Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Cincuenta años de sorpresas


Es hermoso escrutar cómo el Señor fue madurando la experiencia de Jorge Bergoglio en el crisol del dolor y del amor, los misteriosos meandros (que ahora se iluminan) de su trayectoria religiosa y episcopal, su cercanía, piel con piel, a los pobres, a los sedientos de vida y de felicidad

por José Luis Restán

Opinión

El 3 de junio se han cumplido cincuenta años de la muerte del beato Juan XXIII. El papa Francisco ha hecho memoria de la figura de Ángelo Roncalli subrayando la nota de la obediencia. Fue un hombre de gobierno, un conductor, pero un conductor que se dejó conducir por el Espíritu. Fue la obediencia evangélica, no tanto un programa genial ideado por sí mismo, la fuente de un pontificado que marcó la segunda mitad del siglo XX.

Según Francisco esta obediencia es el legado más eficaz que nos ha dejado el papa Juan, porque canta con elocuencia que es Dios quien gobierna su Iglesia. Y es curioso cómo prepara y forja el Señor la vida de los que elige para guiar su barca. Durante años la trayectoria de Roncalli parecía alejarse más y más del centro romano, en oscuras misiones diplomáticas que podían haberse resuelto con la mera astucia y el cálculo, quizás con una pizca de resentimiento. Pero en Bulgaria, Grecia y Turquía Ángelo Roncalli hizo mucho más que despachar relaciones diplomáticas. Conoció al pueblo cristiano, mucha veces en minoría; comprendió los dramas de la gente sencilla en un momento de terrible convulsión; presenció el azote del totalitarismo, la herida de la división entre los cristianos y la tragedia del pueblo hebreo. Y volvió distinto. ¿Quién podía pensar que Alguien le preparaba para algo aparentemente tan diverso.

Seguramente fue esa obediencia evangélica la que le dispuso a emprender lo que para muchos era tan solo una aventura incierta. Juan XXIII conocía bien las entretelas de la Iglesia de su tiempo, aún bastante robusta en su presencia e instituciones; pero intuía que la Iglesia no avanzaba, que parecía más una realidad del pasado que la portadora del futuro. Como diría cincuenta años después Benedicto XVI, "para muchos la fe ya no se alimentaba en el encuentro gozoso con Cristo sino que se había convertido en una mera cuestión de hábito". Y así lo precisó Juan XXIII en la histórica homilía de apertura del Concilio Vaticano II: "El supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz... Es preciso que esta doctrina verdadera e inmutable, que ha de ser fielmente respetada, se profundice y presente según las exigencias de nuestro tiempo". De nuevo Benedicto XVI, testigo juvenil de aquella conciencia cargada de emoción, nos comunica "la tensión de hacer resplandecer la verdad y la belleza de la fe en nuestro tiempo, sin sacrificarla a las exigencias del presente ni encadenarla al pasado".

Al beato Juan XXIII se le pidió un último sacrificio, partir sin haber culminado la travesía del Concilio. Entonces apareció en escena el Papa Montini. Un hombre de delicadeza extraordinaria, de gran finura intelectual, conocedor de los movimientos profundos de una cultura que rompía su vínculo con la tradición cristiana. En medio de la tremenda tormenta postconciliar podemos imaginarlo como a esos capitanes que piden ser atados al timón de su barco para mantener el rumbo frente a un oleaje brutal. Las lágrimas de Montini son algo más que leyenda: a diferencia de Pedro que lloraba por su traición, él lloró por el sufrimiento que comportaba mantenerse fiel. Y si Juan XXIII llenó de alegre sorpresa al mundo con sus gestos e intuiciones que cambiaron la historia, Pablo VI sorprendió a propios y extraños con una libertad y un coraje que parecían contradictorios con su fragilidad física y delicadeza de carácter. Y así pudo preparar a la Iglesia para hablar al hombre contemporáneo, que tiene de Jesús una necesidad absoluta.

Por aquellos años ya cuajaba la experiencia singular de un joven obispo polaco, la más inesperada de las sorpresas, y ya van unas cuantas. Tras el resplandor de la sonrisa de Juan Pablo I, una suerte de brisa de esperanza, sucede lo nunca visto. Karol Wojtyla, un obispo de 58 años forjado en la resistencia frente al nazismo y al comunismo, un pastor del otro lado del Telón de Acero que vive de manera natural la sintonía entre Iglesia y libertad, es llamado a la Sede de Pedro. La historia sólo la comprendemos desde su final; ahora podemos ver la fecundidad de aquella quizás mal denominada "Iglesia del silencio", el fruto de los mártires. Porque de aquella libertad, de aquella razón y de aquel sufrimiento nació Juan Pablo II. Y cuando los diferentes bloqueos históricos parecían ya postrar al cuerpo de la Iglesia en los márgenes de la historia él la condujo de nuevo al centro de las plazas, restituyéndole la función de comunicar la esperanza que le había sido expropiada por las ideologías.

Veintiséis años después, parecía imposible que alguien pudiese recoger el testigo de Wojtyla el magno, durante cuyo pontificado se pudieron calibrar ya los primeros frutos maduros del Concilio: el nuevo protagonismo de los laicos, la actualización de la Doctrina Social, los nuevos carismas, la interlocución con la cultura, el diálogo con los jóvenes... Una Iglesia que se había reconciliado con lo mejor de la razón moderna y con su ansia de auténtica libertad. Entonces los cardenales eligieron a Joseph Ratzinger, el humilde trabajador en los territorios más ásperos de la viña. Y no lo hicieron para que mantuviese el depósito bajo siete llaves sino conscientes de que era quien mejor podía encarnar el desafío del diálogo con el mundo postmoderno. A pesar de su avanzada edad y de los clichés que le endosaron, Benedicto XVI sorprendió a todos por su magisterio y su estilo comparable al de los grandes Padres de los primeros siglos, por su voluntad de purificar la Iglesia, por su simpatía con la búsqueda leal de todos los hombres y mujeres de esta época, y por su pureza evangélica, expresada de modo impresionante en los gestos y palabras de sus últimas semanas, cuando nos recordaba que la barca de la Iglesia no es de ninguno de nosotros, es del Señor, y Él no permite que se hunda... aunque a veces nos parezca que duerme mientras el mar se agita.

Han pasado cincuenta años desde que empezaba esta historia, y ahora la sorpresa ha llegado desde casi el fin del mundo. También es hermoso escrutar cómo el Señor fue madurando la experiencia de Jorge Bergoglio en el crisol del dolor y del amor, los misteriosos meandros (que ahora se iluminan) de su trayectoria religiosa y episcopal, su cercanía, piel con piel, a los pobres, a los sedientos de vida y de felicidad. El papa Juan viviendo la obediencia lanzó a la Iglesia a una singladura apasionante pero llena de peligros. Francisco ya ha dicho que prefiere una Iglesia accidentada por salir al encuentro del hombre, que bien pulida y resguardada pero enferma de espíritu mundano. En el ancho mar de la historia esta barca sigue adelante, guiada por hombres que Él prepara, elige y llama. Y que Dios nos guarde de la desmemoria y la ingratitud.

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