La Escritura y la mujer
En la Iglesia primitiva las mujeres gozaban de un estatus más elevado del que disponían en el mundo grecorromano en general, lo que contribuyó a que fueran las grandes promotoras del Cristianismo.
por Pedro Trevijano
Nos preguntamos: ¿la Biblia, qué es lo que piensa de la mujer?
El Antiguo Testamento contiene tal pluralidad de costumbres, normas y perspectivas que no es posible afirmar que prevalezca una sola voz. En los relatos bíblicos aparecen las mujeres desempeñando diversidad de cometidos: jefes, profetas y jueces, pero también meros objetos sexuales. Los textos básicos son los que hacen referencia a la creación del hombre y de la mujer, es decir, las dos narraciones del Génesis.
En las enseñanzas de Jesús, así como en su modo de comportarse, no se encuentra nada que refleje la habitual discriminación de la mujer, propia del tiempo; por el contrario, “sus palabras y sus obras expresan siempre el respeto y el honor debido a la mujer” (Carta de san Juan Pablo II Mulieris dignitatem nº 13), “siendo algo universalmente aceptado -incluso por parte de quienes se ponen en actitud crítica ante el mensaje cristiano- que Cristo fue ante sus contemporáneos el promotor de la verdadera dignidad de la mujer y de la vocación correspondiente a esta dignidad. Lo cierto es que Jesús trajo a las mujeres a su cercanía como hasta entonces difícilmente hubiese sido imaginable. A veces esto provocaba estupor, sorpresa, incluso llegaba hasta el límite del escándalo. “Se sorprendían de que hablara con una mujer” (Jn 4,27) porque este comportamiento era diverso del de los israelitas de su tiempo” (MD 12). Y cuando “una mujer de entre el gentío levantó la voz diciendo: ´¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!´. Pero Él dijo: ´Más bien dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan´” (Lc 11,27-28), corrección ésta que saca a María y con ella a todas las mujeres del ámbito de la naturaleza y de la “función” para pasarlas al de la persona, es decir, a su verdadera dignidad que no le viene a la mujer por su capacidad de engendrar y parir, sino por la de su responsabilidad para dar a los llamamientos divinos una respuesta libre.
En el resto del Nuevo Testamento el texto fundamental es Gál 3,28: “Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer; ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”; junto con la afirmación de 1 Pe 3,7: “Coherederas que son también de la gracia de la vida”. Estos textos no niegan las diferencias entre los seres humanos, sino que afirman que éstas son superables porque proclaman que la vocación a formar parte del pueblo de Dios y a la santidad abarca a todos los seres humanos sin excepción y suponen una igualdad fundamental mucho más fuerte que cualquier otra diferenciación, que se situará siempre a un nivel menos profundo. Todavía más, en los relatos de la Pasión ellas no le fallan a Jesús, cosa que no puede decirse de los varones. En el libro de los Hechos vemos a las mujeres como miembros de pleno derecho de la Iglesia (1,14; 12,2), ocupadas en trabajos caritativos (9,36), en la enseñanza de la Palabra (18,26), y en la Profecía (21,9). En Romanos las encontramos como diaconisas (16,1) y colaboradoras cercanas de Pablo, que les dedica comentarios muy elogiosos (16,312).
En la Iglesia primitiva las mujeres gozaban de un estatus más elevado del que disponían en el mundo grecorromano en general, lo que contribuyó a que fueran las grandes promotoras del Cristianismo. Además, la incorporación a la comunidad cristiana ya se hacía por medio del bautismo, rito de iniciación igual para todos los que querían ser miembros de la comunidad cristiana. La prohibición del aborto y del infanticidio, del que las niñas eran las principales víctimas, así como la condena del divorcio, incesto, infidelidad marital y poligamia hace que la visión cristiana sobre las mujeres sea mucho más favorable a ellas que la de los paganos, lo que sigue sucediendo hoy en día, pues en los países donde está llegando el cristianismo está suponiendo un notable avance en la promoción y condición social de las mujeres.
Además la práctica de la Iglesia primitiva de admitir al bautismo a esposas y esclavos, fuera del marco de las conversiones de casas enteras, es un indicio importante de la dirección que tomaba ya la reflexión cristiana sobre la persona.
El Antiguo Testamento contiene tal pluralidad de costumbres, normas y perspectivas que no es posible afirmar que prevalezca una sola voz. En los relatos bíblicos aparecen las mujeres desempeñando diversidad de cometidos: jefes, profetas y jueces, pero también meros objetos sexuales. Los textos básicos son los que hacen referencia a la creación del hombre y de la mujer, es decir, las dos narraciones del Génesis.
En las enseñanzas de Jesús, así como en su modo de comportarse, no se encuentra nada que refleje la habitual discriminación de la mujer, propia del tiempo; por el contrario, “sus palabras y sus obras expresan siempre el respeto y el honor debido a la mujer” (Carta de san Juan Pablo II Mulieris dignitatem nº 13), “siendo algo universalmente aceptado -incluso por parte de quienes se ponen en actitud crítica ante el mensaje cristiano- que Cristo fue ante sus contemporáneos el promotor de la verdadera dignidad de la mujer y de la vocación correspondiente a esta dignidad. Lo cierto es que Jesús trajo a las mujeres a su cercanía como hasta entonces difícilmente hubiese sido imaginable. A veces esto provocaba estupor, sorpresa, incluso llegaba hasta el límite del escándalo. “Se sorprendían de que hablara con una mujer” (Jn 4,27) porque este comportamiento era diverso del de los israelitas de su tiempo” (MD 12). Y cuando “una mujer de entre el gentío levantó la voz diciendo: ´¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!´. Pero Él dijo: ´Más bien dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan´” (Lc 11,27-28), corrección ésta que saca a María y con ella a todas las mujeres del ámbito de la naturaleza y de la “función” para pasarlas al de la persona, es decir, a su verdadera dignidad que no le viene a la mujer por su capacidad de engendrar y parir, sino por la de su responsabilidad para dar a los llamamientos divinos una respuesta libre.
En el resto del Nuevo Testamento el texto fundamental es Gál 3,28: “Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer; ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”; junto con la afirmación de 1 Pe 3,7: “Coherederas que son también de la gracia de la vida”. Estos textos no niegan las diferencias entre los seres humanos, sino que afirman que éstas son superables porque proclaman que la vocación a formar parte del pueblo de Dios y a la santidad abarca a todos los seres humanos sin excepción y suponen una igualdad fundamental mucho más fuerte que cualquier otra diferenciación, que se situará siempre a un nivel menos profundo. Todavía más, en los relatos de la Pasión ellas no le fallan a Jesús, cosa que no puede decirse de los varones. En el libro de los Hechos vemos a las mujeres como miembros de pleno derecho de la Iglesia (1,14; 12,2), ocupadas en trabajos caritativos (9,36), en la enseñanza de la Palabra (18,26), y en la Profecía (21,9). En Romanos las encontramos como diaconisas (16,1) y colaboradoras cercanas de Pablo, que les dedica comentarios muy elogiosos (16,312).
En la Iglesia primitiva las mujeres gozaban de un estatus más elevado del que disponían en el mundo grecorromano en general, lo que contribuyó a que fueran las grandes promotoras del Cristianismo. Además, la incorporación a la comunidad cristiana ya se hacía por medio del bautismo, rito de iniciación igual para todos los que querían ser miembros de la comunidad cristiana. La prohibición del aborto y del infanticidio, del que las niñas eran las principales víctimas, así como la condena del divorcio, incesto, infidelidad marital y poligamia hace que la visión cristiana sobre las mujeres sea mucho más favorable a ellas que la de los paganos, lo que sigue sucediendo hoy en día, pues en los países donde está llegando el cristianismo está suponiendo un notable avance en la promoción y condición social de las mujeres.
Además la práctica de la Iglesia primitiva de admitir al bautismo a esposas y esclavos, fuera del marco de las conversiones de casas enteras, es un indicio importante de la dirección que tomaba ya la reflexión cristiana sobre la persona.
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