Como un Belén viviente
Hacía frío aquella noche. Era el tiempo propio de un avanzado diciembre. Los primeros copos de nieve vistieron de blancura aquel valle donde gentes sencillas vivían honradamente del trabajo de sus manos, se querían mutuamente con un amor verdadero, y con delicada entrega se cuidaban en todo cuanto entraña la aventura de la vida.
Cristianos, eran cristianos. Con más o menos hondura en su fe creyente, con más o menos coherencia en sus vidas en lo que concierne a los amores, a los perdones, a las rencillas, a las labores y faenas diversas. Pero sucedió que recibieron una visita especial que vino a despertar su letargo religioso, poniendo motivo y razón a cuanto creían. Se trataba de alguien que por aquellos años estaba incendiando con auténtico fervor las comunidades cristianas por las que pasaba. Era San Francisco de Asís. Y esto sucedía en un pueblecito del valle de Rieti, no muy lejos de Roma, allá por el año 1223.
Sucedió que quiso ver San Francisco, en aquellas oquedades de las peñas que presidían el pequeño pueblo, una especie de portalín como aquel que albergó a la Sagrada Familia en un Belén que no tenía sitio en ninguna posada para haber acogido a quien venía a salvar sus estrechas y maltrechas existencias.
Entonces, organizaron la celebración escenificando por primera vez un Belén viviente. Una joven primeriza mamá, acompañada de su esposo, llevaron bien envuelto al pequeño, fruto de su amor esponsal, emulando así la escena de aquel pesebre con María y José, teniendo a Jesús bajo sus asombradas miradas. Otros hicieron de pastores, que es lo que eran en la vida cotidiana, otros más audaces se atrevieron a cantar villancicos sin mucho ensayo precedente, y los frailes que acompañaban a San Francisco se dispusieron a celebrar la santa Misa de aquel 24 de diciembre, en la noche más buena de todas las noches. Así nació la tradición franciscana de poner un Nacimiento en nuestros hogares, en nuestras iglesias, en nuestras plazas principales, y en tantos otros lugares como son los hospitales, los colegios, los ayuntamientos, las cárceles… en cualquier rincón donde es bueno recordar vivencialmente el milagro de un Dios que se hace hombre.
El Papa Francisco nos ha regalado un breve escrito donde recuerda esta hermosa herencia religiosa del Nacimiento: «El hermoso signo del pesebre, tan estimado por el pueblo cristiano, causa siempre asombro y admiración. La representación del acontecimiento del nacimiento de Jesús equivale a anunciar el misterio de la encarnación del Hijo de Dios con sencillez y alegría… El corazón del pesebre comienza a palpitar cuando, en Navidad, colocamos la imagen del Niño Jesús. Dios se presenta así, en un niño, para ser recibido en nuestros brazos. En la debilidad y en la fragilidad esconde su poder que todo lo crea y transforma. Parece imposible, pero es así: en Jesús, Dios ha sido un niño y en esta condición ha querido revelar la grandeza de su amor, que se manifiesta en la sonrisa y en el tender sus manos hacia todos… El belén forma parte del dulce y exigente proceso de transmisión de la fe. Comenzando desde la infancia y luego en cada etapa de la vida, nos educa a contemplar a Jesús, a sentir el amor de Dios por nosotros, a sentir y creer que Dios está con nosotros y que nosotros estamos con Él, todos hijos y hermanos gracias a aquel Niño Hijo de Dios y de la Virgen María. Y a sentir que en esto está la felicidad. Que en la escuela de San Francisco abramos el corazón a esta gracia sencilla, dejemos que del asombro nazca una oración humilde: nuestro “gracias” a Dios, que ha querido compartir todo con nosotros para no dejarnos nunca solos».
Hagamos de nuestra Navidad un Belén viviente donde testimoniar el regalo que de parte de Dios celebramos los cristianos. Feliz Navidad.
Publicado en Iglesia de Asturias.
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