Educar en valores: ¿qué valores?
El reino de la verdad y de la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz. Podemos decir que estos son los valores cristianos.
por Pedro Trevijano
En su Encíclica Caritas in veritate Benedicto XVI escribe: “Con el término ‘educación’ no nos referimos sólo a la instrucción o a la formación para el trabajo, que son dos causas importantes para el desarrollo, sino a la formación completa de la persona. A este respecto, se ha de subrayar un aspecto problemático: para educar es preciso saber quién es la persona humana, conocer su naturaleza. Al afianzarse una visión relativista de dicha naturaleza plantea serios problemas a la educación, sobre todo a la educación moral, comprometiendo su difusión universal. Cediendo a este relativismo, todos se empobrecen más” (nº 61). Es por tanto de suma importancia comprender sobre qué valores ha de basarse la educación.
Siempre he creído que la Biblia, y en especial el Nuevo Testamento, es una fuente inagotable de tesoros espirituales, Pero también en las oraciones de la Iglesia encontramos una gran riqueza espiritual, como sucede en el Prefacio de la Misa de Cristo Rey, en el que hay una descripción de los valores en los que consiste el Reino de Dios. Dice así el trozo que nos interesa ahora: “Sometiendo a su poder la creación entera, entregará a tu majestad infinita, un reino eterno y universal: el reino de la verdad y de la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz”. Podemos decir que éstos son los valores cristianos.
Está claro que a la hora de educar no es lo mismo ser creyente o no creyente. Creemos que Dios existe, que se ha hecho hombre y ha resucitado y nos espera, como dice el Credo, la vida eterna. El convencimiento de que la muerte inaugura una nueva vida se basa en que el Reino de Dios es un reino eterno, que nunca acabará ni desparecerá, como nos dice Daniel 7,14, y además es universal, es decir está abierto a todos los hombres de todos los tiempos y naciones. Pero es también un reino de santidad “al que todos los fieles cristianos, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (Lumen Gentium nº 40), y de gracia, que Dios ciertamente no nos regatea, pero que debemos adquirir recurriendo a los sacramentos y cooperando con el Espíritu Santo.
Sobre la gracia hay que decir además que existe una estrecha relación entre libertad y gracia. No hace mucho alguien, en polémica conmigo, escribía: “No creo en la castidad, la masturbación la anula, práctica habitual en los célibes; la sexualidad es innata en el ser humano”. Le respondí que la sexualidad es innata en el ser humano, pero puesta al servicio del amor nos lleva a altísimas cotas de realización personal. Creo en la libertad del hombre y que, por tanto, no somos monos esclavizados por nuestras pasiones e instintos, si bien para lograrlo necesitamos la ayuda de Dios y de su gracia. En efecto leemos en el Nuevo Testamento: “Les prometen libertad, ellos, los esclavos de la corrupción: pues, cuando uno se deja vencer por algo, queda hecho su esclavo” (2 P 2,16).
El problema es que si uno no cree en Dios, como esa persona dice de sí misma, no pide la gracia y en consecuencia no tiene ni la gracia ni la libertad. Que esa persona renuncie a ser libre, ése es su problema, pero por mi parte lo que no estoy dispuesto a aceptar, porque lo considero un insulto a Dios y a mí, es que yo y muchos otros no somos seres humanos libres. Creo en la libertad y, en consecuencia, en la responsabilidad. Ahora bien soy cada vez más consciente que el rechazo deliberado de Dios lleva al desastre, porque al prescindir de Dios y, por tanto, del Ser Supremo queda la puerta abierta al totalitarismo y a la negación de la Libertad, como lo prueban las experiencias nazis y comunistas del siglo pasado, y en nuestro siglo aberraciones como La Ley Orgánica de Salud Sexual y Reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, que, no nos olvidemos, no es sólo la ley del aborto, sino también la ley de la perspectiva de género.
Resumiendo, el Reino de Dios es un reino eterno y universal, de santidad y gracia, basado en valores permanentes. Próximamente me referiré a los otros valores: verdad, vida, justicia, amor y paz.
Siempre he creído que la Biblia, y en especial el Nuevo Testamento, es una fuente inagotable de tesoros espirituales, Pero también en las oraciones de la Iglesia encontramos una gran riqueza espiritual, como sucede en el Prefacio de la Misa de Cristo Rey, en el que hay una descripción de los valores en los que consiste el Reino de Dios. Dice así el trozo que nos interesa ahora: “Sometiendo a su poder la creación entera, entregará a tu majestad infinita, un reino eterno y universal: el reino de la verdad y de la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz”. Podemos decir que éstos son los valores cristianos.
Está claro que a la hora de educar no es lo mismo ser creyente o no creyente. Creemos que Dios existe, que se ha hecho hombre y ha resucitado y nos espera, como dice el Credo, la vida eterna. El convencimiento de que la muerte inaugura una nueva vida se basa en que el Reino de Dios es un reino eterno, que nunca acabará ni desparecerá, como nos dice Daniel 7,14, y además es universal, es decir está abierto a todos los hombres de todos los tiempos y naciones. Pero es también un reino de santidad “al que todos los fieles cristianos, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (Lumen Gentium nº 40), y de gracia, que Dios ciertamente no nos regatea, pero que debemos adquirir recurriendo a los sacramentos y cooperando con el Espíritu Santo.
Sobre la gracia hay que decir además que existe una estrecha relación entre libertad y gracia. No hace mucho alguien, en polémica conmigo, escribía: “No creo en la castidad, la masturbación la anula, práctica habitual en los célibes; la sexualidad es innata en el ser humano”. Le respondí que la sexualidad es innata en el ser humano, pero puesta al servicio del amor nos lleva a altísimas cotas de realización personal. Creo en la libertad del hombre y que, por tanto, no somos monos esclavizados por nuestras pasiones e instintos, si bien para lograrlo necesitamos la ayuda de Dios y de su gracia. En efecto leemos en el Nuevo Testamento: “Les prometen libertad, ellos, los esclavos de la corrupción: pues, cuando uno se deja vencer por algo, queda hecho su esclavo” (2 P 2,16).
El problema es que si uno no cree en Dios, como esa persona dice de sí misma, no pide la gracia y en consecuencia no tiene ni la gracia ni la libertad. Que esa persona renuncie a ser libre, ése es su problema, pero por mi parte lo que no estoy dispuesto a aceptar, porque lo considero un insulto a Dios y a mí, es que yo y muchos otros no somos seres humanos libres. Creo en la libertad y, en consecuencia, en la responsabilidad. Ahora bien soy cada vez más consciente que el rechazo deliberado de Dios lleva al desastre, porque al prescindir de Dios y, por tanto, del Ser Supremo queda la puerta abierta al totalitarismo y a la negación de la Libertad, como lo prueban las experiencias nazis y comunistas del siglo pasado, y en nuestro siglo aberraciones como La Ley Orgánica de Salud Sexual y Reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, que, no nos olvidemos, no es sólo la ley del aborto, sino también la ley de la perspectiva de género.
Resumiendo, el Reino de Dios es un reino eterno y universal, de santidad y gracia, basado en valores permanentes. Próximamente me referiré a los otros valores: verdad, vida, justicia, amor y paz.
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