Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Catolicismo y Democracia


por Pedro Trevijano

Opinión

No hace mucho, encontré la siguiente respuesta en uno de mis artículos: “Me asombra lo que usted dice. La verdad no es nunca democrática, ni la democracia defiende la verdad, sino el consenso. Es decir, la democracia es puro relativismo. La democracia apoya el aborto consensuado y otras “glorias”. Si alguna vez la democracia pudo ser buena (Hitler llegó al poder mediante la democracia y así también muchos dictadores sanguinarios que en el mundo hay, hoy no lo es. Ni se espera que lo sea, ni las almas cándidas lo esperan. Ni es buena idea que alguien de la iglesia de Cristo lo diga. Cristo no fue demócrata”.

En este artículo lo que voy a tratar no es de la organización en sí de la Iglesia, tema tratado por el Concilio Vaticano II en la Constitución “Lumen Gentium, incluida por supuesto la Nota Explicativa Previa, sino la relación del Catolicismo con la organización política de la Sociedad, y más especialmente la relación con la Democracia. Encontramos un texto muy importante en la Encíclica de Juan Pablo II “Centesimus annus” nº 46 que dice: “La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica”… “Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana”. La Sociedad está estructurada en tres poderes, el legislativo, el ejecutivo y el judicial, lo que “exige una legislación adecuada para proteger la libertad de todos. A este respecto es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia que lo mantengan en su justo límite. Es éste el principio del ‘Estado de derecho’, en el cual es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres” (“Centesimus annus” nº 44).

El ideal democrático consiste en proteger y respetar los derechos humanos que posee el hombre por su dignidad intrínseca. Muchos de estos derechos son “valores fundamentales, como el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas. Estos valores no son negociables” (Benedicto XVI, Encíclica “Sacramentum caritatis” nº 83). Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto. De hecho estamos viendo como casi todos estos valores innegociables están siendo abiertamente transgredidos, como el respeto a la vida humana con el aborto y la vista gorda ante los cómplices del terrorismo, así como ya se nos habla de la eutanasia que está por venir, la legislación antifamiliar establecida por el gobierno anterior y mantenida por el actual, la ofensiva contra la libertad de enseñanza y la corrupción que tanto daña al bien común.

Ahora bien, está claro que también en los países donde están vigentes formas de gobierno democrático no siempre son respetados totalmente estos derechos. La infame frase “hemos enterrado a Montesquieu” significa el fin de la división de poderes y la sumisión de los jueces a los políticos, en lo que han estado de acuerdo cuando les convenía, todos los partidos,. De esto tuve plena conciencia, cuando a raíz de un suceso que estaba contando a un amigo, muy buen abogado, le pregunté: “Si esto lo llevo a un Tribunal, ¿qué pasaría?”. Me contestó: “Si caes con un juez del PP, ganas; si caes con uno del PSOE, pierdes”. Es lamentable que sepas con frecuencia, antes que se inicie la causa, lo que va a decir o votar cada juez.

Sobre el problema de la corrupción, de tanta actualidad hoy en día y como no hay nada nuevo bajo el sol, el Magisterio se ha pronunciado en varias ocasiones: “La falta de seguridad, junto con la corrupción de los poderes públicos y la proliferación de fuentes impropias de enriquecimiento y de beneficios fáciles, basados en actividades ilegales o puramente especulativas, es uno de los obstáculos principales para el desarrollo y para el orden económico” (Juan Pablo II, Encíclica “Centesimus annus” nº 48). “Ante las graves formas de injusticia social y económica, así como de corrupción política que padecen pueblos y naciones enteras, aumenta la indignada reacción de muchísimas personas oprimidas y humilladas en sus derechos humanos fundamentales, y se difunde y agudiza cada vez más la necesidad de una radical renovación personal y social capaz de asegurar justicia, solidaridad, honestidad y transparencia” (Juan Pablo II, Encíclica “Veritatis splendor” nº 98). Está claro que un administrador de fondos públicos ha de procurar administrarlos con más cuidado que si fuesen propios y que una vida cristiana y eucarística es incompatible con la corrupción en cualquiera de sus formas: “En efecto, quien participa en la Eucaristía ha de comprometerse en construir la paz en nuestro mundo marcado por tantas violencias y guerras, y de modo particular hoy, por el terrorismo, la corrupción económica y la explotación sexual” (Benedicto XVI, Encíclica “Sacramentum caritatis” nº 89).

Pedro Trevijano
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