Jesús y el matrimonio
De gran trascendencia para la situación de la mujer en la vida matrimonial es la declaración de que el matrimonio es indisoluble, tomando posición tanto frente a la escuela laxista de Hillel como frente a la más rigorista de Shammaí para anular el permiso mosaico del divorcio, apelando contra esa concesión
por Pedro Trevijano
Jesucristo nos revela la voluntad divina sobre el matrimonio y la familia, desvelándonos en su predicación y obras el plan de Dios sobre ellos. Jesús reafirma la enseñanza del Génesis (cc. 1-2) sobre el origen divino del matrimonio (Mc 7,810). Al llevar a sus últimas consecuencias la ley mosaica (Mt 5,17) da así al matrimonio su plenitud final, haciéndolo signo de la unión entre Cristo y la Iglesia. Él mismo nació y vivió en una familia concreta y en el episodio de las bodas de Caná, Jesús muestra su estima por el matrimonio, aceptando gustoso la invitación para él, su madre y sus discípulos, e incluso adelanta su hora, haciendo allí su primer milagro, convirtiendo el agua en vino, milagro cuyas consecuencias son que la fiesta no fracase, sus discípulos crean en Él y quede santificado el matrimonio (Jn 2,111).
De gran trascendencia para la situación de la mujer en la vida matrimonial es la declaración de que el matrimonio es indisoluble, tomando posición tanto frente a la escuela laxista de Hillel como frente a la más rigorista de Shammaí para anular el permiso mosaico del divorcio, apelando contra esa concesión (Dt 24,1) a pasos antecedentes (Gén 1,27 y 2,24) y concluyendo que la intención original del Dios Creador era que el matrimonio debe perdurar hasta el fin de la vida, cimentado en el amor, la fidelidad (Mc 10,212) y la capacidad de perdonar (Mt 18,21-35), texto éste situado inmediatamente antes de la declaración de la indisolubilidad, siendo además para Jesús por supuesto monogámico (Mt 19,3-6). Jesús declara en nombre de Dios que el sentido original y primario del matrimonio es que “lo que Dios ha unido no lo separe el hombre” (Mt 19,6), quedando así unida la indisolubilidad, es decir la fidelidad exclusiva del matrimonio, con la voluntad de Dios, por lo que Dios, y no sólo el hombre, actúa en la constitución de la pareja.
Pero Jesús también nos indica la raíz del mal: “por la dureza de vuestro corazón” (Mt 19,8), es decir, por nuestra condición pecadora, si bien han llegado los tiempos mesiánicos en que hemos recibido un corazón y un espíritu nuevo para poder vivir según los mandamientos (cf. Jr 32,39-40; Ez 36,26-27). Con esto se reivindica para la mujer la igualdad de dignidad, derechos y deberes con el hombre, exigiéndose la fidelidad en el matrimonio a ambos hasta en los pensamientos más internos.
Las palabras de Jesús son tan netas que su interpretación literal es obvia, tanto más cuanto que los discípulos reaccionan afirmando “si ésa es la situación del hombre con la mujer, no trae cuenta casarse” (Mt 19,10), aunque algunos creen haber encontrado campo para una excepción precisamente en el NT en los incisos de Mt 5,32 y 19,9.
La moral de Jesús busca la conversión y enseña que el deseo más profundo de dos seres que se aman es permanecer unidos de por vida, siendo el Espíritu quien nos regala este amor y nos hace capaces de él, porque el amor viene de Dios. En la perspectiva del Reino, y con la ayuda de la gracia de Dios, la fidelidad es más fuerte que el pecado (cf. Mt 19,11), por lo que ni el hombre ni la mujer pueden recurrir al divorcio y a un nuevo casamiento. Jesús, con su crítica al divorcio, tal como existía en el judaísmo, recuerda que el matrimonio no debe regirse solamente por prescripciones jurídicas y denuncia una ley injusta que consideraba a la mujer como propiedad del varón y que éste podía abandonar a su antojo.
Jesús subraya igualmente la responsabilidad moral de los esposos, que va mucho más allá de lo lícito y lo ilícito, lo permitido y lo prohibido, e indica cuál es el designio de Dios creador: el matrimonio es la fuente de una vida familiar santa y feliz, en la que los esposos sirven a Dios con su amor recíproco. La escena de la bendición de los niños, colocada tras la disputa sobre la disolución del matrimonio (Mc 10,1316), nos indica su estima por la vida familiar.
Pero, además, Jesús valoriza el matrimonio, cuando se sirve de su simbología para ilustrar el significado de su venida como el Mesías esperado. Con frecuencia nos habla del reino de los cielos sirviéndose de la imagen de un banquete nupcial (Mt 22,114; 25,113; Lc 14,16-24), o habla de sí mismo como esposo o novio (Mt 9,1415; Mc 2,1819; Jn 3,28-29), mientras el título de esposa hace referencia al nuevo pueblo de Dios, a la Iglesia (Jn 3,29; 2 Cor 11,2; Ef 5,21-33). Se puede decir que para revelarse e infundirnos la virtud de la esperanza, Dios no ha encontrado mejor terminología que la matrimonial.
Pedro Trevijano
De gran trascendencia para la situación de la mujer en la vida matrimonial es la declaración de que el matrimonio es indisoluble, tomando posición tanto frente a la escuela laxista de Hillel como frente a la más rigorista de Shammaí para anular el permiso mosaico del divorcio, apelando contra esa concesión (Dt 24,1) a pasos antecedentes (Gén 1,27 y 2,24) y concluyendo que la intención original del Dios Creador era que el matrimonio debe perdurar hasta el fin de la vida, cimentado en el amor, la fidelidad (Mc 10,212) y la capacidad de perdonar (Mt 18,21-35), texto éste situado inmediatamente antes de la declaración de la indisolubilidad, siendo además para Jesús por supuesto monogámico (Mt 19,3-6). Jesús declara en nombre de Dios que el sentido original y primario del matrimonio es que “lo que Dios ha unido no lo separe el hombre” (Mt 19,6), quedando así unida la indisolubilidad, es decir la fidelidad exclusiva del matrimonio, con la voluntad de Dios, por lo que Dios, y no sólo el hombre, actúa en la constitución de la pareja.
Pero Jesús también nos indica la raíz del mal: “por la dureza de vuestro corazón” (Mt 19,8), es decir, por nuestra condición pecadora, si bien han llegado los tiempos mesiánicos en que hemos recibido un corazón y un espíritu nuevo para poder vivir según los mandamientos (cf. Jr 32,39-40; Ez 36,26-27). Con esto se reivindica para la mujer la igualdad de dignidad, derechos y deberes con el hombre, exigiéndose la fidelidad en el matrimonio a ambos hasta en los pensamientos más internos.
Las palabras de Jesús son tan netas que su interpretación literal es obvia, tanto más cuanto que los discípulos reaccionan afirmando “si ésa es la situación del hombre con la mujer, no trae cuenta casarse” (Mt 19,10), aunque algunos creen haber encontrado campo para una excepción precisamente en el NT en los incisos de Mt 5,32 y 19,9.
La moral de Jesús busca la conversión y enseña que el deseo más profundo de dos seres que se aman es permanecer unidos de por vida, siendo el Espíritu quien nos regala este amor y nos hace capaces de él, porque el amor viene de Dios. En la perspectiva del Reino, y con la ayuda de la gracia de Dios, la fidelidad es más fuerte que el pecado (cf. Mt 19,11), por lo que ni el hombre ni la mujer pueden recurrir al divorcio y a un nuevo casamiento. Jesús, con su crítica al divorcio, tal como existía en el judaísmo, recuerda que el matrimonio no debe regirse solamente por prescripciones jurídicas y denuncia una ley injusta que consideraba a la mujer como propiedad del varón y que éste podía abandonar a su antojo.
Jesús subraya igualmente la responsabilidad moral de los esposos, que va mucho más allá de lo lícito y lo ilícito, lo permitido y lo prohibido, e indica cuál es el designio de Dios creador: el matrimonio es la fuente de una vida familiar santa y feliz, en la que los esposos sirven a Dios con su amor recíproco. La escena de la bendición de los niños, colocada tras la disputa sobre la disolución del matrimonio (Mc 10,1316), nos indica su estima por la vida familiar.
Pero, además, Jesús valoriza el matrimonio, cuando se sirve de su simbología para ilustrar el significado de su venida como el Mesías esperado. Con frecuencia nos habla del reino de los cielos sirviéndose de la imagen de un banquete nupcial (Mt 22,114; 25,113; Lc 14,16-24), o habla de sí mismo como esposo o novio (Mt 9,1415; Mc 2,1819; Jn 3,28-29), mientras el título de esposa hace referencia al nuevo pueblo de Dios, a la Iglesia (Jn 3,29; 2 Cor 11,2; Ef 5,21-33). Se puede decir que para revelarse e infundirnos la virtud de la esperanza, Dios no ha encontrado mejor terminología que la matrimonial.
Pedro Trevijano
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