Unión carnal, amor conyugal y matrimonio
No nos olvidemos tampoco de que el sacramento del matrimonio es un sacramento permanente, hasta el punto de que su aspecto sacramental marca toda la vida del matrimonio, haciéndonos descubrir la fuerza de la gracia de Di
por Pedro Trevijano
La conexión existente entre el matrimonio y la cópula sexual hace que normalmente el amor conyugal conlleve el acto sexual, y que éste reciba su dignidad del amor conyugal. Unión carnal, amor conyugal y matrimonio están en estrecha correlación, pues la entrega total supone también la donación corporal exclusiva.
Ciertamente, el amor conyugal abarca más y se expresa en más actos que el acto sexual, pero éste, como acto propio y exclusivo de los cónyuges, es el que mejor manifiesta y realiza lo que es el amor entre esposos. En su sabiduría, Dios ha querido que el matrimonio sea la forma específicamente humana del desarrollo completo de la sexualidad y que el acto por el cual el ser humano engendra sea un acto de amor que une dos seres diversos en una sola carne. De esta unión puede surgir una nueva vida en la que cada uno de los padres aporta una parte constitutiva. La unión sexual es, o por lo menos debe ser, un acto de amor pleno, y, por ello, debe realizarse en esa entrega personal y definitiva que es el matrimonio. Sólo en el seno de esta relación, la comunicación sexual alcanza toda su riqueza. La nueva vida, fruto natural del amor, se ve así protegida por la estabilidad afectiva y puede desarrollarse mejor.
En el primer acto sexual conyugal los esposos se donan mutuamente, pues se comprometen plenamente en una entrega mutua que tiene una dimensión espiritual porque cuenta con la bendición divina. Esta donación de sí mismos es buena cuando es total, es decir cuando lleva consigo la entrega del propio corazón y de la propia vida y cuando ambos están en condiciones de asumir responsablemente sus consecuencias, los hijos. Separar el sexo del matrimonio tiene el peligro de envilecer la sexualidad, poniéndola al servicio de la simple atracción física.
Como el matrimonio sólo alcanza su consumación, es decir su integridad e indisolubilidad total con el primer acto conyugal podemos preguntarnos por el valor sacramental de éste. Este primer acto realizado humanamente, es decir con un compromiso mayor que la simple consumación física, da al matrimonio su simbolismo pleno y su complemento último por lo que tiene un cierto valor sacramental, si bien secundario, al modo como en la penitencia la satisfacción postpenitencial no afecta a la validez del sacramento, pero sí a su integridad. Es, por tanto, probable que en él se conceda una cierta gracia sacramental.
Los demás actos conyugales son por supuesto también signo y expresión de la comunión entre las personas, e indican que, a pesar del paso del tiempo, el compromiso matrimonial sigue vigente, por lo que se puede ver en ellos ocasiones ofrecidas a los esposos de recibir gracias específicas de la vida matrimonial.
Aunque actualmente la gran, incluso inmensa mayoría, de los jóvenes no llegan vírgenes al matrimonio, sin embargo sigue habiendo quienes han logrado vivir su noviazgo ejemplarmente. El primer acto sexual conlleva siempre una cierta aprensión, porque no deja de ser un encuentro con lo desconocido. La noche de la boda, por el cansancio que conlleva esa jornada, puede también no ser la más adecuada para ese inicio, que conviene realizar cuando a ambos les apetece y no porque hay que cumplir. En el chico se da un cierto miedo a decepcionar, a la impotencia, porque piensa que la responsabilidad del éxito recae sobre él y teme no ser capaz. En la chica hay miedo a la desfloración, a sentir dolor, a que el acto no tenga lugar en un contexto amoroso de cariño y ternura, a ser un objeto. La calidad de esta primera vez depende mucho de la motivación, y aunque no sea con frecuencia un éxito, cosa que conviene que sepan los interesados, porque con frecuencia la plenitud sólo se consigue tras cierto tiempo, lo importante es que sea una relación de amor, porque en un contexto de amor los fallos iniciales posibles se relativizan y no tienen mayor importancia.
Recordemos, en efecto, que el acoplamiento mutuo de los esposos necesita rodaje, que muchas veces las primeras relaciones sexuales son insatisfactorias, y que se necesitará tiempo y madurez psíquica para que llegue a ser una experiencia de encuentro y relación.
Especialmente, las mujeres suelen con frecuencia necesitar tiempo hasta que su cuerpo se despierte plenamente al placer y a las reacciones del otro. Por ello, es muy importante comunicarse incluso oralmente los sentimientos, y que el marido haga comprender a la esposa desde el primer momento que hace el acto sexual con ella porque la quiere,, y que paulatinamente van a adquirir el arte de complacerse mutuamente. En cambio, si el marido busca sólo o fundamentalmente satisfacerse a sí mismo, la esposa se sentirá tratada como mero objeto de placer y su impresión sobre la relación sexual será negativa, lo que ciertamente repercute desfavorablemente en la relación matrimonial.
No nos olvidemos tampoco de que el sacramento del matrimonio es un sacramento permanente, hasta el punto de que su aspecto sacramental marca toda la vida del matrimonio, haciéndonos descubrir la fuerza de la gracia de Dios, pues el matrimonio cristiano es un símbolo de la alianza definitiva de Jesucristo con su Iglesia.
Físicamente la intimidad sexual entre los esposos que se han unido “en Cristo” es materialmente la misma que en la fornicación y el adulterio de los paganos (1 Cor 6,910; 6,12-20), pero difiere en su realidad espiritual. El uso natural de la facultad sexual dentro del matrimonio es presentado en la Escritura como honesto y santo. El acto sexual es o al menos debe ser en primer lugar un acto de amor y es que la sexualidad es el lenguaje del amor. Es el propio Cristo quien ha bendecido la entrega mutua de los esposos en el lecho conyugal, entrega por tanto no puramente corporal, sino espiritual e incluso sobrenatural, pues hay una consagración mutua de entrambos a Dios (1 Cor 7,14). En la relación sexual, los esposos realizan un acto de amor en el que la gracia de Dios está presente.
Pedro Trevijano
Ciertamente, el amor conyugal abarca más y se expresa en más actos que el acto sexual, pero éste, como acto propio y exclusivo de los cónyuges, es el que mejor manifiesta y realiza lo que es el amor entre esposos. En su sabiduría, Dios ha querido que el matrimonio sea la forma específicamente humana del desarrollo completo de la sexualidad y que el acto por el cual el ser humano engendra sea un acto de amor que une dos seres diversos en una sola carne. De esta unión puede surgir una nueva vida en la que cada uno de los padres aporta una parte constitutiva. La unión sexual es, o por lo menos debe ser, un acto de amor pleno, y, por ello, debe realizarse en esa entrega personal y definitiva que es el matrimonio. Sólo en el seno de esta relación, la comunicación sexual alcanza toda su riqueza. La nueva vida, fruto natural del amor, se ve así protegida por la estabilidad afectiva y puede desarrollarse mejor.
En el primer acto sexual conyugal los esposos se donan mutuamente, pues se comprometen plenamente en una entrega mutua que tiene una dimensión espiritual porque cuenta con la bendición divina. Esta donación de sí mismos es buena cuando es total, es decir cuando lleva consigo la entrega del propio corazón y de la propia vida y cuando ambos están en condiciones de asumir responsablemente sus consecuencias, los hijos. Separar el sexo del matrimonio tiene el peligro de envilecer la sexualidad, poniéndola al servicio de la simple atracción física.
Como el matrimonio sólo alcanza su consumación, es decir su integridad e indisolubilidad total con el primer acto conyugal podemos preguntarnos por el valor sacramental de éste. Este primer acto realizado humanamente, es decir con un compromiso mayor que la simple consumación física, da al matrimonio su simbolismo pleno y su complemento último por lo que tiene un cierto valor sacramental, si bien secundario, al modo como en la penitencia la satisfacción postpenitencial no afecta a la validez del sacramento, pero sí a su integridad. Es, por tanto, probable que en él se conceda una cierta gracia sacramental.
Los demás actos conyugales son por supuesto también signo y expresión de la comunión entre las personas, e indican que, a pesar del paso del tiempo, el compromiso matrimonial sigue vigente, por lo que se puede ver en ellos ocasiones ofrecidas a los esposos de recibir gracias específicas de la vida matrimonial.
Aunque actualmente la gran, incluso inmensa mayoría, de los jóvenes no llegan vírgenes al matrimonio, sin embargo sigue habiendo quienes han logrado vivir su noviazgo ejemplarmente. El primer acto sexual conlleva siempre una cierta aprensión, porque no deja de ser un encuentro con lo desconocido. La noche de la boda, por el cansancio que conlleva esa jornada, puede también no ser la más adecuada para ese inicio, que conviene realizar cuando a ambos les apetece y no porque hay que cumplir. En el chico se da un cierto miedo a decepcionar, a la impotencia, porque piensa que la responsabilidad del éxito recae sobre él y teme no ser capaz. En la chica hay miedo a la desfloración, a sentir dolor, a que el acto no tenga lugar en un contexto amoroso de cariño y ternura, a ser un objeto. La calidad de esta primera vez depende mucho de la motivación, y aunque no sea con frecuencia un éxito, cosa que conviene que sepan los interesados, porque con frecuencia la plenitud sólo se consigue tras cierto tiempo, lo importante es que sea una relación de amor, porque en un contexto de amor los fallos iniciales posibles se relativizan y no tienen mayor importancia.
Recordemos, en efecto, que el acoplamiento mutuo de los esposos necesita rodaje, que muchas veces las primeras relaciones sexuales son insatisfactorias, y que se necesitará tiempo y madurez psíquica para que llegue a ser una experiencia de encuentro y relación.
Especialmente, las mujeres suelen con frecuencia necesitar tiempo hasta que su cuerpo se despierte plenamente al placer y a las reacciones del otro. Por ello, es muy importante comunicarse incluso oralmente los sentimientos, y que el marido haga comprender a la esposa desde el primer momento que hace el acto sexual con ella porque la quiere,, y que paulatinamente van a adquirir el arte de complacerse mutuamente. En cambio, si el marido busca sólo o fundamentalmente satisfacerse a sí mismo, la esposa se sentirá tratada como mero objeto de placer y su impresión sobre la relación sexual será negativa, lo que ciertamente repercute desfavorablemente en la relación matrimonial.
No nos olvidemos tampoco de que el sacramento del matrimonio es un sacramento permanente, hasta el punto de que su aspecto sacramental marca toda la vida del matrimonio, haciéndonos descubrir la fuerza de la gracia de Dios, pues el matrimonio cristiano es un símbolo de la alianza definitiva de Jesucristo con su Iglesia.
Físicamente la intimidad sexual entre los esposos que se han unido “en Cristo” es materialmente la misma que en la fornicación y el adulterio de los paganos (1 Cor 6,910; 6,12-20), pero difiere en su realidad espiritual. El uso natural de la facultad sexual dentro del matrimonio es presentado en la Escritura como honesto y santo. El acto sexual es o al menos debe ser en primer lugar un acto de amor y es que la sexualidad es el lenguaje del amor. Es el propio Cristo quien ha bendecido la entrega mutua de los esposos en el lecho conyugal, entrega por tanto no puramente corporal, sino espiritual e incluso sobrenatural, pues hay una consagración mutua de entrambos a Dios (1 Cor 7,14). En la relación sexual, los esposos realizan un acto de amor en el que la gracia de Dios está presente.
Pedro Trevijano
Comentarios
Otros artículos del autor
- Los conflictos matrimoniales y su superación
- Cielo, purgatorio, infierno
- Los hijos del diablo, según Jesucristo
- Iglesia, nacionalismo y bien común
- El Antiguo Testamento y la elección de Israel
- Creo en la Comunión de los Santos
- Familia, demonio y libertad
- Los días más especiales en una vida humana
- Sin Dios ni sentido común
- Conferencia episcopal e ideología de género