El matrimonio, institución y alianza
El amor es el ser mismo del matrimonio, hasta el punto de que éste se puede considerar como la institución del amor conyugal o como el amor conyugal institucionalizado, si bien la Iglesia prefiere para referirse al matrimonio el término más bíblico de alianza.
por Pedro Trevijano
A la hora de preguntarnos sobre qué es el matrimonio, debemos responder que no es una simple unión de vidas, sino un conjunto de relaciones humanas, una integración de las personas en un «nosotros» que no resulta de la absorción o eliminación del «yo» y del «tú», sino de la conjunción del «yo» con el «tú» y del «tú» con el «yo», integración que se realiza dinámicamente dentro de la convivencia conyugal con actividades o comportamientos de todo tipo (económicos, afectivos, morales, espirituales, sexuales, etc.) que el uno al otro se deben como cónyuges y que están presididos por el amor.
El amor conyugal, como todo amor, tiene sus reglas: exige entrega, renuncia de sí mismo, igualdad, correspondencia, respeto, intimidad, generosidad, gratuidad, sacrificio, altruismo, y sobre todo quiere ser duradero. El matrimonio es una forma de llevar el amor de las personas que lo integran a su plenitud, porque está al servicio de la felicidad y de la vida, así como, si se trata del matrimonio cristiano, también de la santidad. El amor es, por tanto, el ser mismo del matrimonio, hasta el punto de que éste se puede considerar como la institución del amor conyugal o como el amor conyugal institucionalizado, si bien la Iglesia prefiere para referirse al matrimonio el término más bíblico de alianza.
Por todo esto, hay que sostener con firmeza que los elementos institucional y jurídico tienen también un papel que desempeñar en el matrimonio, que no es desde luego una simple cuestión privada que sólo concierne a los esposos, sino que tiene importantísimas consecuencias sociales, como la familia. El matrimonio es la base de la familia y ésta es el lugar más adecuado para generar y educar la prole. Las leyes, aunque no son el amor ni pueden sustituirlo, deben proteger al matrimonio y acompañarle para que progrese, madure y dé origen a una familia.
Una forma de estabilidad en la sociedad
Es obvio que el buen orden de la sociedad es facilitado cuando el matrimonio y la familia se configuran como una realidad estable, que es también el lugar ideal para que surjan nuevas vidas fruto del amor de los esposos entre sí, pues familia y vida van íntimamente unidas. La institución matrimonial no sólo no obstaculiza el amor, sino que lo protege dándole seriedad y firmeza y le ayuda a crear una nueva comunidad familiar. La ley institucional del matrimonio concede e impone a ambos cónyuges unos derechos y obligaciones en orden al cumplimiento de las finalidades matrimoniales.
Los derechos fundamentales no son sólo postulados de la libertad individual, sino que la persona humana encuentra apoyo en diversas sociedades e instituciones como el matrimonio y la familia para avanzar en su desarrollo. El matrimonio debe edificarse sobre unas personas capaces de cumplir con sus deberes y obligaciones y de asumir sus correspondientes derechos. Es obvio que se requiere una cierta madurez para poder llevar a cabo este compromiso tan serio.
La salud física y mental, los valores morales, las virtudes personales son el verdadero soporte y fundamento del matrimonio. Es un dato constante y tradicional de la Iglesia que el matrimonio es una institución natural, entendiendo por natural que el fundamento y contenidos esenciales de la unión estable entre un varón y una mujer responden a las exigencias de nuestra naturaleza.
Impulso innato hacia el matrimonio
El matrimonio no es sólo una institución perteneciente al orden natural, que humaniza la sexualidad y la transmisión de la vida, sino que es también un estado al que el ser humano se ve atraído por un impulso innato, una situación a la que se ve empujado por su propio desarrollo psicofísico e incluso se puede decir que la naturaleza se encarga de madurar y hacer aptos para el matrimonio tanto al varón como a la mujer.
El Vaticano II nos habla del matrimonio como institución humana, siendo esta asociación la primera forma de comunión de personas (Gaudium et Spes nº 12). Cristo sale al encuentro del matrimonio a través del sacramento (GS nº 48), asumiendo la realidad sacramental el matrimonio natural, doctrina ésta que encontramos en san Pablo (Ef 5,32) y ha sido definida en los concilios de Lyon, Florencia y Trento.
«La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y característicos» (Catecismo de la Iglesia Católica nº 1603). «La unión matrimonial exige el respeto y el perfeccionamiento de la verdadera subjetividad personal de ambos. La mujer no puede convertirse en “objeto” de “dominio” y de “posesión” masculina» (Mulieris Dignitatem nº 10), ni la relación interpersonal puede reducirse a la sexualidad genital o al erotismo.
El matrimonio es una institución necesaria para el amor de la pareja, aunque por supuesto no se puede reducirlo a puro ordenamiento jurídico. Casarse es algo más que un mero formalismo burocrático destinado a obtener una documentación legal. El ordenamiento jurídico no suple la decisión del corazón, pero la protege, permitiendo la institución matrimonial establecer unas relaciones jurídicas que aseguran una protección real a las personas. Describir el matrimonio como institución equivale a identificarlo con algo que existe de por sí como realidad establecida previamente a cualquier pacto entre los contrayentes, que brota de las mismas raíces de la vida y experiencias humanas y que es materia adecuada de estudio para las diversas ciencias del hombre, y no sólo objeto de legislación positiva.
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