La heredad de Benedicto y la misión de Francisco
Sabemos que es normal que cualquier Papa busque ayudas y aportaciones para trenzar el texto de una encíclica que sólo puede llevar una firma, pero aquí se trata de mucho más. Francisco asume explícitamente el trabajo de su predecesor: aquí la continuidad no necesita ser teorizada, resulta sencillamente un hecho bien elocuente.
por José Luis Restán
La noticia, comunicada de viva voz y sin papeles por el propio Papa, de que pronto verá la luz una nueva encíclica dedicada a la fe, fruto del trabajo iniciado por Benedicto XVI que Francisco llevará a término, es muy significativa. “Es un documento fuerte”, ha comentado Francisco al referirse al texto que le entregó personalmente Benedicto XVI, para añadir algo más que un guiño: “dicen que estará escrita a cuatro manos”.
Sabemos que es normal que cualquier Papa busque ayudas y aportaciones para trenzar el texto de una encíclica que sólo puede llevar una firma, pero aquí se trata de mucho más. Francisco asume explícitamente el trabajo de su predecesor: aquí la continuidad no necesita ser teorizada, resulta sencillamente un hecho bien elocuente.
Y no es un hecho baladí, cuando asistimos todos los días a las reconstrucciones y a los juegos de espejos que pretenden crear dos imágenes contrapuestas, con la perniciosa conclusión (falsa pero efectiva en cierto imaginario social) de una especie de ruptura, de una suerte de nueva estación que dejaría atrás el legado de más de treinta años de conducción de la Iglesia. Es interesante anotar aquí el comentario realizado por Joseph Ratzinger y desvelado por su amigo, el siquiatra y teólogo Manfred Lütz que le ha visitado en su retiro del convento Mater Ecclesiae: “Desde el punto de vista teológico (Francisco y yo) estamos perfectamente de acuerdo”. Pero que nadie atribuya el comentario a la mera cortesía. Precisamente Lütz acaba de escribir junto al cardenal Josef Cordes (otro viejo amigo de confianza de Ratzinger) un libro titulado “La heredad de Benedicto y la misión de Francisco”, cuyo eje es la idea de “desmundanizar la Iglesia”. Esta idea, tan explícita y reiteradamente abordada por Francisco en la predicación de su primer trimestre de pontificado, estaba ya muy presente en el magisterio del Papa Benedicto.
Cordes y Lütz ponen el foco sobre el discurso que Benedicto XVI dirigió en Friburgo a los católicos comprometidos en la Iglesia y la sociedad, en septiembre de 2011. Con tonos ciertamente severos (que sin embargo cosecharon poco eco mediático), el Papa Ratzinger denunció la tendencia “de una Iglesia satisfecha de sí misma, que se acomoda se vuelve autosuficiente y se adapta a los criterios del mundo... dando así mayor importancia a la organización y a la institucionalización que a la llamada a estar abierta a Dios y a abrir el mundo hacia el prójimo”.
No sólo eso, Benedicto XVI añadió un juicio histórico que de haber sido debidamente escuchado habría dejado boquiabierto a más de uno: “las secularizaciones, ya consistan en expropiaciones de bienes de la Iglesia o en supresión de privilegios o cosas similares, han significado siempre una profunda liberación de la Iglesia de formas mundanas: se despoja, por decirlo así, de su riqueza terrena y vuelve a abrazar plenamente su pobreza… Liberada de fardos y privilegios materiales y políticos, la Iglesia puede dedicarse mejor y de manera verdaderamente cristiana al mundo entero; puede verdaderamente estar abierta al mundo. Puede vivir nuevamente con más soltura su llamada al ministerio de la adoración de Dios y al servicio del prójimo”. Será difícil encontrar mayor sintonía que la que aquí se advierte respecto del reclamo de Francisco de una Iglesia pobre, libre de seguridades mundanas, y volcada hacia las periferias del mundo.
Pero la continuidad de fondo no se concentra sólo en este punto. Hace bien poco Francisco ha hecho notar de nuevo su preocupación por una especie de pelagianismo redivivo en la Iglesia. Se trata de la doctrina de Pelagio, duramente criticada por San Agustín y condenada por el Concilio de Éfeso, que despreciaba la necesidad de la gracia para obrar el bien y obtener la salvación. En el fondo, el hombre se bastaría a sí mismo, y tan sólo necesitaría el buen ejemplo de Jesús: es el cristianismo reducido a discurso, a buenos ejemplos. A izquierda y a derecha la tentación pelagiana está de plena actualidad, ya sea para reducir al cristianismo a programa de transformación político-social o a esfuerzo de perfección moral individual. También en esto la sintonía entre ambos pontífices es completa: Benedicto XVI, como buen agustiniano era hipersensible a esta tentación que Francisco ha señalado desde el primer día como una de sus preocupaciones máximas.
Me permito añadir otro núcleo de gran sintonía, el que se refiere a la necesidad de abrir nuevos caminos, de no conformarnos con lo que ya tenemos, de aprender una nueva forma de estar presentes para comunicar la vida de Jesucristo en un mundo que cambia. Pobreza y libertad evangélicas, prioridad de la gracia y la sorpresa de una nueva misión. Tres nudos fuertes para tejer la continuidad profunda que algunos tratan de disolver. Quizás la próxima, ya cercana, encíclica sobre la fe, nos ayude a documentar esto de una manera clamorosa.
© PáginasDigital.es
Sabemos que es normal que cualquier Papa busque ayudas y aportaciones para trenzar el texto de una encíclica que sólo puede llevar una firma, pero aquí se trata de mucho más. Francisco asume explícitamente el trabajo de su predecesor: aquí la continuidad no necesita ser teorizada, resulta sencillamente un hecho bien elocuente.
Y no es un hecho baladí, cuando asistimos todos los días a las reconstrucciones y a los juegos de espejos que pretenden crear dos imágenes contrapuestas, con la perniciosa conclusión (falsa pero efectiva en cierto imaginario social) de una especie de ruptura, de una suerte de nueva estación que dejaría atrás el legado de más de treinta años de conducción de la Iglesia. Es interesante anotar aquí el comentario realizado por Joseph Ratzinger y desvelado por su amigo, el siquiatra y teólogo Manfred Lütz que le ha visitado en su retiro del convento Mater Ecclesiae: “Desde el punto de vista teológico (Francisco y yo) estamos perfectamente de acuerdo”. Pero que nadie atribuya el comentario a la mera cortesía. Precisamente Lütz acaba de escribir junto al cardenal Josef Cordes (otro viejo amigo de confianza de Ratzinger) un libro titulado “La heredad de Benedicto y la misión de Francisco”, cuyo eje es la idea de “desmundanizar la Iglesia”. Esta idea, tan explícita y reiteradamente abordada por Francisco en la predicación de su primer trimestre de pontificado, estaba ya muy presente en el magisterio del Papa Benedicto.
Cordes y Lütz ponen el foco sobre el discurso que Benedicto XVI dirigió en Friburgo a los católicos comprometidos en la Iglesia y la sociedad, en septiembre de 2011. Con tonos ciertamente severos (que sin embargo cosecharon poco eco mediático), el Papa Ratzinger denunció la tendencia “de una Iglesia satisfecha de sí misma, que se acomoda se vuelve autosuficiente y se adapta a los criterios del mundo... dando así mayor importancia a la organización y a la institucionalización que a la llamada a estar abierta a Dios y a abrir el mundo hacia el prójimo”.
No sólo eso, Benedicto XVI añadió un juicio histórico que de haber sido debidamente escuchado habría dejado boquiabierto a más de uno: “las secularizaciones, ya consistan en expropiaciones de bienes de la Iglesia o en supresión de privilegios o cosas similares, han significado siempre una profunda liberación de la Iglesia de formas mundanas: se despoja, por decirlo así, de su riqueza terrena y vuelve a abrazar plenamente su pobreza… Liberada de fardos y privilegios materiales y políticos, la Iglesia puede dedicarse mejor y de manera verdaderamente cristiana al mundo entero; puede verdaderamente estar abierta al mundo. Puede vivir nuevamente con más soltura su llamada al ministerio de la adoración de Dios y al servicio del prójimo”. Será difícil encontrar mayor sintonía que la que aquí se advierte respecto del reclamo de Francisco de una Iglesia pobre, libre de seguridades mundanas, y volcada hacia las periferias del mundo.
Pero la continuidad de fondo no se concentra sólo en este punto. Hace bien poco Francisco ha hecho notar de nuevo su preocupación por una especie de pelagianismo redivivo en la Iglesia. Se trata de la doctrina de Pelagio, duramente criticada por San Agustín y condenada por el Concilio de Éfeso, que despreciaba la necesidad de la gracia para obrar el bien y obtener la salvación. En el fondo, el hombre se bastaría a sí mismo, y tan sólo necesitaría el buen ejemplo de Jesús: es el cristianismo reducido a discurso, a buenos ejemplos. A izquierda y a derecha la tentación pelagiana está de plena actualidad, ya sea para reducir al cristianismo a programa de transformación político-social o a esfuerzo de perfección moral individual. También en esto la sintonía entre ambos pontífices es completa: Benedicto XVI, como buen agustiniano era hipersensible a esta tentación que Francisco ha señalado desde el primer día como una de sus preocupaciones máximas.
Me permito añadir otro núcleo de gran sintonía, el que se refiere a la necesidad de abrir nuevos caminos, de no conformarnos con lo que ya tenemos, de aprender una nueva forma de estar presentes para comunicar la vida de Jesucristo en un mundo que cambia. Pobreza y libertad evangélicas, prioridad de la gracia y la sorpresa de una nueva misión. Tres nudos fuertes para tejer la continuidad profunda que algunos tratan de disolver. Quizás la próxima, ya cercana, encíclica sobre la fe, nos ayude a documentar esto de una manera clamorosa.
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