Una fuente de aguas claras
El espíritu reformador y el brío misionero del papa Francisco beben de las aguas profundas del pontificado luminoso, pero también sufriente, de Benedicto XVI
por José Luis Restán
“Yo ya soy un viejo, un monje dedicado a la oración y nada más”. Así respondía Benedicto XVI a finales del pasado noviembre a la invitación (mitad en broma, mitad en serio) con la que el Patriarca Sako, cabeza de la Iglesia caldea, le invitaba a visitar Iraq. El anciano monje sigue asido a la cruz en el recinto de San Pedro, tal como dijera en su despedida, consciente de que esa es ahora su misión, y no pequeña. Quienes han podido verle recientemente hablan de esa “luz” que irradia con su serena paz, con la certeza tranquila de que, como dice Miguel Mañara en la obra de Milosz, “todo está donde debe estar y va donde debe ir, según una sabiduría que, gracias a Dios, no es nuestra”. Quizás la palabra luz sea la más adecuada para hablar de él: luz del entendimiento (como diría Dante) pero luz cálida que penetra en lo profundo del corazón hasta hacerle tocar el núcleo de la esperanza.
Han sido pocas las palabras de Benedicto que nos han llegado desde el monasterio Mater Ecclesiae en este año que nos separa ya de su clamorosa renuncia. Esa era y sigue siendo su firme voluntad. Pero las pocas que han traspasado sus muros constituyen un pequeño tesoro. Por ejemplo las que dirigió al Superior de los Paulinos que le preguntó cuál había sido el corazón de su teología: “la amistad con Jesucristo basada sobre la fe en que Él es el Hijo de Dios; creer y tocar a Jesús, como la mujer enferma de la que habla el Evangelio; nosotros buscamos tocar a Jesús y así encontramos a Dios, que es el sentido de nuestra vida, la alegría de haber sido redimidos; es importante la alegría, incluso cuando aparece la cruz; y así vamos en el camino de la vida”.
Poco tiempo antes, al final del verano, recibió a sus antiguos alumnos de la “Ratzinger Schülerkreis” y les dirigió una significativa homilía sobre el puesto que cada uno debe ocupar en la sociedad y en la Iglesia. “¿Cuál es verdaderamente el puesto justo?, un puesto que puede parecernos muy bueno, puede revelarse como un puesto nefasto”, dijo entonces el anciano monje. “Cualquiera que sea el puesto que la Historia nos quiera asignar, lo determinante es la responsabilidad ante Dios, y la responsabilidad frente al amor, la justicia y la verdad… La Cruz es en la historia el último puesto, y el Crucificado no tiene ningún puesto, ha sido expoliado, es un nadie… y sin embargo Jesús está más alto, está a la altura de Dios porque la altura de la cruz es la altura del amor de Dios, la altura de la renuncia a sí mismo y de la dedicación a los demás. Éste es el puesto divino y queremos pedir a Dios que nos conceda comprenderlo cada vez más y aceptar con humildad, cada uno según su propio modo, este misterio de exaltación y de humillación”. Palabra de Benedicto, de quien alguno susurró “que se había bajado de la cruz”.
Todavía no se ha profundizado lo suficiente en el texto de la Declaratio pronunciada sobriamente en latín aquel 11 de febrero de 2013. Teólogos y canonistas tienen ahí materia enjundiosa para trabajar. Pero ya casi nadie lo duda: aquel gesto inesperado y profético desencadenó un nuevo impulso en el camino de la Iglesia, cuya urgencia Benedicto XVI comprendía y sentía como nadie, tanto como comprendía y sentía que no podía ser él quien la llevase adelante. Ahí radica la enorme grandeza de su histórica decisión. Ni el cansancio (comprensible por la edad y las tormentas) ni la tristeza (por la traición de algunos colaboradores), ni una supuesta impotencia por la impermeabilidad de algunos sectores a su magisterio, pueden explicar lo que sucedió hace un año. Sería no conocer al hombre ni al cristiano Joseph Ratzinger.
El espíritu reformador y el brío misionero del papa Francisco beben de las aguas profundas del pontificado luminoso, pero también sufriente, de Benedicto XVI. Como ha dicho su fiel secretario Georg Gänswein, a través de los sufrimientos, vividos siempre desde la altura serena de la cruz, esas aguas han sido frescas y claras, e irrigarán durante mucho tiempo el cuerpo de la Iglesia, por la que lo ha entregado absolutamente todo. Yo, desde luego, se lo agradeceré mientras viva.
© PáginasDigital.es
Han sido pocas las palabras de Benedicto que nos han llegado desde el monasterio Mater Ecclesiae en este año que nos separa ya de su clamorosa renuncia. Esa era y sigue siendo su firme voluntad. Pero las pocas que han traspasado sus muros constituyen un pequeño tesoro. Por ejemplo las que dirigió al Superior de los Paulinos que le preguntó cuál había sido el corazón de su teología: “la amistad con Jesucristo basada sobre la fe en que Él es el Hijo de Dios; creer y tocar a Jesús, como la mujer enferma de la que habla el Evangelio; nosotros buscamos tocar a Jesús y así encontramos a Dios, que es el sentido de nuestra vida, la alegría de haber sido redimidos; es importante la alegría, incluso cuando aparece la cruz; y así vamos en el camino de la vida”.
Poco tiempo antes, al final del verano, recibió a sus antiguos alumnos de la “Ratzinger Schülerkreis” y les dirigió una significativa homilía sobre el puesto que cada uno debe ocupar en la sociedad y en la Iglesia. “¿Cuál es verdaderamente el puesto justo?, un puesto que puede parecernos muy bueno, puede revelarse como un puesto nefasto”, dijo entonces el anciano monje. “Cualquiera que sea el puesto que la Historia nos quiera asignar, lo determinante es la responsabilidad ante Dios, y la responsabilidad frente al amor, la justicia y la verdad… La Cruz es en la historia el último puesto, y el Crucificado no tiene ningún puesto, ha sido expoliado, es un nadie… y sin embargo Jesús está más alto, está a la altura de Dios porque la altura de la cruz es la altura del amor de Dios, la altura de la renuncia a sí mismo y de la dedicación a los demás. Éste es el puesto divino y queremos pedir a Dios que nos conceda comprenderlo cada vez más y aceptar con humildad, cada uno según su propio modo, este misterio de exaltación y de humillación”. Palabra de Benedicto, de quien alguno susurró “que se había bajado de la cruz”.
Todavía no se ha profundizado lo suficiente en el texto de la Declaratio pronunciada sobriamente en latín aquel 11 de febrero de 2013. Teólogos y canonistas tienen ahí materia enjundiosa para trabajar. Pero ya casi nadie lo duda: aquel gesto inesperado y profético desencadenó un nuevo impulso en el camino de la Iglesia, cuya urgencia Benedicto XVI comprendía y sentía como nadie, tanto como comprendía y sentía que no podía ser él quien la llevase adelante. Ahí radica la enorme grandeza de su histórica decisión. Ni el cansancio (comprensible por la edad y las tormentas) ni la tristeza (por la traición de algunos colaboradores), ni una supuesta impotencia por la impermeabilidad de algunos sectores a su magisterio, pueden explicar lo que sucedió hace un año. Sería no conocer al hombre ni al cristiano Joseph Ratzinger.
El espíritu reformador y el brío misionero del papa Francisco beben de las aguas profundas del pontificado luminoso, pero también sufriente, de Benedicto XVI. Como ha dicho su fiel secretario Georg Gänswein, a través de los sufrimientos, vividos siempre desde la altura serena de la cruz, esas aguas han sido frescas y claras, e irrigarán durante mucho tiempo el cuerpo de la Iglesia, por la que lo ha entregado absolutamente todo. Yo, desde luego, se lo agradeceré mientras viva.
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