No hay identidad cristiana sin historia
No lo entienden los que postulan un cristianismo reducido a valores (laboratorio), ni quienes a cada paso se salen fuera del camino para juzgar una historia que el Señor lleva
por José Luis Restán
El cristiano no es un hombre o una mujer de laboratorio, sino que está injertado en un pueblo que tiene una historia larga, y sigue caminando hasta que el Señor vuelva. La frase tiene, desde luego, el sabor de Jorge Bergoglio. Pero es además una indicación fuerte del Sucesor de Pedro que no podemos dar por sabida o descontada. “Los apóstoles no anunciaban a un Jesús sin historia”, insistía el Papa Francisco en una reciente homilía en Santa Marta. Anunciaban a Jesús que vino dentro de la historia del pueblo de Israel, un pueblo al que Dios hizo caminar durante siglos, atravesando desiertos, exilios y rebeliones, hasta llegar a la madurez de los tiempos.
Y esto, con frecuencia, no lo entendemos. No lo entienden los que postulan un cristianismo reducido a valores (laboratorio), ni quienes a cada paso se salen fuera del camino para juzgar una historia que el Señor lleva. En el fondo nos pasa a todos, porque un cristianismo de laboratorio nos permite controlar, clasificar y planificar. Pero el camino del pueblo por el desierto (o sea, a través de las circunstancias, positivas o adversas) nos tiene siempre en el disparadero, nos obliga a jugarnos la libertad, a decir nuevamente sí, a confiar en la forma, los signos y las personas que el Señor dispone en cada momento para conducir a su pueblo.
El Papa vuelve a dar la clave cuando dice que “el cristiano no se pertenece a sí mismo”. Escándalo tremendo para la opinión común, incluidos no pocos católicos. No se pertenece a sí mismo porque no puede darse (sería estúpido pensarlo, pero…) lo que le hace cristiano: la gracia de un encuentro, el encuentro con “Uno que murió y ahora vive”, y que sigue actuando en la vida de un pueblo. Por eso pertenecer a la Madre Iglesia tal como es, no como cada uno la diseñaría, es la clave. Por el contrario afirmar valores abstractos fuera de esa partencia dramática sólo conduce a transformar la fe en una ideología insípida y estéril.
No hay ningún halo rosa en la descripción de Francisco, ningún intento de edulcorar la historia: “cuántos pecadores, cuántos crímenes”… sí, ayer y hoy, en la historia de la Iglesia. Porque no es historia de cristianos de laboratorio, sino de hombres y mujeres que cada mañana deben hacer las cuentas con lo que han encontrado, y deben responder si siguen o se marchan, si pertenecen o traicionan. “Nuestra historia debe asumir a santos y a pecadores”, dice Francisco, y aclara que eso mismo nos sucede en nuestra historia personal, en la que cada día se pone a prueba en dónde ponemos nuestra consistencia. Es algo que la figura de Pedro revela con extraordinaria fuerza pedagógica: cuando afirma valores (su lealtad, su coraje, su liderazgo) separado de Cristo, se estrella; cuando confiesa que es impotente, pero que no separa de su Señor por nada del mundo, se agiganta. Hasta llegar a Roma, pobre pescador sin letras, para ser cimiento de la Iglesia.
“No hay identidad cristiana sin historia”, ha sentenciado el Papa. Y con ello ha fulminado todas las reducciones de izquierda y derecha que se nos venden. Hace un par de días, un amigo sacerdote tenía el atrevimiento de decir (con la cobertura, bien es cierto, de grandes doctores como San Agustín) que andando el tiempo estamos en mejores condiciones de dar crédito al anuncio cristiano que nuestros predecesores de la primera hora. Otro escándalo para quienes entienden que sólo hubo un momento de pureza inicial, y que a partir de entonces la historia de los cristianos es mera corrupción; pero quizás escándalo también para nosotros, encantados de fijar la perfección en una foto, pero poco dispuestos al traqueteo de la libertad, a la necesidad de levantarnos del fango y pedir perdón una y otra vez, experimentando que es el Señor el único que nos salva, dentro de su pueblo.
La verdad es que mi amigo tiene mucha razón. Porque la verdad de la fe se hace patente atravesando la prueba del tiempo y del espacio, de la historia, fuera de la cual, sencillamente no puede vivir. Y esa conciencia nos proporciona una soberana libertad y una paz inconfundible, a diferencia de quienes siempre están contemplando a la Iglesia a punto de caer al abismo, y de quienes alimentan una interminable amargura frente a la Madre que les da su leche para vivir, pero que nunca tiene el aspecto que ellos pretenden.
© PaginasDigital.es
Y esto, con frecuencia, no lo entendemos. No lo entienden los que postulan un cristianismo reducido a valores (laboratorio), ni quienes a cada paso se salen fuera del camino para juzgar una historia que el Señor lleva. En el fondo nos pasa a todos, porque un cristianismo de laboratorio nos permite controlar, clasificar y planificar. Pero el camino del pueblo por el desierto (o sea, a través de las circunstancias, positivas o adversas) nos tiene siempre en el disparadero, nos obliga a jugarnos la libertad, a decir nuevamente sí, a confiar en la forma, los signos y las personas que el Señor dispone en cada momento para conducir a su pueblo.
El Papa vuelve a dar la clave cuando dice que “el cristiano no se pertenece a sí mismo”. Escándalo tremendo para la opinión común, incluidos no pocos católicos. No se pertenece a sí mismo porque no puede darse (sería estúpido pensarlo, pero…) lo que le hace cristiano: la gracia de un encuentro, el encuentro con “Uno que murió y ahora vive”, y que sigue actuando en la vida de un pueblo. Por eso pertenecer a la Madre Iglesia tal como es, no como cada uno la diseñaría, es la clave. Por el contrario afirmar valores abstractos fuera de esa partencia dramática sólo conduce a transformar la fe en una ideología insípida y estéril.
No hay ningún halo rosa en la descripción de Francisco, ningún intento de edulcorar la historia: “cuántos pecadores, cuántos crímenes”… sí, ayer y hoy, en la historia de la Iglesia. Porque no es historia de cristianos de laboratorio, sino de hombres y mujeres que cada mañana deben hacer las cuentas con lo que han encontrado, y deben responder si siguen o se marchan, si pertenecen o traicionan. “Nuestra historia debe asumir a santos y a pecadores”, dice Francisco, y aclara que eso mismo nos sucede en nuestra historia personal, en la que cada día se pone a prueba en dónde ponemos nuestra consistencia. Es algo que la figura de Pedro revela con extraordinaria fuerza pedagógica: cuando afirma valores (su lealtad, su coraje, su liderazgo) separado de Cristo, se estrella; cuando confiesa que es impotente, pero que no separa de su Señor por nada del mundo, se agiganta. Hasta llegar a Roma, pobre pescador sin letras, para ser cimiento de la Iglesia.
“No hay identidad cristiana sin historia”, ha sentenciado el Papa. Y con ello ha fulminado todas las reducciones de izquierda y derecha que se nos venden. Hace un par de días, un amigo sacerdote tenía el atrevimiento de decir (con la cobertura, bien es cierto, de grandes doctores como San Agustín) que andando el tiempo estamos en mejores condiciones de dar crédito al anuncio cristiano que nuestros predecesores de la primera hora. Otro escándalo para quienes entienden que sólo hubo un momento de pureza inicial, y que a partir de entonces la historia de los cristianos es mera corrupción; pero quizás escándalo también para nosotros, encantados de fijar la perfección en una foto, pero poco dispuestos al traqueteo de la libertad, a la necesidad de levantarnos del fango y pedir perdón una y otra vez, experimentando que es el Señor el único que nos salva, dentro de su pueblo.
La verdad es que mi amigo tiene mucha razón. Porque la verdad de la fe se hace patente atravesando la prueba del tiempo y del espacio, de la historia, fuera de la cual, sencillamente no puede vivir. Y esa conciencia nos proporciona una soberana libertad y una paz inconfundible, a diferencia de quienes siempre están contemplando a la Iglesia a punto de caer al abismo, y de quienes alimentan una interminable amargura frente a la Madre que les da su leche para vivir, pero que nunca tiene el aspecto que ellos pretenden.
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