El amor y el dolor del Papa Montini
Me parece que con la beatificación de Pablo VI quedará más completa la imagen de estos últimos cincuenta años de vida de la Iglesia, una imagen que reclama necesariamente la pasión, el dolor, la inteligencia y la sufrida fidelidad de un hombre llamado Juan Bautista Montini
por José Luis Restán
Los cardenales y obispos miembros de la Congregación para las Causas de los Santos aprobaron ayer por unanimidad el milagro atribuido a la intercesión del Papa Pablo VI, lo que abre el camino para su inminente beatificación. Aún no se ha fijado una fecha para esta celebración, aunque se baraja el mes de octubre. Parece que los cardenales han sugerido que coincida con la celebración del Sínodo extraordinario sobre la familia, por lo que muchos apuntan en rojo la fecha del domingo 19 de octubre, día en que será clausurada esta primera etapa del camino sinodal alentado por Francisco para afrontar los grandes desafíos de la pastoral familiar. Si esto se confirmase, el Sínodo quedaría bajo el amparo de san Juan Pablo II (a quien Francisco invocó como “Papa de la familia” y del (para entonces) beato Pablo VI, el Papa de la Humanae Vitae. ¿Paradoja o designio de la Providencia?
Si San Juan XXIII tuvo la intuición profética de convocar el Vaticano II y San Juan Pablo II lo sacó adelante “con la fuerza de un gigante”, es preciso reconocer que Pablo VI fue el auténtico timonel del Concilio, y el hombre que mantuvo firme el rumbo de la barca en medio de la tremenda tormenta que abarca desde finales de los años sesenta hasta prácticamente el final de su pontificado. El cardenal brasileño Moreira Neves confesó haber visto llorar en aquellas circunstancias al papa Montini. Lloraba como Pedro, pero a diferencia de éste, que lo hacía por haber traicionado, él lo hacía por el dolor que le reportó mantenerse fiel.
No en vano fueron muchos los que, en aquellos días, huyeron a la desbandada de la cercanía con aquel Papa abierto e intelectual, amigo del mundo moderno y promotor del diálogo. Ciertamente la publicación de la Humanae Vitae se coloca en el epicentro de esa espiral de desafecto que sufrió Montini, pero no fue el único motivo. Recordemos su dramática denuncia de que el “humo de Satanás” había entrado en la Iglesia en aquella época de desgarradores disensos, y su respuesta sencilla y apasionada, concentrada en la proclamación del Credo del Pueblo de Dios en junio de 1968. A Joseph Ratzinger le debemos quizás el perfil más intuitivo y profundo sobre el Papa que lo sacó de las aulas para conducirlo al colegio de los apóstoles: “Pablo VI resistió a la telecracia y a la demoscopia, las dos potencias dictatoriales del presente… Pudo hacerlo porque no tomaba como parámetro el éxito y la aprobación, sino la conciencia, que se mide según la verdad, según la fe. Es por esto que en muchas ocasiones buscó el acuerdo: la fe deja mucho abierto, ofrece un amplio espectro de decisiones, impone como parámetro el amor, que se siente en obligación hacia el todo y por lo tanto impone mucho respeto. Por ello pudo ser inflexible y decidido cuando lo que se ponía en juego era la tradición esencial de la Iglesia. En él esta dureza no se derivaba de la insensibilidad de aquellos cuyo camino lo dicta el placer del poder y el desprecio de las personas, sino de la profundidad de la fe, que le hizo capaz de soportar las oposiciones”.
También sabemos cuánto ama el Papa Bergoglio a Pablo VI, el Papa de la Encíclica Ecclesiam Suam y de la Exhortación Evangelii Nuntiandi, de las que bebe abundantemente en su predicación y magisterio, y de quien ha tomado una de sus frases más queridas, la que se refiere a “la dulce y confortadora alegría de evangelizar”. Por cierto, con estas palabras de Pablo VI inicia y concluye aquella breve intervención de Bergoglio que sonó como un rayo en las Congregaciones Generales previas al Cónclave del que había de salir el primer Papa argentino. Pero no sólo eso, por lo que se refiere a las controversias (que no se han apagado) en torno a la Humanae Vitae, Francisco se ha mostrado contundente sobre la obra de Montini: “su genialidad fue profética, pues tuvo el coraje de ir contra la mayoría, de defender la disciplina moral, de aplicar un freno cultural, de oponerse al neomaltusianismo presente y futuro”.
Me parece que con la beatificación de Pablo VI quedará más completa la imagen de estos últimos cincuenta años de vida de la Iglesia, una imagen que reclama necesariamente la pasión, el dolor, la inteligencia y la sufrida fidelidad de un hombre llamado Juan Bautista Montini, que en su meditación ante la muerte confesaba: “Puedo decir que siempre la he amado... y que para ella, no para otra cosa, me parece haber vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiese". Lo sabemos y lo contamos.
© PáginasDigital
Si San Juan XXIII tuvo la intuición profética de convocar el Vaticano II y San Juan Pablo II lo sacó adelante “con la fuerza de un gigante”, es preciso reconocer que Pablo VI fue el auténtico timonel del Concilio, y el hombre que mantuvo firme el rumbo de la barca en medio de la tremenda tormenta que abarca desde finales de los años sesenta hasta prácticamente el final de su pontificado. El cardenal brasileño Moreira Neves confesó haber visto llorar en aquellas circunstancias al papa Montini. Lloraba como Pedro, pero a diferencia de éste, que lo hacía por haber traicionado, él lo hacía por el dolor que le reportó mantenerse fiel.
No en vano fueron muchos los que, en aquellos días, huyeron a la desbandada de la cercanía con aquel Papa abierto e intelectual, amigo del mundo moderno y promotor del diálogo. Ciertamente la publicación de la Humanae Vitae se coloca en el epicentro de esa espiral de desafecto que sufrió Montini, pero no fue el único motivo. Recordemos su dramática denuncia de que el “humo de Satanás” había entrado en la Iglesia en aquella época de desgarradores disensos, y su respuesta sencilla y apasionada, concentrada en la proclamación del Credo del Pueblo de Dios en junio de 1968. A Joseph Ratzinger le debemos quizás el perfil más intuitivo y profundo sobre el Papa que lo sacó de las aulas para conducirlo al colegio de los apóstoles: “Pablo VI resistió a la telecracia y a la demoscopia, las dos potencias dictatoriales del presente… Pudo hacerlo porque no tomaba como parámetro el éxito y la aprobación, sino la conciencia, que se mide según la verdad, según la fe. Es por esto que en muchas ocasiones buscó el acuerdo: la fe deja mucho abierto, ofrece un amplio espectro de decisiones, impone como parámetro el amor, que se siente en obligación hacia el todo y por lo tanto impone mucho respeto. Por ello pudo ser inflexible y decidido cuando lo que se ponía en juego era la tradición esencial de la Iglesia. En él esta dureza no se derivaba de la insensibilidad de aquellos cuyo camino lo dicta el placer del poder y el desprecio de las personas, sino de la profundidad de la fe, que le hizo capaz de soportar las oposiciones”.
También sabemos cuánto ama el Papa Bergoglio a Pablo VI, el Papa de la Encíclica Ecclesiam Suam y de la Exhortación Evangelii Nuntiandi, de las que bebe abundantemente en su predicación y magisterio, y de quien ha tomado una de sus frases más queridas, la que se refiere a “la dulce y confortadora alegría de evangelizar”. Por cierto, con estas palabras de Pablo VI inicia y concluye aquella breve intervención de Bergoglio que sonó como un rayo en las Congregaciones Generales previas al Cónclave del que había de salir el primer Papa argentino. Pero no sólo eso, por lo que se refiere a las controversias (que no se han apagado) en torno a la Humanae Vitae, Francisco se ha mostrado contundente sobre la obra de Montini: “su genialidad fue profética, pues tuvo el coraje de ir contra la mayoría, de defender la disciplina moral, de aplicar un freno cultural, de oponerse al neomaltusianismo presente y futuro”.
Me parece que con la beatificación de Pablo VI quedará más completa la imagen de estos últimos cincuenta años de vida de la Iglesia, una imagen que reclama necesariamente la pasión, el dolor, la inteligencia y la sufrida fidelidad de un hombre llamado Juan Bautista Montini, que en su meditación ante la muerte confesaba: “Puedo decir que siempre la he amado... y que para ella, no para otra cosa, me parece haber vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiese". Lo sabemos y lo contamos.
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