Francisco, hijo de la Iglesia
jamás negocia con el contenido de la fe, del mismo modo que rechaza la cesión a las modas y cualquier componenda con la mundanidad, con el sociologismo y la telecracia. Abomina de una Iglesia sin cruz, convertida en ONG espiritual y rendida a la cultura dominante
por José Luis Restán
El pasado 13 de marzo me buscó una redactora de una televisión para valorar el primer año del pontificado de Francisco. Continuamente buscaba, sin mala intención, contraposiciones tópicas entre Benedicto y Francisco, y sacaba a pasear lo que denominaba “la opinión de la gente”: según esa opinión Francisco sería “más moderno, cercano y permisivo” (sic), y claro, eso explicaba su entusiasmo. Mis respuestas no fueron complacientes (aunque habría sido lo más fácil), hasta que llegó un momento en que con todo aplomo me espetó: “sí, quizás esa sea la verdad, pero aquí lo único que importa es lo que parece, no lo que es”. Le dije entonces a mi colega que, como periodista, soy muy consciente de cuánto importa la apariencia, pero que si la realidad no contase ya nada la vida se convertiría en puro cinismo.
La verdad es que el relato del primer año de Francisco, recogido por la galaxia mediática, ha consistido en viejas reconstrucciones virtuales muy poco pegadas a la realidad. Naturalmente, cada uno reconstruye según su proyecto. Por un lado la orilla amargada con Francisco le presenta como un populista (lo de marxista prefiero no considerarlo porque produce rechifla) dispuesto a malvender la Tradición. En la otra banda pululan los teóricos de la revolución eclesial que comienzan a impacientarse porque, dicen, Francisco ha escrito un buen guión pero no termina de interpretarlo. Unos y otros no escuchan ni miran al Papa, simplemente desarrollan un guión escrito desde hace meses.
Entre las reconstrucciones virtuales (unas irritan, otras entristecen, las hay que provocan risa) hay una que me parece especialmente venenosa. Es aquella que separa al papa Francisco de la Iglesia en la que ha nacido, de la que se ha alimentado, que le ha forjado, aquella en la que aspira a morir (así nos lo dijo hace pocos días) como la gracia entre todas las gracias: ¡morir hijo de la Iglesia! Me ha parecido especialmente letal la afirmación del teólogo autodenominado progresista Vito Mancuso, según el cual la Iglesia estaría perdida si, por cualquier motivo, desapareciera Francisco. Dios guarde al Papa muchos años (si fuera polaco le cantaría “Sto lat”, “Que vivas cien años”), por amor al sucesor de Pedro y por el bien de la Iglesia que ahora guía. Pero afirmar que la Iglesia se precipitaría al abismo si le faltase Francisco es no entender nada, ni de uno ni de la otra.
“Yo soy hijo de la Iglesia”, ha repetido machaconamente Francisco. Y no son meras palabras. Todo lo que en él nos resulta tan atractivo, lleno de autenticidad y de fuerza, se explica únicamente porque a este hombre lo ha generado la madre Iglesia. “Bienaventurada sea esta gran madre, en cuyas rodillas lo he aprendido todo”, decía el converso Paul Claudel, y yo me imagino a Jorge Bergoglio entonando esta misma frase. El Bergoglio que se revistió con la sotana blanca el 13 de marzo de 2013 es hijo de Ignacio de Loyola y del párroco de San José en el barrio de Flores; lo moldearon los salesianos en la primera escuela, asimiló la teología del gran De Lubac, leyó a Dostoievski y a Guardini, se empapó de la religiosidad del pueblo peregrinando a Luján. Es hijo de Juan Pablo II que lo sacó de una suerte de “exilio” para nombrarlo auxiliar de Buenos Aires, y años después Arzobispo metropolitano y Primado de Argentina. Es hijo de San Agustín, al que siempre invoca, y del poverello de Asís, y del pueblo sencillo que se congrega en Aparecida ante su Señora. Y es hijo (primero hijo, después hermano) de un Benedicto XVI del que dice que nunca le agradecerá lo bastante haber dicho que “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.
Quizás lo que Mancuso y otros menos lenguaraces temen sea que el Francisco que ellos han dibujado (¿lo que parece es lo que cuenta?) no sea el Francisco real, y en eso el tiempo juega contra sus intereses. Es curioso, porque si algo queda claro en la trayectoria del pastor Bergoglio, primero en Argentina y ahora en Roma, es que jamás negocia con el contenido de la fe, del mismo modo que rechaza la cesión a las modas y cualquier componenda con la mundanidad, con el sociologismo y la telecracia. Abomina de una Iglesia sin cruz, convertida en ONG espiritual y rendida a la cultura dominante.
En este aniversario en que tantos motivos tenemos para dar gracias a Dios, lo que menos necesitamos es que nos secuestren el relato de un pontificado todavía joven y ciertamente esperanzador. Hace pocos día decía en Santa Marta: “cuando Jesús perdona, siempre hace volver a casa… no se puede comprender a Jesús sin el pueblo de donde proviene, el pueblo elegido de Dios, el pueblo de Israel. Y sin el pueblo que Él llamó en torno a sí: la Iglesia. Y citando a Pablo VI repitió que “es absurdo amar a Cristo sin la Iglesia; escuchar a Cristo pero no a la Iglesia; seguir a Cristo al margen de la Iglesia”. El Papa que nos empuja a las periferias para encontrar el corazón de nuestros contemporáneos precisaba que “cada vez que Cristo llama a una persona, la conduce a la Iglesia”. A la Iglesia que es, a la de ahora, no a la que sueñan los “revolucionarios eclesiásticos”. “Y si cada uno de nosotros tiene la posibilidad, y la realidad, de marcharse de casa por un pecado o por un error, Dios lo sabe, la salvación es volver a casa: con Jesús en la Iglesia”. Buen camino con Francisco, hijo de la Iglesia.
© PaginasDigital.es
La verdad es que el relato del primer año de Francisco, recogido por la galaxia mediática, ha consistido en viejas reconstrucciones virtuales muy poco pegadas a la realidad. Naturalmente, cada uno reconstruye según su proyecto. Por un lado la orilla amargada con Francisco le presenta como un populista (lo de marxista prefiero no considerarlo porque produce rechifla) dispuesto a malvender la Tradición. En la otra banda pululan los teóricos de la revolución eclesial que comienzan a impacientarse porque, dicen, Francisco ha escrito un buen guión pero no termina de interpretarlo. Unos y otros no escuchan ni miran al Papa, simplemente desarrollan un guión escrito desde hace meses.
Entre las reconstrucciones virtuales (unas irritan, otras entristecen, las hay que provocan risa) hay una que me parece especialmente venenosa. Es aquella que separa al papa Francisco de la Iglesia en la que ha nacido, de la que se ha alimentado, que le ha forjado, aquella en la que aspira a morir (así nos lo dijo hace pocos días) como la gracia entre todas las gracias: ¡morir hijo de la Iglesia! Me ha parecido especialmente letal la afirmación del teólogo autodenominado progresista Vito Mancuso, según el cual la Iglesia estaría perdida si, por cualquier motivo, desapareciera Francisco. Dios guarde al Papa muchos años (si fuera polaco le cantaría “Sto lat”, “Que vivas cien años”), por amor al sucesor de Pedro y por el bien de la Iglesia que ahora guía. Pero afirmar que la Iglesia se precipitaría al abismo si le faltase Francisco es no entender nada, ni de uno ni de la otra.
“Yo soy hijo de la Iglesia”, ha repetido machaconamente Francisco. Y no son meras palabras. Todo lo que en él nos resulta tan atractivo, lleno de autenticidad y de fuerza, se explica únicamente porque a este hombre lo ha generado la madre Iglesia. “Bienaventurada sea esta gran madre, en cuyas rodillas lo he aprendido todo”, decía el converso Paul Claudel, y yo me imagino a Jorge Bergoglio entonando esta misma frase. El Bergoglio que se revistió con la sotana blanca el 13 de marzo de 2013 es hijo de Ignacio de Loyola y del párroco de San José en el barrio de Flores; lo moldearon los salesianos en la primera escuela, asimiló la teología del gran De Lubac, leyó a Dostoievski y a Guardini, se empapó de la religiosidad del pueblo peregrinando a Luján. Es hijo de Juan Pablo II que lo sacó de una suerte de “exilio” para nombrarlo auxiliar de Buenos Aires, y años después Arzobispo metropolitano y Primado de Argentina. Es hijo de San Agustín, al que siempre invoca, y del poverello de Asís, y del pueblo sencillo que se congrega en Aparecida ante su Señora. Y es hijo (primero hijo, después hermano) de un Benedicto XVI del que dice que nunca le agradecerá lo bastante haber dicho que “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.
Quizás lo que Mancuso y otros menos lenguaraces temen sea que el Francisco que ellos han dibujado (¿lo que parece es lo que cuenta?) no sea el Francisco real, y en eso el tiempo juega contra sus intereses. Es curioso, porque si algo queda claro en la trayectoria del pastor Bergoglio, primero en Argentina y ahora en Roma, es que jamás negocia con el contenido de la fe, del mismo modo que rechaza la cesión a las modas y cualquier componenda con la mundanidad, con el sociologismo y la telecracia. Abomina de una Iglesia sin cruz, convertida en ONG espiritual y rendida a la cultura dominante.
En este aniversario en que tantos motivos tenemos para dar gracias a Dios, lo que menos necesitamos es que nos secuestren el relato de un pontificado todavía joven y ciertamente esperanzador. Hace pocos día decía en Santa Marta: “cuando Jesús perdona, siempre hace volver a casa… no se puede comprender a Jesús sin el pueblo de donde proviene, el pueblo elegido de Dios, el pueblo de Israel. Y sin el pueblo que Él llamó en torno a sí: la Iglesia. Y citando a Pablo VI repitió que “es absurdo amar a Cristo sin la Iglesia; escuchar a Cristo pero no a la Iglesia; seguir a Cristo al margen de la Iglesia”. El Papa que nos empuja a las periferias para encontrar el corazón de nuestros contemporáneos precisaba que “cada vez que Cristo llama a una persona, la conduce a la Iglesia”. A la Iglesia que es, a la de ahora, no a la que sueñan los “revolucionarios eclesiásticos”. “Y si cada uno de nosotros tiene la posibilidad, y la realidad, de marcharse de casa por un pecado o por un error, Dios lo sabe, la salvación es volver a casa: con Jesús en la Iglesia”. Buen camino con Francisco, hijo de la Iglesia.
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