La última victoria de Fan
Decía que era preferible "ser un jade roto que un azulejo intacto". Ha muerto a los 97 años y resulta evidente la devoción del pueblo cristiano por este pastor heroico
por José Luis Restán
Ha sucedido en Shanghai, la plaza más emblemática del catolicismo chino. El pasado viernes se celebró el funeral por Joseph Fan Zhongliang, obispo de Shanghai que jamás fue reconocido por el gobierno de Pekín. Mons. Fan había sido ordenado en secreto por mandato de Juan Pablo II en 1985, después de padecer treinta años de reclusión en las cárceles y campos de trabajo del régimen comunista.
Cinco mil fieles acudieron a las exequias concelebradas por setenta sacerdotes que lucían estolas rojas, el color litúrgico de los mártires. Lo más significativo ha sido la presencia de fieles y sacerdotes tanto de la comunidad “oficial” (reconocida por el Gobierno) como de la comunidad “subterránea”, siempre expuesta a la represión de un Estado que no ha dejado de encarcelar a sacerdotes y obispos por su fidelidad manifiesta al Papa.
La historia del obispo Fan sirve de espejo para la epopeya de los católicos chinos en los últimos cincuenta años. Primero sufrió una cruel represión; después, con la apertura ofrecida por Deng Xiao Ping logró la libertad, si bien nunca se le permitió ejercer su ministerio dado que no aceptó inscribirse en la Asociación de Católicos Patrióticos. Cuando en 1985 fue ordenado obispo de Shanghai en secreto, el régimen decretó que la diócesis debía ser guiada por Aloysius Jin Luxian, jesuita como el propio Joseph Fan.
Pero tampoco pensemos que Jin Luxian era un muñeco de guiñol en manos de los comunistas. Aunque cedió y buscó compromisos más que discutibles, jamás concibió su ministerio separado de la Iglesia universal y del Papa, y solicitó a Roma su reconocimiento. Ambos obispos jesuitas, Fan y Jin, guiaron en paralelo las comunidades subterránea y oficial, y diversos testimonios confirman que en los últimos años se reconciliaron y colaboraron, seguramente por indicación de la Santa Sede, que ha debido jugar algo parecido a un juego de damas chinas en un escenario difícilmente comprensible para los occidentales.
Joseph Fan eligió el camino más duro, la senda estrecha, si bien nunca condenó a otros hermanos que prefirieron otras sendas con la intención de lograr un espacio de libertad para la única Iglesia en China, que aún está por llegar. Decía que era preferible “ser un jade roto que un azulejo intacto”. Ha muerto a los 97 años y resulta evidente la devoción del pueblo cristiano por este pastor heroico, una devoción que rompe los esquemas (a veces demasiado rígidos) que dividen a “subterráneos” de “oficiales”.
El gobierno, en esta ocasión, no ha querido tensar la cuerda. Si bien no ha permitido que el funeral se celebre en la catedral (para no reconocer explícitamente la condición episcopal del fallecido), sí ha mostrado benevolencia a la hora de permitir que miles de fieles se concentraran en la funeraria y que sacerdotes clandestinos concelebrasen junto a los oficiales. La policía organizó la entrada y dispuso pantallas para seguir el acto desde el exterior.
Un dato muy sugerente es que durante el funeral todos los sacerdotes concelebrantes han orado en voz alta “por nuestro obispo Tadeo”, reconociendo así como único pastor de la diócesis a Tadeo Ma Daqin, el joven obispo auxiliar del ya difunto Jin Luxian, que había sido ordenado con acuerdo de Pekín y de Roma, pero que sufre arresto domiciliario desde ese mismo día al expresar públicamente su fidelidad al Papa y su rechazo a encuadrarse en las estructuras del régimen.
Ahora ya no hay líneas paralelas. El funeral de Mons. Fan ha mostrado una insospechada comunión entre ambas comunidades en Shanghai, y ha dejado claro que todos reconocen como su obispo a Tadeo Ma, actualmente sometido a estrecho control policial, sin libertad de palabra ni de movimientos. Y ahora ¿qué hará el gobierno de Pekín? La ocasión sería propicia para retomar la senda el diálogo con Roma, respondiendo a la renovada oferta de concordia planteada por el Papa Francisco. Debemos ser cautelosos pero una cosa es evidente: hay factores que el poder no controla. A sus 97 años, y de cuerpo presente, el fiel y rocoso obispo Fan ha conseguido una última e inesperada victoria, después de treinta años de prisión y veintiocho de clandestinidad. Una vez más el Señor derrocha ironía a la hora de conducir a su Iglesia para confundir a los sabios y poderosos del mundo.
© PáginasDigital.es
Cinco mil fieles acudieron a las exequias concelebradas por setenta sacerdotes que lucían estolas rojas, el color litúrgico de los mártires. Lo más significativo ha sido la presencia de fieles y sacerdotes tanto de la comunidad “oficial” (reconocida por el Gobierno) como de la comunidad “subterránea”, siempre expuesta a la represión de un Estado que no ha dejado de encarcelar a sacerdotes y obispos por su fidelidad manifiesta al Papa.
La historia del obispo Fan sirve de espejo para la epopeya de los católicos chinos en los últimos cincuenta años. Primero sufrió una cruel represión; después, con la apertura ofrecida por Deng Xiao Ping logró la libertad, si bien nunca se le permitió ejercer su ministerio dado que no aceptó inscribirse en la Asociación de Católicos Patrióticos. Cuando en 1985 fue ordenado obispo de Shanghai en secreto, el régimen decretó que la diócesis debía ser guiada por Aloysius Jin Luxian, jesuita como el propio Joseph Fan.
Pero tampoco pensemos que Jin Luxian era un muñeco de guiñol en manos de los comunistas. Aunque cedió y buscó compromisos más que discutibles, jamás concibió su ministerio separado de la Iglesia universal y del Papa, y solicitó a Roma su reconocimiento. Ambos obispos jesuitas, Fan y Jin, guiaron en paralelo las comunidades subterránea y oficial, y diversos testimonios confirman que en los últimos años se reconciliaron y colaboraron, seguramente por indicación de la Santa Sede, que ha debido jugar algo parecido a un juego de damas chinas en un escenario difícilmente comprensible para los occidentales.
Joseph Fan eligió el camino más duro, la senda estrecha, si bien nunca condenó a otros hermanos que prefirieron otras sendas con la intención de lograr un espacio de libertad para la única Iglesia en China, que aún está por llegar. Decía que era preferible “ser un jade roto que un azulejo intacto”. Ha muerto a los 97 años y resulta evidente la devoción del pueblo cristiano por este pastor heroico, una devoción que rompe los esquemas (a veces demasiado rígidos) que dividen a “subterráneos” de “oficiales”.
El gobierno, en esta ocasión, no ha querido tensar la cuerda. Si bien no ha permitido que el funeral se celebre en la catedral (para no reconocer explícitamente la condición episcopal del fallecido), sí ha mostrado benevolencia a la hora de permitir que miles de fieles se concentraran en la funeraria y que sacerdotes clandestinos concelebrasen junto a los oficiales. La policía organizó la entrada y dispuso pantallas para seguir el acto desde el exterior.
Un dato muy sugerente es que durante el funeral todos los sacerdotes concelebrantes han orado en voz alta “por nuestro obispo Tadeo”, reconociendo así como único pastor de la diócesis a Tadeo Ma Daqin, el joven obispo auxiliar del ya difunto Jin Luxian, que había sido ordenado con acuerdo de Pekín y de Roma, pero que sufre arresto domiciliario desde ese mismo día al expresar públicamente su fidelidad al Papa y su rechazo a encuadrarse en las estructuras del régimen.
Ahora ya no hay líneas paralelas. El funeral de Mons. Fan ha mostrado una insospechada comunión entre ambas comunidades en Shanghai, y ha dejado claro que todos reconocen como su obispo a Tadeo Ma, actualmente sometido a estrecho control policial, sin libertad de palabra ni de movimientos. Y ahora ¿qué hará el gobierno de Pekín? La ocasión sería propicia para retomar la senda el diálogo con Roma, respondiendo a la renovada oferta de concordia planteada por el Papa Francisco. Debemos ser cautelosos pero una cosa es evidente: hay factores que el poder no controla. A sus 97 años, y de cuerpo presente, el fiel y rocoso obispo Fan ha conseguido una última e inesperada victoria, después de treinta años de prisión y veintiocho de clandestinidad. Una vez más el Señor derrocha ironía a la hora de conducir a su Iglesia para confundir a los sabios y poderosos del mundo.
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