Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

El confesor ante el adulterio


Ante la cuestión de si conviene confesar a la otra parte una infidelidad pasada, generalmente se contesta negativamente.

por Pedro Trevijano

Opinión

No es difícil encontrarnos en la confesión con casos de adulterio en el que está implicado cualquiera de los tres lados del triángulo (marido-mujer-amante) y es un caso en que se ve que el pecado no da la felicidad, pues origina grandes sufrimientos a todos los implicados en él.
El adulterio es una falta tan grave, que la parte inocente tiene derecho a romper, según el derecho civil y el canónico, la convivencia conyugal, llegando a la separación, incluso definitiva, aunque se le recomiende que, si es posible, no rechace el perdón hacia la parte adúltera.

Como confesores al adúltero tenemos que acogerle con benignidad, tanto más cuanto que el sacramento de la penitencia es un sacramento para pecadores. Si la otra parte o los hijos no lo saben, hacerle ver las consecuencias desastrosas para su vida familiar, si llegan a enterarse, pues cada vez que comete un adulterio, el adúltero o adúltera corre un peligro cierto de destruir su propio matrimonio.

Por ello, lo mejor que puede hacer es romper inmediatamente con su amante, sobre todo por sus hijos y además para que ellos no pierdan la estima de su progenitor. Si ello no es posible, por ejemplo por razones profesionales, hay que recomendarle que el encuentro con la otra parte sea siempre en sitio público. Se trata de salvar su matrimonio y familia, tanto más cuanto que una convivencia en descomposición no hace bien a nadie y en estas condiciones es sumamente difícil mantener un mínimo de paz, bienestar, concordia y compenetración, aparte del sentimiento de culpabilidad por lo que está haciendo. Si se acerca al confesionario hacerle ver que es Dios quien le ha hecho acercarse al confesionario y absolverle siempre, aunque sea reincidente, pues la confesión es también para recibir gracia y fuerza para superar las situaciones difíciles. Es decir, como en los demás casos, tener con el penitente una gran comprensión y cariño, empujándole por la vía del bien, por las buenas consecuencias que su arrepentimiento tendrá para toda la familia.

La amiga o amigo suele ser generalmente una persona hambrienta de amor y, por tanto, lo ofrece a quien se le ofrece, aunque esté prohibido y sea pecaminoso. Otras veces lo que busca es solucionar sus problemas, especialmente los económicos. Que entienda que su relación amorosa causa la ruina de una familia, con frecuencia con niños, y también de su propio amante. Hacerle ver que su renuncia puede salvar a una familia, y que Dios no va a olvidar su generoso sacrificio. Para ello que tenga presente que Dios le ama y está también en su persona, y que la belleza de la vida no está en recibir sino en dar, aunque en este caso darse supone renunciar. Si no se dan estas circunstancias (por ejemplo el otro matrimonio está ya roto), hacerle ver que el amor tiene un orden y que debe aspirar a ser más que un mero o mera amiga o amante, bien procurando ser una persona casada normal, o bien dando a su soltería un sentido más vivo de amor al prójimo, especialmente en su vida profesional.

El otro cónyuge es la víctima de la situación. A veces es totalmente inocente, otras es parcialmente culpable. Es recomendable, pero bastante difícil, que examine fríamente, aunque su amor propio esté herido con toda razón, las causas que han podido incitar al otro al adulterio y corregirlas (esto es fácil decirlo, pero hacerlo es otro asunto y aconsejar acertadamente es difícil).

Si la parte inocente nos confía su desesperación por la infidelidad del otro, es sensato recomendarle que evite divulgar la falta de su esposo, porque al derrumbarse su prestigio pierde el corsé moral que limita su conducta a la clandestinidad. No hay que enfurecer al adúltero con escenas, sino preguntarle qué razones pueden haber motivado su conducta y reflexionarle las consecuencias que trae para ellos y para los hijos. Por supuesto, en una situación tan difícil hay que recomendar a quien acude a nosotros que rece para que el Señor le ilumine y tome la decisión adecuada. Una cosa es perdonar, porque el cristiano debe perdonar siempre, y otra cosa es reanudar la convivencia, lo que es sólo recomendable, pero no exigible, aunque sea con frecuencia la opción mejor, especialmente cuando hay arrepentimiento y propósito de la enmienda, porque no se puede vivir como si no hubiese pasado nada. El perdón no banaliza el adulterio, pero puede permitir una renovación de la vida conyugal, cuando hay deseo de rectificar por parte del adúltero. Evitar en todo caso decisiones precipitadas.

También son víctimas del adulterio los hijos, que pierden la seguridad y confianza que da vivir en un hogar estable. Los problemas propios de su edad se ven muy agravados cuando no hay en su casa un ambiente adecuado.

Es todavía peor el adulterio entre personas casadas. Como las consecuencias de nuestros actos nunca terminan en nosotros mismos, están destrozando la vida a personas a las que han querido o siguen queriendo, como son sus cónyuges e hijos, sin olvidar la otra familia.
Ante la cuestión de si conviene confesar a la otra parte una infidelidad pasada, generalmente se contesta negativamente, pues pueden ocasionarse daños irreparables que no compensan la descarga que la confesión de la falta ha causado al ofensor. Si uno necesita explayarse sobre la tercera persona y la infidelidad cometida, mejor que contárselo a la otra parte es recurrir al sacerdote o al psicólogo. Lo pasado, pasado está, y la mejor manera de reparar el daño cometido es una nueva actitud de extremar el amor y los gestos de cariño en el presente y futuro.

De todos modos, recordemos siempre que debemos pedirle a Dios que nos inspire para que nuestras palabras no aumenten el mal sino ayuden a hacer el bien. Y a la hora de abordar este problema el sacerdote y cualquiera de las partes, no hemos de olvidar el valor de la oración.
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