Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Una esperanza secreta, apenas murmurada


El hombre contemporáneo, a pesar de las capas de alquitrán sedimentadas sobre su corazón, aún sabe (presiente, intuye) que ha sido creado para la alegría, pero ya no sabe dónde se encuentra y la busca muchas veces por senderos tortuosos, alejados de su verdadera fuente

por José Luis Restán

Opinión

"Aunque la salvación no llegue, quiero ser digno de ella en cada momento". Parece una frase escrita para el Adviento, ese tiempo extraño (extraño como la Cuaresma y la Pascua) en un mundo occidental que ha dilapidado su herencia cristiana. Pero quizás no haya otro tiempo de la Iglesia más adecuado al momento histórico que vivimos que este del Adviento. El gran escritor hebreo Franz Kafka, autor de la frase con la que comenzamos, expresa lo mejor de una cultura que en un momento dado ha extraviado su camino pero que no renuncia al corazón humano, al corazón hecho fundamentalmente de deseo y espera.

Evidentemente en Kafka resuena toda la memoria del pueblo de Israel, pero precisamente por eso sus palabras no pueden ser completamente ajenas a la sustancia de esta Europa nuestra, por más que se empeñe en el suicidio. Es curiosa la indignación que manifiestan estos días actores y escritores de distinto pelaje. Hablan de un túnel tremendo, denuncian una conjunción de poderes malvados que pretenden destruirlo todo... ¿Pero qué todo? Si escarbamos se refieren a los recortes (siempre discutibles) en el Estado del Bienestar, pero ni una palabra de autocrítica por una cultura que ha puesto la imagen del hombre a los pies de los caballos, que lo ha convertido en producto de la casualidad, que lo ha precipitado al nihilismo, antes trágico pero ahora tranquilo. ¿Dónde estaban ellos cuando cuajaba en lo profundo esta lenta destrucción? Casi siempre bien servidos en las mesas del poder cultural y mediático, mientras los hombres y mujeres educados por los malos maestros desfallecían sin esperanza en sus pequeños habitáculos, porque como decía el gran T.S. Eliot, "donde no hay templo no habrá hogares".

¡Y sin embargo el hombre espera! Espera a despecho de la corrosión de las series del costumbrismo nihilista que nos sirve cada noche la televisión, espera más allá de las falsas promesas de consumo o de la soberbia de un cientifismo endiosado. Espera porque esa es su naturaleza, que no pueden reescribir (por más que lo intenten) los diseñadores del hombre nuevo, ya no el socialista, sino el pergeñado en los laboratorios de los nuevos derechos de cuarta generación. Como bien decía Pavese, "¿es que alguien nos ha prometido algo?... y si no, ¿por qué esperamos?"

Es verdad el agudísimo apunte del joven Joseph Ratzinger que advierte que "memoria y esperanza forman una unidad indisoluble, y quien ha envenado el pasado destruye las bases anímicas de la esperanza". Ciertamente eso ha sucedido en nuestras sociedades europeas.... Y sin embargo no está perdida la partida porque el corazón del hombre (hecho a Su imagen y semejanza, nos dice el Génesis) es indestructible. Benedicto XVI recuerda a San Buenaventura cuando sostiene que "en la profundidad de nuestro ser está inscrita la memoria del Creador, y precisamente por eso podemos acordarnos de Él, ver las huellas que Él ha dejado en el cosmos que ha creado". Esta memoria no se refiere sólo al pasado, porque su origen está presente, y por tanto es memoria de la presencia del Señor; y también es memoria del futuro (esperanza).

Pero el gran maestro franciscano no era ingenuo en absoluto, y advertía que "nuestra memoria, como toda nuestra existencia, está herida por el pecado: así la memoria se oculta, se oscurece, se ve ocultada por otras memorias superficiales y no logramos traspasarlas, ir más al fondo, llegar a la verdadera memoria que sostiene nuestro ser".

El hombre contemporáneo, a pesar de las capas de alquitrán sedimentadas sobre su corazón, aún sabe (presiente, intuye) que ha sido creado para la alegría, pero ya no sabe dónde se encuentra y la busca muchas veces por senderos tortuosos, alejados de su verdadera fuente. Senderos lóbregos como los que recorrió el novelista Ernesto Sábato, quien confesaba: "siento nostalgia, casi ansiedad de un Infinito, pero humano, a nuestra medida". Ignoro si el gran escritor argentino sabía de Quién estaba hablando, por Quién suspiraba, cuál era el rostro que ansiaba reconocer. Aquel joven Ratzinger que antes escuchamos parece salir al paso de Sábato, de Kafka y de Pavese: "algo decisivo acontece ya en el hecho de no pisotear el anhelo de liberación... tal disposición a exponerse a una presencia misteriosa, a aceptar lentamente esa presencia, a dejarla entrar en uno mismo, es lo que hace que se dé el Adviento: una primera luz en la noche, por oscura que sea".

Otro gran testigo de esa modernidad inquieta y sedienta, Albert Camus, anunciaba para perplejidad de muchos de sus lectores que "la salvación llega, por gracia de Dios, como el amanecer de un bello día". En su libro "La infancia de Jesús", Benedicto XVI llama la atención sobre el hecho de que el ángel saludara a María en la Anunciación con la palabra griega "chaire" (¡alégrate!) en lugar de con el tradicional saludo judío shalom, y añade que en el relato de Lucas se explicita la conexión entre alegría y gracia, que siempre caminan juntas. Un hecho imprevisto, que no se deduce de las dinámicas de la historia, que no entraba en los cálculos de los poderosos, que no cede a la desazón de los extraviados. Un acontecimiento como un relámpago claro en la noche, que sale al encuentro de una esperanza secreta, censurada, apenas murmurada. A fin de cuentas podría resumirse el cristianismo como el testimonio presente de que aquel bello día anhelado por Camus despunta ya en cada mañana del mundo.

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