La Revolución... o, cuanto peor, mejor
La actitud revolucionaria de cuanto peor, mejor significa cerrarse a las necesidades del prójimo y negarse a ayudarle y buscar objetivamente el mal de las personas y sociedades.
por Pedro Trevijano
Algunos que se presentan como revolucionarios afirman: “No soy partidario de la caridad, porque defiendo la justicia”. Simplemente, ¿se trata de algo con fundamento o de una majadería de unos malvados? Para responder, veamos la relación entre Revolución, Justicia y Caridad.
Por supuesto entre justicia y caridad tiene que haber relación, porque la justicia sin caridad se queda coja, mientras que la caridad sin justicia puede ser y con frecuencia es la tapadera de graves abusos. La caridad presupone y trasciende la justicia. Sobre esta relación entre caridad y justicia retorna constantemente la enseñanza de la Iglesia. El concilio Vaticano II declara que debemos “cumplir antes que nada con las exigencias de la justicia, para no dar como ayuda de caridad lo que ya se debe por razón de justicia” (“Apostolicam actuositatem”, nº 8). El Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda que debemos socorrer al prójimo con múltiples obras de misericordia espirituales y corporales y nos dice: “entre estas obras, la limosna hecha a los pobres es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios” (nº 2447). Y es que no se pueden regular las relaciones humanas únicamente con la medida de la justicia: “la experiencia del pasado y de nuestros tiempos demuestra que la justicia por sí sola no es suficiente y que, más aún, puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma” (Juan Pablo II, Encíclica “Dives in misericordia”, nº 14), como recuerda el conocido proverbio; “summum jus, summa injuria”.
Sobre este respecto dice la Encíclica “Deus caritas est” de Benedicto XVI: “31. a) Según el modelo expuesto en la parábola del buen Samaritano, la caridad cristiana es ante todo y simplemente la respuesta a una necesidad inmediata en una determinada situación: los hambrientos han de ser saciados, los desnudos vestidos, los enfermos atendidos para que se recuperen, los prisioneros visitados, etc. Las organizaciones caritativas de la Iglesia, comenzando por Cáritas (diocesana, nacional, internacional), han de hacer lo posible para poner a disposición los medios necesarios y, sobre todo, los hombres y mujeres que desempeñan estos cometidos... Un primer requisito fundamental es la competencia profesional, pero por sí sola no basta. En efecto, se trata de seres humanos, y los seres humanos necesitan siempre algo más que una atención sólo técnicamente correcta. Necesitan humanidad. Necesitan atención cordial... Por eso, dichos agentes, además de la preparación profesional, necesitan también y sobre todo una « formación del corazón »: se les ha de guiar hacia ese encuentro con Dios en Cristo, que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad (cf. Gál 5, 6).
b) La actividad caritativa cristiana ha de ser independiente de partidos e ideologías. No es un medio para transformar el mundo de manera ideológica y no está al servicio de estrategias mundanas, sino que es la actualización aquí y ahora del amor que el hombre siempre necesita. Los tiempos modernos, sobre todo desde el siglo XIX, están dominados por una filosofía del progreso con diversas variantes, cuya forma más radical es el marxismo. Una parte de la estrategia marxista es la teoría del empobrecimiento: quien en una situación de poder injusto ayuda al hombre con iniciativas de caridad —afirma— se pone de hecho al servicio de ese sistema injusto, haciéndolo aparecer soportable, al menos hasta cierto punto. Se frena así el potencial revolucionario y, por tanto, se paraliza la insurrección hacia un mundo mejor. De aquí el rechazo y el ataque a la caridad como un sistema conservador del statu quo. En realidad, ésta es una filosofía inhumana... La verdad es que no se puede promover la humanización del mundo renunciando, por el momento, a comportarse de manera humana. A un mundo mejor se contribuye solamente haciendo el bien ahora y en primera persona, con pasión y donde sea posible, independientemente de estrategias y programas de partido. El programa del cristiano —el programa del buen Samaritano, el programa de Jesús— es un « corazón que ve ». Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia.”
La actitud revolucionaria de cuanto peor, mejor significa por una parte cerrarse a las necesidades del prójimo y negarse a ayudarle, lo que es ciertamente una postura rechazable y repugnante, y por otra parte buscar objetivamente el mal de las personas y sociedades.
Jesucristo es absolutamente nítido en este aspecto: “Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos? Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos. No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado en el fuego. Así que, por sus frutos los conoceréis.” (Mt 7, 15-20). En pocas palabras, los revolucionarios intentan hacer el mal para producir bienes y ello es una actitud absolutamente equivocada que Jesús reprueba, y cuyos efectos catastróficos hemos visto en la Historia.
Por supuesto entre justicia y caridad tiene que haber relación, porque la justicia sin caridad se queda coja, mientras que la caridad sin justicia puede ser y con frecuencia es la tapadera de graves abusos. La caridad presupone y trasciende la justicia. Sobre esta relación entre caridad y justicia retorna constantemente la enseñanza de la Iglesia. El concilio Vaticano II declara que debemos “cumplir antes que nada con las exigencias de la justicia, para no dar como ayuda de caridad lo que ya se debe por razón de justicia” (“Apostolicam actuositatem”, nº 8). El Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda que debemos socorrer al prójimo con múltiples obras de misericordia espirituales y corporales y nos dice: “entre estas obras, la limosna hecha a los pobres es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios” (nº 2447). Y es que no se pueden regular las relaciones humanas únicamente con la medida de la justicia: “la experiencia del pasado y de nuestros tiempos demuestra que la justicia por sí sola no es suficiente y que, más aún, puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma” (Juan Pablo II, Encíclica “Dives in misericordia”, nº 14), como recuerda el conocido proverbio; “summum jus, summa injuria”.
Sobre este respecto dice la Encíclica “Deus caritas est” de Benedicto XVI: “31. a) Según el modelo expuesto en la parábola del buen Samaritano, la caridad cristiana es ante todo y simplemente la respuesta a una necesidad inmediata en una determinada situación: los hambrientos han de ser saciados, los desnudos vestidos, los enfermos atendidos para que se recuperen, los prisioneros visitados, etc. Las organizaciones caritativas de la Iglesia, comenzando por Cáritas (diocesana, nacional, internacional), han de hacer lo posible para poner a disposición los medios necesarios y, sobre todo, los hombres y mujeres que desempeñan estos cometidos... Un primer requisito fundamental es la competencia profesional, pero por sí sola no basta. En efecto, se trata de seres humanos, y los seres humanos necesitan siempre algo más que una atención sólo técnicamente correcta. Necesitan humanidad. Necesitan atención cordial... Por eso, dichos agentes, además de la preparación profesional, necesitan también y sobre todo una « formación del corazón »: se les ha de guiar hacia ese encuentro con Dios en Cristo, que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad (cf. Gál 5, 6).
b) La actividad caritativa cristiana ha de ser independiente de partidos e ideologías. No es un medio para transformar el mundo de manera ideológica y no está al servicio de estrategias mundanas, sino que es la actualización aquí y ahora del amor que el hombre siempre necesita. Los tiempos modernos, sobre todo desde el siglo XIX, están dominados por una filosofía del progreso con diversas variantes, cuya forma más radical es el marxismo. Una parte de la estrategia marxista es la teoría del empobrecimiento: quien en una situación de poder injusto ayuda al hombre con iniciativas de caridad —afirma— se pone de hecho al servicio de ese sistema injusto, haciéndolo aparecer soportable, al menos hasta cierto punto. Se frena así el potencial revolucionario y, por tanto, se paraliza la insurrección hacia un mundo mejor. De aquí el rechazo y el ataque a la caridad como un sistema conservador del statu quo. En realidad, ésta es una filosofía inhumana... La verdad es que no se puede promover la humanización del mundo renunciando, por el momento, a comportarse de manera humana. A un mundo mejor se contribuye solamente haciendo el bien ahora y en primera persona, con pasión y donde sea posible, independientemente de estrategias y programas de partido. El programa del cristiano —el programa del buen Samaritano, el programa de Jesús— es un « corazón que ve ». Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia.”
La actitud revolucionaria de cuanto peor, mejor significa por una parte cerrarse a las necesidades del prójimo y negarse a ayudarle, lo que es ciertamente una postura rechazable y repugnante, y por otra parte buscar objetivamente el mal de las personas y sociedades.
Jesucristo es absolutamente nítido en este aspecto: “Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos? Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos. No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado en el fuego. Así que, por sus frutos los conoceréis.” (Mt 7, 15-20). En pocas palabras, los revolucionarios intentan hacer el mal para producir bienes y ello es una actitud absolutamente equivocada que Jesús reprueba, y cuyos efectos catastróficos hemos visto en la Historia.
Comentarios
Otros artículos del autor
- Los conflictos matrimoniales y su superación
- Cielo, purgatorio, infierno
- Los hijos del diablo, según Jesucristo
- Iglesia, nacionalismo y bien común
- El Antiguo Testamento y la elección de Israel
- Creo en la Comunión de los Santos
- Familia, demonio y libertad
- Los días más especiales en una vida humana
- Sin Dios ni sentido común
- Conferencia episcopal e ideología de género