¿Jugamos la partida?
Existe un laicismo de baja intensidad que también anida en amplias capas del PP, ese partido que antaño invocaba el humanismo cristiano como una de sus fuentes inspiradoras y que tampoco quiere leer al maestro de Frankfurt
por José Luis Restán
No es un brindis al sol, dice Ramón Jáuregui cuando le preguntan sobre el enésimo anuncio de que el PSOE denunciará los Acuerdos Iglesia-Estado cuando recupere el gobierno. Quien antaño patrocinó un intento de rectificación del laicismo radical, como santo y seña de los socialistas españoles, ya se ha cansado. Atrás quedaron las giras por España presentando el breviario de los socialistas cristianos, cuando gobernaba Aznar y hacía falta abrir espacio electoral. Jáuregui no pestañea: “la Iglesia española se lo ha ganado a pulso”.
Cuando un político como Jáuregui, que pasa por ser moderado y abierto, habla con este aplomo, tenemos que preguntarnos qué habrá hecho la Iglesia en España para provocar semejante irritación. No hace falta ser un lince. En el desierto cultural y social de nuestro país la Iglesia se configuró como el único obstáculo real para la ingeniería social del zapaterismo. Sólo la perspectiva histórica nos permitirá valorar adecuadamente esa función contingente, derivada de su misión esencial de anunciar el Evangelio, que la Iglesia ha desarrollado en un momento crucial de la historia de España. El momento en que un Gobierno surgido del trauma del 11-M jugó a romper el envés de la Transición y apostó por una verdadera revolución cultural.
Durante esos ocho años los obispos españoles nunca rompieron los puentes de diálogo con el socialismo gobernante, y sus pronunciamientos públicos se realizaron siempre en términos de razón y de derecho, abiertamente y sin subterfugios. Muchos sectores culturales de nuestro país, bien distantes de cualquier matriz católica, pueden sopesar hasta qué punto el protagonismo eclesial en el debate público ha significado una salvaguardia del pluralismo y un verdadero ejercicio de ciudadanía en ese periodo. Sin que eso signifique que todo se hiciese bien, porque los católicos andamos en el barro de la historia y no siempre se pisa en el lugar adecuado.
Hay dos cosas que la dirección del PSOE ha sido incapaz de digerir desde el pacto constitucional del 78. Que la sociedad española no se haya “modernizado” con la celeridad, profundidad y dirección que ellos pretendían (siempre en clave de descristianización) y que la jerarquía de la Iglesia no haya aceptado en España el papel de buey mudo, ciñéndose a lo que ellos entendían como “opción religiosa”. Curiosamente una Iglesia mucho más reducida en sus dimensiones y mucho menos amparada por la costumbre social, provoca en el PSOE una reacción que no se conoció hace treinta años.
Más allá de esa exhibición de malcontento que tan poco le cuadra, hay una verdad en lo que dice Jáuregui. Que esta vez no van de farol. Que si vuelven al poder plantearán la denuncia de los acuerdos, y lo harán en términos de reducción sustancial del significado de la libertad religiosa. Y que no se hagan ilusiones otras confesiones de notorio arraigo en nuestro país: la merma afectará a todos y la clave de la melodía será la del laicismo francés, norte y guía de unos cuadros socialistas tan culturalmente escuálidos como demagógicamente enardecidos. Naturalmente ellos no han leído a Jürgen Habermas.
La Iglesia en España tiene que avistar ese escenario, que no debe asustarle pero sí interesarle. No es sólo un PSOE atávico el que muestra sus pulsiones anticlericales. Existe un laicismo de baja intensidad que también anida en amplias capas del PP, ese partido que antaño invocaba el humanismo cristiano como una de sus fuentes inspiradoras y que tampoco quiere leer al maestro de Frankfurt. En realidad PSOE y PP (mejor no hablamos del resto del arco parlamentario) responden a su manera a un proceso profundo que afecta al conjunto de la sociedad española. Las periferias de las que habla el Papa están ya en el centro de nuestras ciudades, de nuestras escuelas y vecindarios. No cabe duda de que es ahí donde se juega el futuro de la misión y eso requiere realismo, humildad, inteligencia, y sobre todo pasión por comunicar la experiencia cristiana sin dar por supuesto absolutamente nada.
El pacto de convivencia del 78, bueno por tantas cosas, lo era también en materia de libertad religiosa y de laicidad, que tanto monta - monta tanto. Pero de nada sirve llorar por la leche derramada cuando uno de los partidos de gobierno (el PSOE) se empeña en demolerlo y el otro (el PP) apenas encuentra calor y razón para defenderlo de un modo eficaz. Para los católicos españoles esto significa un desafío a nuestra creatividad, a nuestra capacidad de ofrecer, sin prepotencia ni complejos, las razones de nuestra esperanza, que tienen también una valencia civil y política porque contribuyen decisivamente al bien común. Es muy posible que en no demasiado tiempo sea necesario negociar un nuevo esquema institucional, y habrá que hacerlo con la astucia de la que habla el Evangelio. Pero lo verdaderamente sustancial es que las gentes de toda extracción (de izquierda y derecha, religiosos o agnósticos) puedan sorprenderse de nuevo por la novedad humana de la fe. No se si será un tiempo más incómodo (quizás, aunque no recuerdo en qué consiste la comodidad) pero en todo caso es el campo apasionante en que se juega nuestra partida. Incluso invitaríamos a Jáuregui a jugar.
© PáginasDigital.es
Cuando un político como Jáuregui, que pasa por ser moderado y abierto, habla con este aplomo, tenemos que preguntarnos qué habrá hecho la Iglesia en España para provocar semejante irritación. No hace falta ser un lince. En el desierto cultural y social de nuestro país la Iglesia se configuró como el único obstáculo real para la ingeniería social del zapaterismo. Sólo la perspectiva histórica nos permitirá valorar adecuadamente esa función contingente, derivada de su misión esencial de anunciar el Evangelio, que la Iglesia ha desarrollado en un momento crucial de la historia de España. El momento en que un Gobierno surgido del trauma del 11-M jugó a romper el envés de la Transición y apostó por una verdadera revolución cultural.
Durante esos ocho años los obispos españoles nunca rompieron los puentes de diálogo con el socialismo gobernante, y sus pronunciamientos públicos se realizaron siempre en términos de razón y de derecho, abiertamente y sin subterfugios. Muchos sectores culturales de nuestro país, bien distantes de cualquier matriz católica, pueden sopesar hasta qué punto el protagonismo eclesial en el debate público ha significado una salvaguardia del pluralismo y un verdadero ejercicio de ciudadanía en ese periodo. Sin que eso signifique que todo se hiciese bien, porque los católicos andamos en el barro de la historia y no siempre se pisa en el lugar adecuado.
Hay dos cosas que la dirección del PSOE ha sido incapaz de digerir desde el pacto constitucional del 78. Que la sociedad española no se haya “modernizado” con la celeridad, profundidad y dirección que ellos pretendían (siempre en clave de descristianización) y que la jerarquía de la Iglesia no haya aceptado en España el papel de buey mudo, ciñéndose a lo que ellos entendían como “opción religiosa”. Curiosamente una Iglesia mucho más reducida en sus dimensiones y mucho menos amparada por la costumbre social, provoca en el PSOE una reacción que no se conoció hace treinta años.
Más allá de esa exhibición de malcontento que tan poco le cuadra, hay una verdad en lo que dice Jáuregui. Que esta vez no van de farol. Que si vuelven al poder plantearán la denuncia de los acuerdos, y lo harán en términos de reducción sustancial del significado de la libertad religiosa. Y que no se hagan ilusiones otras confesiones de notorio arraigo en nuestro país: la merma afectará a todos y la clave de la melodía será la del laicismo francés, norte y guía de unos cuadros socialistas tan culturalmente escuálidos como demagógicamente enardecidos. Naturalmente ellos no han leído a Jürgen Habermas.
La Iglesia en España tiene que avistar ese escenario, que no debe asustarle pero sí interesarle. No es sólo un PSOE atávico el que muestra sus pulsiones anticlericales. Existe un laicismo de baja intensidad que también anida en amplias capas del PP, ese partido que antaño invocaba el humanismo cristiano como una de sus fuentes inspiradoras y que tampoco quiere leer al maestro de Frankfurt. En realidad PSOE y PP (mejor no hablamos del resto del arco parlamentario) responden a su manera a un proceso profundo que afecta al conjunto de la sociedad española. Las periferias de las que habla el Papa están ya en el centro de nuestras ciudades, de nuestras escuelas y vecindarios. No cabe duda de que es ahí donde se juega el futuro de la misión y eso requiere realismo, humildad, inteligencia, y sobre todo pasión por comunicar la experiencia cristiana sin dar por supuesto absolutamente nada.
El pacto de convivencia del 78, bueno por tantas cosas, lo era también en materia de libertad religiosa y de laicidad, que tanto monta - monta tanto. Pero de nada sirve llorar por la leche derramada cuando uno de los partidos de gobierno (el PSOE) se empeña en demolerlo y el otro (el PP) apenas encuentra calor y razón para defenderlo de un modo eficaz. Para los católicos españoles esto significa un desafío a nuestra creatividad, a nuestra capacidad de ofrecer, sin prepotencia ni complejos, las razones de nuestra esperanza, que tienen también una valencia civil y política porque contribuyen decisivamente al bien común. Es muy posible que en no demasiado tiempo sea necesario negociar un nuevo esquema institucional, y habrá que hacerlo con la astucia de la que habla el Evangelio. Pero lo verdaderamente sustancial es que las gentes de toda extracción (de izquierda y derecha, religiosos o agnósticos) puedan sorprenderse de nuevo por la novedad humana de la fe. No se si será un tiempo más incómodo (quizás, aunque no recuerdo en qué consiste la comodidad) pero en todo caso es el campo apasionante en que se juega nuestra partida. Incluso invitaríamos a Jáuregui a jugar.
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