Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Terrorismo, odio y educación de la juventud


no concedáis a los terroristas el que os destrocéis a vosotros mismos por el odio. Incluso es muy bueno rezar por la conversión de ellos, cosa que en alguna ocasión hemos hecho, porque decimos en el Padre Nuestro, Nuestro es decir de ellos y de vosotros

por Pedro Trevijano

Opinión

El sábado 29 de Diciembre acompañé como sacerdote a las Víctimas del Terrorismo en un viaje a varias localidades vascas para rendir homenaje a los allí asesinados con un minuto de silencio, una ofrenda floral y, ésa era mi tarea, rezar un responso o una oración por su eterno descanso. Las acompañé gustosamente porque siempre he creído que en el asunto del terrorismo, es decir cuando a uno le pegan un tiro en la nuca o algo semejante, como un coche bomba, la razón la tienen, de todas todas, las víctimas. El Magisterio de la Iglesia, tanto de los Papas como de nuestra Conferencia Episcopal y de muchísimos Obispos condenan el terrorismo en general y el de ETA en particular, y nos dicen sobre él, “a la luz de la Revelación y de la Doctrina de la Iglesia lo calificamos como una realidad intrínsecamente perversa, nunca justificable, y como un hecho que, por la forma ya consolidada en que se presenta a sí mismo, resulta una estructura de pecado”.

“El terrorismo merece la misma calificación moral absolutamente negativa que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente, prohibida por la ley natural y por el quinto mandamiento del Decálogo: ‘no matarás’ (Ex 20,13)”. “Quien, rechazando la actuación terrorista, quisiera servirse del fenómeno del terrorismo para sus intereses políticos cometería una gravísima inmoralidad”. No sé por qué, mejor dicho sí lo sé, eso me recuerda a algunos políticos y a algún Partido político. Y siguen nuestros Obispos: “Tampoco es admisible el silencio sistemático ante el terrorismo. Esto obliga a todos a expresar responsablemente el rechazo y la condena del terrorismo y de cualquier forma de colaboración con quienes lo ejercitan o lo justifican, particularmente a quienes tienen alguna representación pública o ejercen alguna responsabilidad en la sociedad. No se puede ser ‘neutral’ ante el terrorismo. Querer serlo resulta un modo de aceptación del mismo y un escándalo público”. Que me sienta, como sacerdote católico, solidario con las víctimas, me parece de elemental sentido común.

De todos los lugares que visitamos, el más conflictivo, con diferencia, fue Eibar. Allí varios centenares de personas, entre ellos bastantes jóvenes e incluso niños, nos acogieron con pitos e insultos. Ello me lleva a plantear los dos problemas colaterales más graves que aquella situación ponía a la luz: el del odio y el de la educación.

El odio lo podemos tener todos. Es lo contrario al amor. A mí me gusta compararlo con esos chupitos que tomamos en muchos restaurantes después de las comidas. Sólo, que en este caso, a pesar de su apariencia agradable, es un veneno activísimo que destroza a la persona que lo tiene. Les suelo decir a las víctimas: me parece muy bien que deseéis y luchéis por la justicia. Pero cuidado con el odio: no concedáis a los terroristas el que os destrocéis a vosotros mismos por el odio. Incluso es muy bueno rezar por la conversión de ellos, cosa que en alguna ocasión hemos hecho, porque decimos en el Padre Nuestro, Nuestro es decir de ellos y de vosotros. Odiar a los terroristas os haría mucho daño a vosotros, como a ellos les sucede con el odio del que están llenos.

Sobre el tema de la educación ver a unos críos a los que se educa en el odio es muy duro. Me decía una víctima del terrorismo, educadora de profesión: “cada vez que me acuerdo de esos niños pequeños educados en el odio, es que me pongo mala”. Sobre en qué consiste la educación la Carta a las Familias “Gratissimam sane” de Juan Pablo II nos dice: “Para responder a esta pregunta hay que recordar dos verdades fundamentales. La primera es que el hombre está llamado a vivir en la verdad y en el amor. La segunda es que cada hombre se realiza mediante la entrega sincera de sí mismo” (nº 16). La educación por tanto está al servicio de la verdad, enseñando ante todo qué es lo que está bien y qué es lo que está mal y tiene como objetivo un proceso de maduración o de crecimiento y construcción de la personalidad, y como lo que da sentido a la vida es el amor, educar es transmitir lo mejor que uno ha adquirido a lo largo de la vida, lo que supone fundamentalmente enseñar a amar. Educar es, ya desde la infancia, sembrar ideales, formar criterios y fortalecer la voluntad, pues todo aprender supone un esfuerzo. La función de la educación no es sólo instruir o transmitir unos conocimientos, o preparar para el trabajo, sino la formación completa de la persona, siendo preciso para educar saber quién es la persona humana y conocer su naturaleza. El educador debe amar, pero por ello mismo debe exigir y corregir, para así formar el carácter capacitando para el sacrificio, así como enseñar los valores y comportamientos, es decir los principios y actitudes, inculcando el sentido del deber, del honor, del respeto, convenciendo y persuadiendo gracias a un diálogo abierto y permanente, mejor que imponiendo. “La educación consiste en que el hombre llegue a ser cada vez más hombre, que pueda ser más y no sólo que pueda tener más”. O como dice la Declaración de Derechos Humanos de la ONU en su artículo 26-2 “La educación tendrá por objetivo el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos”.

Cuando pienso en esos chavales no puedo por menos de acordarme de lo que pensaba cuando llamaba a algunas madres de mis alumnos descerebrados. La mitad de las veces me encontraba con padres normales, e incluyo en esta categoría a la madre de un etarra que le dijo a un amigo mío sacerdote: “Han detenido a mi hijo. Ya puedo dormir tranquila, porque sé que ni va a matar a nadie ni le van a matar”. Pero la otra mitad me encontraba con unas madres que me hacían pensar: “Con semejante madre su hijo es un santo”. Pero el problema no es sólo de los padres, sino de lo que se les enseña en las escuelas, por lo que los padres normales tienen que estar muy encima para evitar que descarríen a sus hijos.

Pedro Trevijano
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