Ventajas de la confesión frecuente
La confesión frecuente puede servirnos para conocernos mejor, haciéndonos afinar en nuestros exámenes de conciencia y fortificando nuestra voluntad al reforzar nuestro propósito.
por Pedro Trevijano
La historia del Sacramento de la Penitencia nos muestra que éste era recibido no sólo por quien había pecado gravemente, sino también por aquéllos que, conscientes de su negligencia y tibieza, así como de su alejamiento del amor de Dios, querían ponerse responsablemente ante sus faltas, y por su acusación y la exhortación del confesor, dar nuevo impulso a su vida espiritual. Esta unión entre confesión, absolución y dirección es eclesialmente muy significativa, ya que cuanto más seriamente nos tomamos los mandamientos de Cristo, tanto más advertimos nuestra propia insuficiencia, defectos y pecabilidad. La celebración de este sacramento es un acto por el que la Iglesia proclama su fe y da gracias a Dios porque Cristo nos liberó del pecado. Los santos han tenido siempre una conciencia clara de ser pecadores, porque la medida de su conducta era el amor de Dios.
La virtud de la penitencia nos sitúa ante el Señor como Salvador, y si bien nos sentimos pecadores, son nuestros pecados los que han hecho que Cristo haya venido, estableciendo una relación de amor más profunda e íntima que anteriormente. El sacramento de la Penitencia es un camino de profundización de nuestra vida espiritual, de volver a Dios y de reconciliación con los otros.
No es la confesión de devoción, sino la rutina y superficialidad lo que se opone a la seriedad con que ha de recibirse el sacramento. Además, al hacerse en forma de diálogo, la reconciliación se acomoda a nuestra forma de ser que en la búsqueda de la paz desea un signo externo de expresión de ésta, como sucede por ejemplo cuando dos esposos se reconcilian. Es un hecho que la expresión externa nos lleva a tomar más conciencia de nuestra interioridad, y que la acusación de los pecados, la manifestación del dolor y del propósito son signos que confirman la sinceridad de la conversión. Quien va a la confesión busca el perdón de los pecados, viendo al sacerdote como mediador entre Dios y él, siendo la absolución una señal y garantía de que Dios me perdona los pecados.
El sacerdote se encuentra en la confesión con elementos de tipo psicológico. No hay que olvidar que la gracia perfecciona la naturaleza, pero no se la inventa, ni, mucho menos, la destruye. Muchos buscan en la confesión un diálogo personal con el sacerdote y piensan que es un buen sitio donde poder expresarse, desahogarse y ser oídos. Estamos ante un sacramento en el que los actos del penitente tienen una clara base psicológica, pues la reconciliación requiere siempre un encuentro interpersonal en el que el confesor ha de procurar que, a través suyo, el penitente encuentre a Cristo. El sacramento no es una terapia, pero que tenga efectos de esta clase, no es malo. A fuerza de querer espiritualizar, nos olvidamos que la salvación alcanza todo nuestro ser.
No olvidemos que para obtener la paz interna la solución supera el mero plano humano, pues el perdón de los pecados es de orden religioso y moral. En efecto sólo Dios puede liberar de la culpa en cuanto tal, ya que es ofensa consciente a Dios y por tanto el perdón no puede depender solamente del culpable. Al "contra ti solo pequé", corresponde por parte de Dios el "yo te absuelvo" que perdona. Pero este perdón es el ejercicio de un sacramento que ha sido confiado por Cristo a su Iglesia, siendo ésta la tarea del confesor.
La confesión frecuente puede servirnos para conocernos mejor, haciéndonos afinar en nuestros exámenes de conciencia y fortificando nuestra voluntad al reforzar nuestro propósito; propósito que al hacerse en un sacramento participa de su eficacia. Más que recorrer la lista de pecados posibles, conviene centrarnos en unos pocos, procurando crecer en la fe, esperanza y caridad, es decir en la vida teologal de unión con Dios.
Es por tanto un momento fuerte en nuestra vida espiritual, que nos ayuda a dar continuidad a nuestra conversión y además en este tipo de confesión la gracia que recibimos también nos da fuerzas y dones para evitar mejor en el futuro los pecados.
No hay que olvidar sin embargo que en la confesión de devoción no vale simplemente el principio de que cuanto más mejor, ya que hay que cuidar la primacía de la calidad sobre la cantidad, a fin de conseguir que estas confesiones sean auténticos acontecimientos religiosos de conversión. La frecuencia de la confesión se ve limitada por las necesidades de la vida espiritual, las circunstancias de la vida práctica y las normas del Derecho Canónico, ya que la disposición del sujeto es la medida, aunque no sea la causa, del efecto del sacramento. Además un juicio sacramental de Dios sobre el pecador no puede por su naturaleza ser tan frecuente como el sustento diario del alma, ya que mientras la Eucaristía es un alimento espiritual, que puede ser recibido con frecuencia, la Penitencia es un sacramento que lleva consigo un itinerario de conversión que desemboca en un juicio salvífico en y de la Iglesia. No es, por tanto, algo de todos los días.
El espíritu penitencial nos es necesario para superar los tropiezos de los pecados leves, así como las limitaciones de la persona en el dominio de su propia vida, afirmando y desarrollando de este modo la opción fundamental buena. En este contexto la confesión frecuente se convierte en un encuentro con Dios, en el que el hombre se encuentra con la fuente de su salvación.
La virtud de la penitencia nos sitúa ante el Señor como Salvador, y si bien nos sentimos pecadores, son nuestros pecados los que han hecho que Cristo haya venido, estableciendo una relación de amor más profunda e íntima que anteriormente. El sacramento de la Penitencia es un camino de profundización de nuestra vida espiritual, de volver a Dios y de reconciliación con los otros.
No es la confesión de devoción, sino la rutina y superficialidad lo que se opone a la seriedad con que ha de recibirse el sacramento. Además, al hacerse en forma de diálogo, la reconciliación se acomoda a nuestra forma de ser que en la búsqueda de la paz desea un signo externo de expresión de ésta, como sucede por ejemplo cuando dos esposos se reconcilian. Es un hecho que la expresión externa nos lleva a tomar más conciencia de nuestra interioridad, y que la acusación de los pecados, la manifestación del dolor y del propósito son signos que confirman la sinceridad de la conversión. Quien va a la confesión busca el perdón de los pecados, viendo al sacerdote como mediador entre Dios y él, siendo la absolución una señal y garantía de que Dios me perdona los pecados.
El sacerdote se encuentra en la confesión con elementos de tipo psicológico. No hay que olvidar que la gracia perfecciona la naturaleza, pero no se la inventa, ni, mucho menos, la destruye. Muchos buscan en la confesión un diálogo personal con el sacerdote y piensan que es un buen sitio donde poder expresarse, desahogarse y ser oídos. Estamos ante un sacramento en el que los actos del penitente tienen una clara base psicológica, pues la reconciliación requiere siempre un encuentro interpersonal en el que el confesor ha de procurar que, a través suyo, el penitente encuentre a Cristo. El sacramento no es una terapia, pero que tenga efectos de esta clase, no es malo. A fuerza de querer espiritualizar, nos olvidamos que la salvación alcanza todo nuestro ser.
No olvidemos que para obtener la paz interna la solución supera el mero plano humano, pues el perdón de los pecados es de orden religioso y moral. En efecto sólo Dios puede liberar de la culpa en cuanto tal, ya que es ofensa consciente a Dios y por tanto el perdón no puede depender solamente del culpable. Al "contra ti solo pequé", corresponde por parte de Dios el "yo te absuelvo" que perdona. Pero este perdón es el ejercicio de un sacramento que ha sido confiado por Cristo a su Iglesia, siendo ésta la tarea del confesor.
La confesión frecuente puede servirnos para conocernos mejor, haciéndonos afinar en nuestros exámenes de conciencia y fortificando nuestra voluntad al reforzar nuestro propósito; propósito que al hacerse en un sacramento participa de su eficacia. Más que recorrer la lista de pecados posibles, conviene centrarnos en unos pocos, procurando crecer en la fe, esperanza y caridad, es decir en la vida teologal de unión con Dios.
Es por tanto un momento fuerte en nuestra vida espiritual, que nos ayuda a dar continuidad a nuestra conversión y además en este tipo de confesión la gracia que recibimos también nos da fuerzas y dones para evitar mejor en el futuro los pecados.
No hay que olvidar sin embargo que en la confesión de devoción no vale simplemente el principio de que cuanto más mejor, ya que hay que cuidar la primacía de la calidad sobre la cantidad, a fin de conseguir que estas confesiones sean auténticos acontecimientos religiosos de conversión. La frecuencia de la confesión se ve limitada por las necesidades de la vida espiritual, las circunstancias de la vida práctica y las normas del Derecho Canónico, ya que la disposición del sujeto es la medida, aunque no sea la causa, del efecto del sacramento. Además un juicio sacramental de Dios sobre el pecador no puede por su naturaleza ser tan frecuente como el sustento diario del alma, ya que mientras la Eucaristía es un alimento espiritual, que puede ser recibido con frecuencia, la Penitencia es un sacramento que lleva consigo un itinerario de conversión que desemboca en un juicio salvífico en y de la Iglesia. No es, por tanto, algo de todos los días.
El espíritu penitencial nos es necesario para superar los tropiezos de los pecados leves, así como las limitaciones de la persona en el dominio de su propia vida, afirmando y desarrollando de este modo la opción fundamental buena. En este contexto la confesión frecuente se convierte en un encuentro con Dios, en el que el hombre se encuentra con la fuente de su salvación.
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