya largo tramo de historia de nuestro país y de la Iglesia.
Sin embargo, como él mismo nos advierte, no se trata de unas “memorias al uso”: que nadie busque un elenco ordenado y exhaustivo de los acontecimientos. Más bien se trata de un verdadero ejercicio de memoria, es decir, un juicio reposado y sereno de aquellos acontecimientos que más han marcado su vida y en los que él ha sido, de uno u otro modo, protagonista.
Una primera evidencia es que estamos ante un hombre inclasificable según los esquemas habituales. Su originalidad y libertad le han permitido rendir grandes servicios en momentos difíciles, pero también le han supuesto la correspondiente cuota de sufrimiento y de soledad. Con una punta de ironía, exenta de resentimiento, Sebastián contempla las imágenes que de él han ido dibujando unos y otros: el peligroso progresista frente al correoso conservador; el hombre del diálogo versus el férreo inquisidor doctrinal; el obispo aragonés impuesto en tierra supuestamente euskaldún o el sinuoso vasquista. En fin, el “taranconiano” de primera hora, convertido años después en látigo del laicismo, a través de sus cartas semanales durante el periodo de Zapatero.
Don Fernando no ha sido nunca complaciente ni dulzón, ni consigo mismo ni con los demás. No ha sido un hombre apegado a esquemas fijos, sino dispuesto a aprender de la realidad, una realidad en la que siempre ha sabido descubrir el actuar de Dios, y a la que ha intentado responder desde una lealtad purísima a la Madre Iglesia. Y como verdadero hombre de Iglesia, ha cambiado si había que cambiar y ha mantenido lo que había que mantener, en ambos casos contra la dictadura de la opinión y de las modas.
Estas Memorias son imprescindibles, por ejemplo, para entender adecuadamente cómo vivieron los católicos el paso del franquismo a la democracia en España, el apoyo decidido de los obispos a la reconciliación y al nuevo sistema democrático plasmado en la Constitución del 78: “veo con claridad que mi generación… teníamos la misión de llevar a término la transformación de nuestra Iglesia para adaptarla a la nueva sociedad española en un contexto de libertad, pluralismo y secularización, guiados por las enseñanzas del Vaticano II”.
Cuenta Don Fernando que aquellos años fueron un tiempo de gracia, pero después se vio que el cambio verdadero es más difícil de lo que entonces parecía. La tarea no está concluida, quizás no lo esté nunca. De hecho “han vuelto a aparecer los enfrentamientos excluyentes y los radicalismos intolerantes, la desconfianza hacia la Iglesia y el menosprecio de la religión”. Y al contemplar la encrucijada actual advierte que “en cualquier hipótesis, los cristianos tenemos que ser fermento de reconciliación y de sincera convivencia”.
Otro punto de atención constante se refiere a la situación interna de la Iglesia, en España y en el contexto europeo en general. Me ha impresionado un párrafo en el que se pregunta “si en algún momento ha habido en nuestras iglesias occidentales tanta inseguridad y tanta dispersión; es como si de repente un organismo bien trabado hubiese explotado en mil pedazos… hay mucha gente escandalizada, que nos critica y piensa que los obispos no cumplimos con nuestro deber; puede ser que hayamos sido demasiado condescendientes, pero no saben lo difícil que es corregir todo a la vez, cuando tienes delante tanta dispersión y tanta anarquía”.
Y concluye observando que todavía hará falta tiempo para recomponer la unidad y serenar la vida de la Iglesia. En todo caso, en las páginas finales expresa tres deseos para la renovación eclesial que merecen atención: una renovación basada en la primacía del amor sobrenatural en la vida personal y comunitaria; una reforma de la práctica de los bautismos, estableciendo un catecumenado de conversión previo en aquellos casos en que no existe una pertenencia clara a la vida de la Iglesia; y una praxis más exigente a la hora de celebrar el matrimonio sacramental.
Una de las maravillas de este libro consiste en la posibilidad que nos ofrece de gustar, sentir y sufrir la vida eclesial desde dentro. Evidentemente, desde el corazón de un pastor que nunca se ha puesto de perfil: que experimenta la resistencia al cambio, la desobediencia abierta, las perplejidades del momento, a veces la incomprensión de los que deberían ser más amigos y compañeros. También las propias limitaciones y pecados, que Don Fernando no esconde. Nunca ha sido fácil el ministerio episcopal, quizás ahora menos que nunca. En este sentido, las páginas dedicadas a narrar sus catorce años al frente de la Iglesia en Navarra son verdaderamente impresionantes por su sobriedad y precisión.
En estas Memorias encontramos también una preciosa documentación de la vida de la Iglesia como renovación en la continuidad. El cardenal Sebastián contempla con serena inteligencia llena de gratitud ese paso dramático en la historia, hecho de circunstancias y temperamentos diversos. Es precioso, en este sentido, el relato de sus relaciones con los tres últimos papas, y la finura con la que perfila cada una de sus figuras sin absurdas dialécticas o contraposiciones.
En este vistazo, forzosamente “impresionista”, quiero destacar también la claridad con la que el cardenal muestra cómo la fe lleva a plenitud todas las dimensiones de lo humano: la razón, tan importante para el teólogo Sebastián; la libertad, que requiere una orientación y una brújula para no convertirse en desquicie; el afecto, tan sólido y profundo, aunque expresado a veces con un punto de rudeza muy propio de su carácter.
Es conmovedor el relato del viaje en coche, desde Málaga a Pamplona, para tomar posesión de su nueva sede episcopal, con su madre ya enferma de Alzheimer. Verdaderamente la fe no nos ahorra ninguna circunstancia amarga, pero nos permite vivirla en pie y con esperanza cierta.
Desde la atalaya de sus ochenta y seis años Don Fernando tiene sobre todo una mirada agradecida, pero no aséptica ni políticamente correcta. Nadie tiene por qué coincidir con todas sus opiniones (algo que, para empezar, a él mismo le parecería estúpido) y a veces mete el bisturí de un modo que puede provocar más de un respingo. Yo se lo agradezco, incluso en los pasajes de los que puedo cordialmente disentir.
Por otra parte, Sebastián, con toda su genialidad y con las limitaciones que impone siempre una época concreta, es hijo de una tradición y se explica en relación con ella. Un motivo más para estar orgullosos y agradecidos, lo cual no tiene que ver nada con la autocomplacencia.
Pensando en lo que ahora nos espera, me quedo con su recomendación de no ceder a las añoranzas: lo nuestro “es cuestión de paciencia, de claridad en el testimonio y de liderazgo moral”. Y como respondió a quien recomendaba a los obispos llevarse bien con los socialistas, porque su llegada al poder era supuestamente irreversible: “bueno, ya veremos, la Iglesia ha tratado con varios Imperios irreversibles, que luego se han quedado en el camino”.
© PáginasDigital.es
Sin embargo, como él mismo nos advierte, no se trata de unas “memorias al uso”: que nadie busque un elenco ordenado y exhaustivo de los acontecimientos. Más bien se trata de un verdadero ejercicio de memoria, es decir, un juicio reposado y sereno de aquellos acontecimientos que más han marcado su vida y en los que él ha sido, de uno u otro modo, protagonista.
Una primera evidencia es que estamos ante un hombre inclasificable según los esquemas habituales. Su originalidad y libertad le han permitido rendir grandes servicios en momentos difíciles, pero también le han supuesto la correspondiente cuota de sufrimiento y de soledad. Con una punta de ironía, exenta de resentimiento, Sebastián contempla las imágenes que de él han ido dibujando unos y otros: el peligroso progresista frente al correoso conservador; el hombre del diálogo versus el férreo inquisidor doctrinal; el obispo aragonés impuesto en tierra supuestamente euskaldún o el sinuoso vasquista. En fin, el “taranconiano” de primera hora, convertido años después en látigo del laicismo, a través de sus cartas semanales durante el periodo de Zapatero.
Don Fernando no ha sido nunca complaciente ni dulzón, ni consigo mismo ni con los demás. No ha sido un hombre apegado a esquemas fijos, sino dispuesto a aprender de la realidad, una realidad en la que siempre ha sabido descubrir el actuar de Dios, y a la que ha intentado responder desde una lealtad purísima a la Madre Iglesia. Y como verdadero hombre de Iglesia, ha cambiado si había que cambiar y ha mantenido lo que había que mantener, en ambos casos contra la dictadura de la opinión y de las modas.
Estas Memorias son imprescindibles, por ejemplo, para entender adecuadamente cómo vivieron los católicos el paso del franquismo a la democracia en España, el apoyo decidido de los obispos a la reconciliación y al nuevo sistema democrático plasmado en la Constitución del 78: “veo con claridad que mi generación… teníamos la misión de llevar a término la transformación de nuestra Iglesia para adaptarla a la nueva sociedad española en un contexto de libertad, pluralismo y secularización, guiados por las enseñanzas del Vaticano II”.
Cuenta Don Fernando que aquellos años fueron un tiempo de gracia, pero después se vio que el cambio verdadero es más difícil de lo que entonces parecía. La tarea no está concluida, quizás no lo esté nunca. De hecho “han vuelto a aparecer los enfrentamientos excluyentes y los radicalismos intolerantes, la desconfianza hacia la Iglesia y el menosprecio de la religión”. Y al contemplar la encrucijada actual advierte que “en cualquier hipótesis, los cristianos tenemos que ser fermento de reconciliación y de sincera convivencia”.
Otro punto de atención constante se refiere a la situación interna de la Iglesia, en España y en el contexto europeo en general. Me ha impresionado un párrafo en el que se pregunta “si en algún momento ha habido en nuestras iglesias occidentales tanta inseguridad y tanta dispersión; es como si de repente un organismo bien trabado hubiese explotado en mil pedazos… hay mucha gente escandalizada, que nos critica y piensa que los obispos no cumplimos con nuestro deber; puede ser que hayamos sido demasiado condescendientes, pero no saben lo difícil que es corregir todo a la vez, cuando tienes delante tanta dispersión y tanta anarquía”.
Y concluye observando que todavía hará falta tiempo para recomponer la unidad y serenar la vida de la Iglesia. En todo caso, en las páginas finales expresa tres deseos para la renovación eclesial que merecen atención: una renovación basada en la primacía del amor sobrenatural en la vida personal y comunitaria; una reforma de la práctica de los bautismos, estableciendo un catecumenado de conversión previo en aquellos casos en que no existe una pertenencia clara a la vida de la Iglesia; y una praxis más exigente a la hora de celebrar el matrimonio sacramental.
Una de las maravillas de este libro consiste en la posibilidad que nos ofrece de gustar, sentir y sufrir la vida eclesial desde dentro. Evidentemente, desde el corazón de un pastor que nunca se ha puesto de perfil: que experimenta la resistencia al cambio, la desobediencia abierta, las perplejidades del momento, a veces la incomprensión de los que deberían ser más amigos y compañeros. También las propias limitaciones y pecados, que Don Fernando no esconde. Nunca ha sido fácil el ministerio episcopal, quizás ahora menos que nunca. En este sentido, las páginas dedicadas a narrar sus catorce años al frente de la Iglesia en Navarra son verdaderamente impresionantes por su sobriedad y precisión.
En estas Memorias encontramos también una preciosa documentación de la vida de la Iglesia como renovación en la continuidad. El cardenal Sebastián contempla con serena inteligencia llena de gratitud ese paso dramático en la historia, hecho de circunstancias y temperamentos diversos. Es precioso, en este sentido, el relato de sus relaciones con los tres últimos papas, y la finura con la que perfila cada una de sus figuras sin absurdas dialécticas o contraposiciones.
En este vistazo, forzosamente “impresionista”, quiero destacar también la claridad con la que el cardenal muestra cómo la fe lleva a plenitud todas las dimensiones de lo humano: la razón, tan importante para el teólogo Sebastián; la libertad, que requiere una orientación y una brújula para no convertirse en desquicie; el afecto, tan sólido y profundo, aunque expresado a veces con un punto de rudeza muy propio de su carácter.
Es conmovedor el relato del viaje en coche, desde Málaga a Pamplona, para tomar posesión de su nueva sede episcopal, con su madre ya enferma de Alzheimer. Verdaderamente la fe no nos ahorra ninguna circunstancia amarga, pero nos permite vivirla en pie y con esperanza cierta.
Desde la atalaya de sus ochenta y seis años Don Fernando tiene sobre todo una mirada agradecida, pero no aséptica ni políticamente correcta. Nadie tiene por qué coincidir con todas sus opiniones (algo que, para empezar, a él mismo le parecería estúpido) y a veces mete el bisturí de un modo que puede provocar más de un respingo. Yo se lo agradezco, incluso en los pasajes de los que puedo cordialmente disentir.
Por otra parte, Sebastián, con toda su genialidad y con las limitaciones que impone siempre una época concreta, es hijo de una tradición y se explica en relación con ella. Un motivo más para estar orgullosos y agradecidos, lo cual no tiene que ver nada con la autocomplacencia.
Pensando en lo que ahora nos espera, me quedo con su recomendación de no ceder a las añoranzas: lo nuestro “es cuestión de paciencia, de claridad en el testimonio y de liderazgo moral”. Y como respondió a quien recomendaba a los obispos llevarse bien con los socialistas, porque su llegada al poder era supuestamente irreversible: “bueno, ya veremos, la Iglesia ha tratado con varios Imperios irreversibles, que luego se han quedado en el camino”.
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