Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Jesucristo y los exorcismos


Nuestra fe cristiana nos enseña que Jesús es Redentor y Salvador. Pero si el demonio no existe, si el infierno no existe, hay que preguntarse ¿de qué y de quién nos salvó? No olvidemos que Él respeta nuestra libertad y que sin arrepentimiento no hay perdón.

por Pedro Trevijano

Opinión

Cuando era niño, estudié en el catecismo Astete: “P. ¿Qué quiere decir Jesús? R. Salvador. P. ¿De qué nos salvó? R. De nuestro pecado y del cautiverio del demonio”. Dios se ha hecho hombre en Jesucristo y es nuestro Redentor y Salvador. Como dice el Credo Niceno-Constantinopolitano, el Credo largo, “por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo”. Es decir Dios se encarnó en Jesucristo verdadero Dios y verdadero hombre para liberarnos del pecado y salvarnos del poder del demonio. Él quiere que todos nos salvemos, pero como dijo San Agustín, “Él, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”.

El tema de los exorcismos y del demonio vuelve a estar de actualidad. Estos días he leído este párrafo en un periódico: “Y es que ahora que se habla tanto de los ultras en el fútbol, el ultracatolicismo hace también mucho daño. Sinceramente, me parece mucho más hermoso pensar que Dios, si existe, es amor que creer que permite a los demonios meterse en el cuerpo de la gente, para amargarles la vida y robarles la salud”.

Leyendo este párrafo, me asombra la enorme ligereza con que la gente habla de cuestiones religiosas sin tener ni idea. Esta persona ni siquiera se ha molestado en leer los evangelios, porque ciertamente no los conoce, ya que quien lee los evangelios se da cuenta que en ellos Jesús no sólo perdona los pecados como en el episodio del paralítico, sino que su lucha contra los demonios con los exorcismos que Él realizó es una constante. Para Jesús la existencia del demonio y del infierno es una realidad, como vemos en el episodio del Juicio Final: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el demonio y sus ángeles” (Mt 25,41). Sobre el tema leemos en el reciente documento de la Pontificia Comisión Bíblica Inspiración y verdad de la Sagrada Escritura: “En todos los sinópticos, pero especialmente en Marcos, los exorcismos cualifican la misión de Jesús. El poder del Espíritu Santo que está presente en Jesús es capaz de expulsar al espíritu maligno que intenta destruir a los humanos (p.ej. Mc 1,21-28). El encuentro de Jesús con Satanás, que tuvo lugar al comienzo de su ministerio, se prolonga así, durante su vida, en el combate victorioso contra las fuerzas malignas que causan el sufrimiento humano” (nº 27). En el evangelio de San Juan a los judíos que no creen en Él les dice: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Él era homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad porque no hay verdad en él” (8,44).

Por cierto, ¿no cumplen actualmente esas condiciones de ser hijos del diablo los que no creen en Jesús, son homicidas defendiendo el aborto o la eutanasia o ambas, y en su relativismo no aceptan la Verdad? Es una simple pregunta.

Pablo VI, en su alocución del 15 de noviembre de 1972, nos dice del demonio: “El mal que existe en el mundo es el resultado de la intervención en nosotros y en nuestra sociedad de un agente oscuro y enemigo, el Demonio. El mal no es ya sólo una deficiencia, sino un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa. Se sale del marco de la enseñanza bíblica y eclesiástica todo aquel que rehúsa reconocerla como existente”.

Está claro que las cosas tienen que ser así. Nuestra fe cristiana nos enseña que Jesús es Redentor y Salvador. Pero si el demonio no existe, si el infierno no existe, hay que preguntarse ¿de qué y de quién nos salvó? No olvidemos que Él respeta nuestra libertad y que sin arrepentimiento no hay perdón. Por ello nuestra actuación concreta frente al demonio debe ser, como dice la 1ª Carta de San Pedro: “Estad alerta y velad, que vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda rondando y busca a quien devorar” (5,8). Ahora bien, está encadenado por la victoria de Cristo sobre él. No puede hacerme nada importante, si no me pongo a su alcance, y si alguna vez hago demasiado el bobo y me alcanza, para eso está el sacramento de la Penitencia, para curar en mí las heridas del pecado, reconciliarme con Dios, y volver a poner en marcha con nuevos bríos la vida espiritual.

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