«Gender [género]»: la diferencia hombre-mujer es una evidencia racional
Convertida la teoría de género, a partir de la cuarta conferencia de la ONU sobre las mujeres de 1995, en norma política universal, es desde entonces "una de las prioridades transversales del gobierno mundial".
La constatación de que vivimos en una época de cambios, incluso podríamos decir de transformaciones profundas y radicales, ha sido tan repetida y es tan obvia que se ha convertido en un lugar común. Sin embargo, no es inútil. Si todo corre de manera vertiginosa, ¿hay algo que permanece y que nos permite captar lo que hay de precioso y positivo en el cambio, pero también lo que hay en de negativo, incluso de dañino, en él para el hombre y su vida presente y futura?
Es tarea del obispo llevar a cabo este discernimiento junto a su Iglesia y en favor de su Iglesia, buscando en la Tradición eclesial, en la que tiene un sitio especial la Sagrada Escritura, la orientación y la luz para educar a su pueblo, con la ayuda fundamental del Espíritu Santo. El obispo no es un psicólogo, ni un sociólogo, ni tan siquiera propiamente un teólogo. Es bueno que sea experto en filosofía y teología, y el conocimiento de las ciencias humanas puede ayudarle, pero no puede ciertamente competir con los expertos de cada disciplina. Tiene que encontrar las luces que orienten el camino, dejando a los otros la profundización creativa y dialéctica de las respuestas.
No hay duda alguna que una de las transformaciones más profundas que está ocurriendo ante nuestros ojos, pero que en realidad empezó hace algunos siglos, es la concepción que el hombre tiene de sí mismo.
Simplificando lo podría plantear así: dos grandes opciones, dos grandes alternativas se han situado ante la mirada del hombre que se observa a él mismo vivir, actuar, crecer y dirigirse hacia la madurez y la vejez. La primera: “Yo soy un misterio para mí, me doy cuenta ante todo de que he sido generado, me he encontrado en el mundo, no soy yo quien lo ha querido. Ciertamente, puedo intervenir en muchos aspectos de mi persona, física, psíquica, moralmente (basta pensar en lo cierto que es esto con el desarrollo y la aplicación de las tecnologías en los descubrimientos de la ciencia), pero no puedo negar un dato imborrable: en el origen de mi ser hay otro u otros”. La reducción de la naturaleza a cultura no puede esconder un inicio que no ha sido producido por el sujeto.
La segunda: “Yo soy el artífice de mi realidad de hombre o de mujer. La vida es hacerse a sí mismo, según los propios sentimientos, las propias opciones o ideas. En esta construcción continua del proprio yo puede incluirse la construcción de la propia sexualidad, incluso de la propia identidad sexual, que puede cambiar siempre según los deseos de las distintas edades de la vida”.
Cada uno de nosotros puede ver cómo esta segunda posición, en la que el hombre tiene, o piensa que tiene, una total capacidad de plasmar el proprio yo a su gusto es el fruto de filosofías e ideologías que han cambiado profundamente al hombre europeo.
Los descubrimientos científicos, grandioso signo de la altura del ingenio humano, separados de toda consideración etica y social han hecho del hombre un enemigo de sí mismo y de sus propios hermanos. Si ya no hay ninguna naturaleza que haya que reconocer o respetar, lo único que queda es la fuerza y el resultado será una terrible guerra de los unos contra los otros. El Papa Francisco, en la Evangelii Gaudium, nos ha puesto en guardia ante la «difusa indiferencia relativista» que «no perjudica sólo a la Iglesia, sino a la vida social en general. Reconozcamos que una cultura, en la cual cada uno quiere ser el portador de una propia verdad subjetiva, vuelve difícil que los ciudadanos deseen integrar un proyecto común más allá de los beneficios y deseos personales» (Evangelii Gaudium, 61).
A esta última visión del hombre como artífice de sí mismo se refiere la teoría de género, aparecida por primera vez en los Estados Unidos hace casi sesenta años. En realidad, ella es fruto de una larga incubación del pensamiento occidental, que ha trasladado la propia atención cada vez más de la persona al individuo, separándolo de toda pertenencia y portador sólo de derechos.
Este teoría quiere «refundar la sociedad según una “humanidad nueva”, “liberada” de los términos hombre y mujer, padre y madre, esposo y esposa, hijo e hija, matrimonio y familia» [1].
Convertida a partir de la cuarta conferencia de la ONU sobre las mujeres de 1995 en norma política universal, es «desde entonces una de las prioridades transversales del gobierno mundial. […] Aunque su contenido es de una violencia inaudita, aberrante, la revolución de género utiliza estrategias y técnicas sociales dulces que a menudo hacen que pase inadvertida» [2].
«Esta nueva antropología rechaza una naturaleza humana común a todos – escribe el filósofo Vittorio Possenti – y considera que el ser humano es una mera reconstrucción social en el que emergen la historicidad de las culturas, la deconstrucción y la relatividad de las normas morales, la centralidad inapelable de las elecciones individuales» [3].
La diferencia corpórea es minimizada, mientras la dimensión estrictamente cultural (el gender) se considera esencial. «La identidad sexual se convierte en una elección libre y mutable, también más veces» [4].
Quisiera hacer algunas observaciones. ¿Es un bien que el hombre y para la mujer sean llevados a pensar que no tiene significado tener una identidad sexual clara, que es incluso mejor no tener ninguna? Lo masculino y lo femenino, ¿no son tal vez necesarios para la definición misma de la condición humana? Ciertamente, no puede sostenerse que la diferencia entre hombre y mujer es una teoría nacida con el catolicismo [5]. Es más bien una evidencia racional, confirmada por la enseñanza de la tradición judeo-cristiana.
Sylviane Agacinski, escritora, periodista y filósofa francesa, investigadora en la Escuela de Altos Estudios y Ciencias Sociales de París, ha escrito muchos libros sobre la relación entre los sexos. Ha resumido sus investigaciones en un artículo publicado recientemente («Vita e Pensiero», febrero de 2013): «La idea de que el género humano es sexuado, formado por hombres y mujeres, constituye el objeto de una experiencia universal vinculada al modo cómo los humanos se generan los uno de los otros, como la mayor parte de los seres vivos. Platón define la diferencia sexual como una diferencia relativa a la generación. También la Biblia la vincula a la fecundidad, sobre todo en uno de los relatos dedicados a la creación del hombre: […] hombre y mujer los creó (Gen 1, 28). Estas palabras tratan al mismo tiempo de la unidad y la dualidad del hombre, creado desde el principio plural, varón y hembra. Como imagen de Dios, el hombre es uno, pero al mismo tiempo, es dos» [6]. Me he permitido incluir esta larga cita de una investigadora laica porque pone de relieve el acuerdo entre razón y tradición judeo-cristiana. En sus obras Agacinski subraya la lucha que, desde el punto de vista cultural, ha tenido que librar la mujer para que se le reconociera su igualdad. También a través de los movimientos feministas. Pero la teoría de género es otra cosa muy distinta. «Podemos ciertamente admitir – escribe – que la norma heterosexual tradicional puede ser un peso para quien no se reconozca en ella, y que por tanto es necesario examinarla para romper el viejo tabú que pesa sobre la homosexualidad y para respetar las orientaciones sexuales de cada persona. Pero la diversidad de las orientaciones sexuales no suprime la dualidad de los sexos; al contrario, la confirma. Efectivamente, podemos hablar de orientaciones – heterosexuales, homosexuales o bisexuales – sólo si suponemos desde el principio que existen al menos dos sexos. Que se desee el otro sexo o que al contrario no se pueda desearlo significa que los dos sexos no son equivalentes. La ausencia de equivalencia está confirmada también por el sufrimiento de quienes, hombres o mujeres, expresan un imperioso deseo de cambiar de sexo» [7]. Remontándose a las teorías de Gaston Bachelard, Agacinski sostiene que es la hipótesis de la fecundidad la que sugiere la diferencia sexual: «la procreación implica siempre el concurso del otro sexo. […] También en un laboratorio se necesita la participación de los dos sexos» [8].
Es interesante observar el hecho de que estudiosos laicos muestren el estrecho vínculo existente entre sexualidad y fecundidad, iluminando de este modo las reflexiones que ya Pablo VI desarrolló en la encíclica Humanae vitae y que sobre todo Juan Pablo II retomó en las catequesis sobre el amor humano.
El Magisterio no quiere sólo proponer una propia visión del hombre y de la mujer radicada en la revelación cristiana. Sabe que así habla de algunos elementos antropológicos que tienen valencia universal.
A este respecto el cardenal Gerard Müller, en su lectio magistralis con la que inauguró el Año Académico de la Facultad Teológica de Milán, dijo: «El concepto de “naturaleza” representa ese fundamento indispensable sin el cual el hombre ya no conseguiría fijar, más allá de los lábiles y volubles contornos de las mayorías de cada tiempo, los límites no negociables de su dignidad e identidad y, por tanto, de sus derechos y deberes. Una dignidad e identidad que son “donadas” al hombre, que el hombre está llamado primero a reconocer y después a actuar, y que nadie puede auto-fabricarse, so pena de perder esa identidad y dignidad y de tergiversar esos derechos y deberes: precisamente, lo que hoy ya ha sucedido y sucede» [9]. Emblemáticas a este respecto son las palabras que el cardenal Angelo Bagnasco, presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, pronunció el 24 de marzo pasado en su prelusión al Consejo Permanente de la CEI: «La lectura ideológica del “género” – una verdadera dictadura – quiere aplastar la diversidad, homologar todo hasta tratar la identidad de hombre y mujer como puras abstracciones».
No puedo olvidar, además, el último discurso a la curia romana del Papa Benedicto XVI. Refiriéndose precisamente al tema que estamos tratando, resaltó: el hombre «niega la propia naturaleza y decide que ésta no se le ha dado como hecho preestablecido, sino que es él mismo quien se la debe crear. Según el relato bíblico de la creación, el haber sido creada por Dios como varón y mujer pertenece a la esencia de la criatura humana. Esta dualidad es esencial para el ser humano, tal como Dios la ha dado» [10]. Sólo esta visión del hombre y de la mujer nos permite seguir hablando de familia; de lo contrario, desaparece el lugar pensado por Dios para la acogida y el crecimiento de los hijos. Por esto el Papa entonces concluía: «si no existe la dualidad de hombre y mujer como dato de la creación, entonces tampoco existe la familia como realidad preestablecida por la creación. Pero, en este caso, también la prole ha perdido el puesto que hasta ahora le correspondía y la particular dignidad que le es propia».
No es casualidad que Agacinski concluya así su análisis: «No nos hemos preocupado para nada de los efectos que [la imposibilidad de remontarse a los padres biológicos] podría tener en los hijos. […] Ahora los conocemos mejor, porque muchos de estos hijos rechazan, más tarde, ser productos fabricados con la ayuda de probetas congeladas y querrían saber a qué hombre o a qué mujer, en otras palabras, a qué personas deben su vida, para poder inscribirse en una historia humana. […] El problema de los niños que vendrán, es decir, de las futuras generaciones, es que nadie los representa en la escena política democrática: no pueden manifestarse, ni ser recibidos, ni ser escuchados. No constituyen fuerza alguna. Sin embargo, el legislador debe preocuparse de las condiciones de su llegada» [11].
Precisamente a este propósito Eugenia Scabini habla de un «vacío de origen: […] el itinerario hacia atrás que la humanidad hoy corre el riesgo de recorrer arrastra hacia abajo a la persona, desde el reconocimiento al desconocimiento, a la indiferencia, a la desidia» [12].
El panorama cultural y social que hemos trazado de manera sintética es ciertamente dramático, pero no debe inducirnos a una visión pesimista o remisiva respecto al futuro. Al contrario: estamos seguros que, precisamente en este contexto, la luz de tantos hombres y mujeres, de tantos padres, de tantas familias que con su vida testimonian la verdad y la belleza de la familia, del matrimonio, de la vida cristiana tal como Jesucristo, Aquel que revela el hombre al hombre, nos la ha mostrado, brilla aún más luminosa.
Vivimos en un tiempo fascinante, en el que todos estamos llamados personalmente a redescubrir y testimoniar públicamente las razones de nuestra fe y de la tradición que nuestros padres nos han entregado. Es el tiempo del testimonio.
Massimo Camisasca es obispo de Reggio Emilia-Guastalla.
Artículo publicado originalmente en Tempi.it.
Traducción de Helena Faccia Serrano.
NOTAS
[1] M. Peeters, Tre miti da smascherare, en L’Osservatore Romano, 3-4 marzo de 2014, p. 5.
[2] Ibidem
[3] V. Possenti, Gender, deriva culturale che vuole negare la realtà, en Avvenire, 5 de marzo de 2014, p. 3.
[4] Ibidem.
[5] Cfr. A. Pessina, in D. Monti, «Sì ai diritti per le coppie gay. Ma si nasce da uomo e donna», en Corriere della Sera, 4 de enero de 2013, p. 20.
[6] S. Agacinski, La metamorfosi della differenza sessuale, en Vita e Pensiero, n. 2 2013.
[7] S. Agacinski, cit.
[8] S. Agacinski, cit.
[9] G. L. Müller, Alcune sfide per la teologia nell’orizzonte della «cittadinanza» contemporanea. Lectio magistralis en apertura del Año Académico de la Facultad Teológica del Norte de Italia, Milán, 13 de febrero de 2014.
[10] Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana, 21 de diciembre de 2012.
[11] S. Agacinski, cit.
[12] E. Scabini, La crisi dei fondamentali dell’umano. Riscoprire l’attrattiva dei fondamentali, en «Tempi», 17 de marzo de 2014.
Es tarea del obispo llevar a cabo este discernimiento junto a su Iglesia y en favor de su Iglesia, buscando en la Tradición eclesial, en la que tiene un sitio especial la Sagrada Escritura, la orientación y la luz para educar a su pueblo, con la ayuda fundamental del Espíritu Santo. El obispo no es un psicólogo, ni un sociólogo, ni tan siquiera propiamente un teólogo. Es bueno que sea experto en filosofía y teología, y el conocimiento de las ciencias humanas puede ayudarle, pero no puede ciertamente competir con los expertos de cada disciplina. Tiene que encontrar las luces que orienten el camino, dejando a los otros la profundización creativa y dialéctica de las respuestas.
No hay duda alguna que una de las transformaciones más profundas que está ocurriendo ante nuestros ojos, pero que en realidad empezó hace algunos siglos, es la concepción que el hombre tiene de sí mismo.
Simplificando lo podría plantear así: dos grandes opciones, dos grandes alternativas se han situado ante la mirada del hombre que se observa a él mismo vivir, actuar, crecer y dirigirse hacia la madurez y la vejez. La primera: “Yo soy un misterio para mí, me doy cuenta ante todo de que he sido generado, me he encontrado en el mundo, no soy yo quien lo ha querido. Ciertamente, puedo intervenir en muchos aspectos de mi persona, física, psíquica, moralmente (basta pensar en lo cierto que es esto con el desarrollo y la aplicación de las tecnologías en los descubrimientos de la ciencia), pero no puedo negar un dato imborrable: en el origen de mi ser hay otro u otros”. La reducción de la naturaleza a cultura no puede esconder un inicio que no ha sido producido por el sujeto.
La segunda: “Yo soy el artífice de mi realidad de hombre o de mujer. La vida es hacerse a sí mismo, según los propios sentimientos, las propias opciones o ideas. En esta construcción continua del proprio yo puede incluirse la construcción de la propia sexualidad, incluso de la propia identidad sexual, que puede cambiar siempre según los deseos de las distintas edades de la vida”.
Cada uno de nosotros puede ver cómo esta segunda posición, en la que el hombre tiene, o piensa que tiene, una total capacidad de plasmar el proprio yo a su gusto es el fruto de filosofías e ideologías que han cambiado profundamente al hombre europeo.
Los descubrimientos científicos, grandioso signo de la altura del ingenio humano, separados de toda consideración etica y social han hecho del hombre un enemigo de sí mismo y de sus propios hermanos. Si ya no hay ninguna naturaleza que haya que reconocer o respetar, lo único que queda es la fuerza y el resultado será una terrible guerra de los unos contra los otros. El Papa Francisco, en la Evangelii Gaudium, nos ha puesto en guardia ante la «difusa indiferencia relativista» que «no perjudica sólo a la Iglesia, sino a la vida social en general. Reconozcamos que una cultura, en la cual cada uno quiere ser el portador de una propia verdad subjetiva, vuelve difícil que los ciudadanos deseen integrar un proyecto común más allá de los beneficios y deseos personales» (Evangelii Gaudium, 61).
A esta última visión del hombre como artífice de sí mismo se refiere la teoría de género, aparecida por primera vez en los Estados Unidos hace casi sesenta años. En realidad, ella es fruto de una larga incubación del pensamiento occidental, que ha trasladado la propia atención cada vez más de la persona al individuo, separándolo de toda pertenencia y portador sólo de derechos.
Este teoría quiere «refundar la sociedad según una “humanidad nueva”, “liberada” de los términos hombre y mujer, padre y madre, esposo y esposa, hijo e hija, matrimonio y familia» [1].
Convertida a partir de la cuarta conferencia de la ONU sobre las mujeres de 1995 en norma política universal, es «desde entonces una de las prioridades transversales del gobierno mundial. […] Aunque su contenido es de una violencia inaudita, aberrante, la revolución de género utiliza estrategias y técnicas sociales dulces que a menudo hacen que pase inadvertida» [2].
«Esta nueva antropología rechaza una naturaleza humana común a todos – escribe el filósofo Vittorio Possenti – y considera que el ser humano es una mera reconstrucción social en el que emergen la historicidad de las culturas, la deconstrucción y la relatividad de las normas morales, la centralidad inapelable de las elecciones individuales» [3].
La diferencia corpórea es minimizada, mientras la dimensión estrictamente cultural (el gender) se considera esencial. «La identidad sexual se convierte en una elección libre y mutable, también más veces» [4].
Quisiera hacer algunas observaciones. ¿Es un bien que el hombre y para la mujer sean llevados a pensar que no tiene significado tener una identidad sexual clara, que es incluso mejor no tener ninguna? Lo masculino y lo femenino, ¿no son tal vez necesarios para la definición misma de la condición humana? Ciertamente, no puede sostenerse que la diferencia entre hombre y mujer es una teoría nacida con el catolicismo [5]. Es más bien una evidencia racional, confirmada por la enseñanza de la tradición judeo-cristiana.
Sylviane Agacinski, escritora, periodista y filósofa francesa, investigadora en la Escuela de Altos Estudios y Ciencias Sociales de París, ha escrito muchos libros sobre la relación entre los sexos. Ha resumido sus investigaciones en un artículo publicado recientemente («Vita e Pensiero», febrero de 2013): «La idea de que el género humano es sexuado, formado por hombres y mujeres, constituye el objeto de una experiencia universal vinculada al modo cómo los humanos se generan los uno de los otros, como la mayor parte de los seres vivos. Platón define la diferencia sexual como una diferencia relativa a la generación. También la Biblia la vincula a la fecundidad, sobre todo en uno de los relatos dedicados a la creación del hombre: […] hombre y mujer los creó (Gen 1, 28). Estas palabras tratan al mismo tiempo de la unidad y la dualidad del hombre, creado desde el principio plural, varón y hembra. Como imagen de Dios, el hombre es uno, pero al mismo tiempo, es dos» [6]. Me he permitido incluir esta larga cita de una investigadora laica porque pone de relieve el acuerdo entre razón y tradición judeo-cristiana. En sus obras Agacinski subraya la lucha que, desde el punto de vista cultural, ha tenido que librar la mujer para que se le reconociera su igualdad. También a través de los movimientos feministas. Pero la teoría de género es otra cosa muy distinta. «Podemos ciertamente admitir – escribe – que la norma heterosexual tradicional puede ser un peso para quien no se reconozca en ella, y que por tanto es necesario examinarla para romper el viejo tabú que pesa sobre la homosexualidad y para respetar las orientaciones sexuales de cada persona. Pero la diversidad de las orientaciones sexuales no suprime la dualidad de los sexos; al contrario, la confirma. Efectivamente, podemos hablar de orientaciones – heterosexuales, homosexuales o bisexuales – sólo si suponemos desde el principio que existen al menos dos sexos. Que se desee el otro sexo o que al contrario no se pueda desearlo significa que los dos sexos no son equivalentes. La ausencia de equivalencia está confirmada también por el sufrimiento de quienes, hombres o mujeres, expresan un imperioso deseo de cambiar de sexo» [7]. Remontándose a las teorías de Gaston Bachelard, Agacinski sostiene que es la hipótesis de la fecundidad la que sugiere la diferencia sexual: «la procreación implica siempre el concurso del otro sexo. […] También en un laboratorio se necesita la participación de los dos sexos» [8].
Es interesante observar el hecho de que estudiosos laicos muestren el estrecho vínculo existente entre sexualidad y fecundidad, iluminando de este modo las reflexiones que ya Pablo VI desarrolló en la encíclica Humanae vitae y que sobre todo Juan Pablo II retomó en las catequesis sobre el amor humano.
El Magisterio no quiere sólo proponer una propia visión del hombre y de la mujer radicada en la revelación cristiana. Sabe que así habla de algunos elementos antropológicos que tienen valencia universal.
A este respecto el cardenal Gerard Müller, en su lectio magistralis con la que inauguró el Año Académico de la Facultad Teológica de Milán, dijo: «El concepto de “naturaleza” representa ese fundamento indispensable sin el cual el hombre ya no conseguiría fijar, más allá de los lábiles y volubles contornos de las mayorías de cada tiempo, los límites no negociables de su dignidad e identidad y, por tanto, de sus derechos y deberes. Una dignidad e identidad que son “donadas” al hombre, que el hombre está llamado primero a reconocer y después a actuar, y que nadie puede auto-fabricarse, so pena de perder esa identidad y dignidad y de tergiversar esos derechos y deberes: precisamente, lo que hoy ya ha sucedido y sucede» [9]. Emblemáticas a este respecto son las palabras que el cardenal Angelo Bagnasco, presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, pronunció el 24 de marzo pasado en su prelusión al Consejo Permanente de la CEI: «La lectura ideológica del “género” – una verdadera dictadura – quiere aplastar la diversidad, homologar todo hasta tratar la identidad de hombre y mujer como puras abstracciones».
No puedo olvidar, además, el último discurso a la curia romana del Papa Benedicto XVI. Refiriéndose precisamente al tema que estamos tratando, resaltó: el hombre «niega la propia naturaleza y decide que ésta no se le ha dado como hecho preestablecido, sino que es él mismo quien se la debe crear. Según el relato bíblico de la creación, el haber sido creada por Dios como varón y mujer pertenece a la esencia de la criatura humana. Esta dualidad es esencial para el ser humano, tal como Dios la ha dado» [10]. Sólo esta visión del hombre y de la mujer nos permite seguir hablando de familia; de lo contrario, desaparece el lugar pensado por Dios para la acogida y el crecimiento de los hijos. Por esto el Papa entonces concluía: «si no existe la dualidad de hombre y mujer como dato de la creación, entonces tampoco existe la familia como realidad preestablecida por la creación. Pero, en este caso, también la prole ha perdido el puesto que hasta ahora le correspondía y la particular dignidad que le es propia».
No es casualidad que Agacinski concluya así su análisis: «No nos hemos preocupado para nada de los efectos que [la imposibilidad de remontarse a los padres biológicos] podría tener en los hijos. […] Ahora los conocemos mejor, porque muchos de estos hijos rechazan, más tarde, ser productos fabricados con la ayuda de probetas congeladas y querrían saber a qué hombre o a qué mujer, en otras palabras, a qué personas deben su vida, para poder inscribirse en una historia humana. […] El problema de los niños que vendrán, es decir, de las futuras generaciones, es que nadie los representa en la escena política democrática: no pueden manifestarse, ni ser recibidos, ni ser escuchados. No constituyen fuerza alguna. Sin embargo, el legislador debe preocuparse de las condiciones de su llegada» [11].
Precisamente a este propósito Eugenia Scabini habla de un «vacío de origen: […] el itinerario hacia atrás que la humanidad hoy corre el riesgo de recorrer arrastra hacia abajo a la persona, desde el reconocimiento al desconocimiento, a la indiferencia, a la desidia» [12].
El panorama cultural y social que hemos trazado de manera sintética es ciertamente dramático, pero no debe inducirnos a una visión pesimista o remisiva respecto al futuro. Al contrario: estamos seguros que, precisamente en este contexto, la luz de tantos hombres y mujeres, de tantos padres, de tantas familias que con su vida testimonian la verdad y la belleza de la familia, del matrimonio, de la vida cristiana tal como Jesucristo, Aquel que revela el hombre al hombre, nos la ha mostrado, brilla aún más luminosa.
Vivimos en un tiempo fascinante, en el que todos estamos llamados personalmente a redescubrir y testimoniar públicamente las razones de nuestra fe y de la tradición que nuestros padres nos han entregado. Es el tiempo del testimonio.
Massimo Camisasca es obispo de Reggio Emilia-Guastalla.
Artículo publicado originalmente en Tempi.it.
Traducción de Helena Faccia Serrano.
NOTAS
[1] M. Peeters, Tre miti da smascherare, en L’Osservatore Romano, 3-4 marzo de 2014, p. 5.
[2] Ibidem
[3] V. Possenti, Gender, deriva culturale che vuole negare la realtà, en Avvenire, 5 de marzo de 2014, p. 3.
[4] Ibidem.
[5] Cfr. A. Pessina, in D. Monti, «Sì ai diritti per le coppie gay. Ma si nasce da uomo e donna», en Corriere della Sera, 4 de enero de 2013, p. 20.
[6] S. Agacinski, La metamorfosi della differenza sessuale, en Vita e Pensiero, n. 2 2013.
[7] S. Agacinski, cit.
[8] S. Agacinski, cit.
[9] G. L. Müller, Alcune sfide per la teologia nell’orizzonte della «cittadinanza» contemporanea. Lectio magistralis en apertura del Año Académico de la Facultad Teológica del Norte de Italia, Milán, 13 de febrero de 2014.
[10] Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana, 21 de diciembre de 2012.
[11] S. Agacinski, cit.
[12] E. Scabini, La crisi dei fondamentali dell’umano. Riscoprire l’attrattiva dei fondamentali, en «Tempi», 17 de marzo de 2014.
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