La alegría de Pablo VI
El 6 de agosto, fiesta de la Transfiguración del Señor, se cumplen cuarenta años del fallecimiento de Pablo VI, el pontífice que será canonizado el próximo 14 de octubre en Roma. Aquel 1978 la Transfiguración caía en domingo, y el Papa tenía estas reflexiones preparadas para el Angelus, aunque no las pudo pronunciar: “La Transfiguración del Señor arroja una luz deslumbrante sobre nuestra vida cotidiana y nos lleva a dirigir la atención al destino inmortal que se esconde detrás de aquel acontecimiento”.
El Papa Francisco tiene una especial veneración por Pablo VI y lo ha manifestado en algunos de los principales documentos de su pontificado. En efecto, la exhortación apostólica Evangelii gaudium (2013) tiene como referencia otra exhortación, la Gaudete in Domino (1975) de Pablo VI. El eje conductor de ambas es la alegría, tema presente además en la reciente Gaudete et exsultate, publicada el pasado mes de abril, y que constituye una invitación a la santidad. “Alegraos y regocijaos”, leemos en Mt 5, 12, en el contexto del sermón de las bienaventuranzas, los ocho rasgos definidores de Jesús y de quienes quieran ser sus discípulos. Y es que los santos solo pueden ser alegres, pues como decía Santa Teresa de Jesús, un santo triste es un triste santo.
Pablo VI recordó, en su exhortación apostólica Gaudete in Domino (1975), que sólo un creyente que exultaba de júbilo, como el filósofo y matemático Blaise Pascal, podía gritar «alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría». En el mismo documento, el Papa mencionó a otro escritor francés, George Bernanos, considerado por algunos como un profeta de la alegría. Su alegría no era cualquier cosa, sino la alegría evangélica de los humildes, pues aquel escritor, tan exigente consigo mismo, nunca se dejó engañar por las simples llamadas que hacen algunos al optimismo. Esto no le resultaba suficiente, pues este optimismo, superficial y sin raíces, era tachado por Bernanos de sucedáneo de la esperanza.
Uno de los mejores biógrafos de Pablo VI, el sacerdote y periodista Carlo Cremona, calificó a este Pontífice de maestro de la alegría, saliendo al paso de ese tópico, no apagado del todo hoy, que lo convierte en una especie de angustiado Hamlet, un Papa indeciso y atormentado por las dudas. Por el contrario, Cremona afirmaba que Pablo VI era alegre porque estaba abierto al diálogo con todos, y se gozaba en la amistad, aunque no se pueden ocultar los sufrimientos morales y espirituales por los que pasó en los últimos años de su pontificado. Eran su particular cruz, lo que seguramente hace de él uno de los Papas más sufridos de la Historia. De hecho, en su testamento, fechado en 1965, definió la cátedra de Pedro como «suprema, tremenda y santísima». Pero tendría que soportar todavía pruebas mayores, en las que el dolor, aunque no la tristeza, llegaría a través de las incomprensiones, las críticas y los silencios. Con todo, en ese mismo testamento, expresa su agradecimiento a Dios por «haber tenido el gozo y la misión de servir a las almas, a los hermanos, a los jóvenes, a los pobres y al pueblo de Dios», al tiempo que recuerda sus años en Roma al lado de Pío XII, el episcopado en Milán o la elevación al pontificado.
La alegría de Pablo VI, caracterizada muchas veces por una gozosa serenidad en sus ojos y en su rostro, se fundamentaba en la roca firme de su fe y brotaba de la certeza de aceptar constantemente la voluntad divina. Seguía, sin duda, a Santo Tomás de Aquino, al señalar que la verdadera alegría se halla en la vivencia de una real armonía con lo creado, en una auténtica comunión con los demás, cuyo fundamento reside en la comunión con Dios. La alegría es el fruto de esa determinada visión del hombre y de Dios que nos aporta la fe. Sobre este particular, citaba Pablo VI, en Gaudete in Domino, el pasaje evangélico: «Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo será luminoso» (Lc 11, 34). Podemos añadir que, cuando nuestra fe nos pide verlo todo con ojos nuevos, estamos abriendo el camino para llenarnos de la caridad, esa caridad que se alegra con la verdad, que cree siempre, espera siembre, lo excusa todo y lo soporta todo (1 Cor 13, 6-7).
Pese a las dificultades de un camino áspero, trazado por las incomprensiones de quienes se parapetaban en las trincheras del conservadurismo o del progresismo, Pablo VI era consciente de que la alegría brota en la Iglesia desde el momento en que empieza el anuncio de la fe cristiana. Fue en aquel domingo de Pentecostés cuando Pedro y los demás apóstoles exponen abiertamente su testimonio en Jerusalén. Recordaba esta escena en otra exhortación apostólica, de 1975, Evangelii nuntiandi, con la que se conmemoraba el décimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II: “Aquellos primeros testigos estaban llenos de una alegría, que no puede describirse fácilmente, era algo que les hacía compartirlo todo con gran alegría y sencillez de corazón (cf. Hch 2, 46). Son unos testigos que se ven impelidos en su interior a proclamar lo que han visto y oído, y su alegría sobreabundante es fruto del Espíritu Santo (cf. Gal 5,22)”.
Publicado en El Pilar (julio-agosto de 2018).
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