Países de misión
No nos engañemos: mañana ya no es sólo nuestra patria, es el mundo entero el que se arriesga a ser ´país de misión´; lo que nosotros vivimos hoy, los pueblos lo vivirán a su vez", escribían Henri Godin e Yvan Daniel.
Era el final de un tremendo verano de guerra cuando, el 12 de septiembre de 1943, en Lyon, salió un pequeño libro cuyo título --La France, pays de mission?- se haría famoso como emblemático de la situación en que se hallaba la Iglesia. De ello eran perfectamente conscientes los autores, dos capellanes de la Jeunesse ouvrière catholique a quienes el arzobispo de París, el cardenal Emmanuel Suhard, había encargado un informe sobre la situación religiosa de los ambientes obreros parisinos: “No nos engañemos: mañana ya no es sólo nuestra patria, es el mundo entero el que se arriesga a ser ´país de misión´; lo que nosotros vivimos hoy, los pueblos lo vivirán a su vez”, escribían Henri Godin e Yvan Daniel.
Precisamente a ese análisis, lúcido y apasionado, se ha remitido Benedicto XVI sintetizando con eficacia el sentido de la asamblea sinodal recién concluida y subrayando el camino ininterrumpido de la Iglesia contemporáneamente. En la base de aquella conciencia y de la convergencia de diversas corrientes maduradas en el catolicismo del siglo XX, vio a luz la intuición de Juan XXIII de convocar un concilio sobre el que habían pensado largamente sus predecesores. Y entre los resultados más fecundos del Vaticano II --cuyo quincuagésimo aniversario se acaba de celebrar- se encuentra sin duda la institución, querida por Pablo VI, del sínodo de los obispos, expresión real de la colegialidad que es inherente a la tradición cristiana.
En torno al sucesor del apóstol Pedro, presente con asiduidad en el debate sinodal --donde “he escuchado y recogido muchos puntos de reflexión y muchas propuestas”, dijo Benedicto XVI--, toda la comunidad católica estaba “representada y, por lo tanto, involucrada”. Nunca se recordará lo suficiente que el término griego sýnodosse remite a la idea de un camino recorrido juntos; un concepto que el Papa ha explicitado hablando de “la belleza de ser Iglesia, y de serlo precisamente hoy, en este mundo tal como es, en medio de esta humanidad con sus fatigas y sus esperanzas”. Con un lenguaje que ha querido evidentemente traer a la memoria el clima conciliar, el obispo de Roma ha confirmado así que el camino de los cristianos no sólo se caracteriza y testimonia por la comunión entre ellos, sino que es un camino que se realiza, con apertura y amistad, junto a las mujeres y los hombres de nuestro tiempo.
Ningún cierre, por lo tanto; ningún pesimismo en las palabras de Benedicto XVI, sino la conciencia de que la humanidad de hoy es como el ciego Bartimeo del Evangelio, del que san Agustín hipotiza que había “venido a menos de una gran prosperidad” y que según el Papa “podría ser la representación de cuantos viven en regiones de antigua evangelización, donde la luz de la fe se ha debilitado, y se han alejado de Dios”, transformándose así en “mendigos del sentido de la existencia”. De esta forma la asamblea sinodal ha reflexionado y discutido la necesidad de un anuncio del Evangelio que requiere métodos nuevos y “nuevos lenguajes, apropiados a las diferentes culturas del mundo”, y “creatividad pastoral”, sintetizó Benedicto XVI. Quien al final oró con las palabras de Clemente de Alejandría, dirigidas a aquella luz que brilló de una vez para si empre, “más pura que el sol, más dulce que la vida de aquí abajo”.
Precisamente a ese análisis, lúcido y apasionado, se ha remitido Benedicto XVI sintetizando con eficacia el sentido de la asamblea sinodal recién concluida y subrayando el camino ininterrumpido de la Iglesia contemporáneamente. En la base de aquella conciencia y de la convergencia de diversas corrientes maduradas en el catolicismo del siglo XX, vio a luz la intuición de Juan XXIII de convocar un concilio sobre el que habían pensado largamente sus predecesores. Y entre los resultados más fecundos del Vaticano II --cuyo quincuagésimo aniversario se acaba de celebrar- se encuentra sin duda la institución, querida por Pablo VI, del sínodo de los obispos, expresión real de la colegialidad que es inherente a la tradición cristiana.
En torno al sucesor del apóstol Pedro, presente con asiduidad en el debate sinodal --donde “he escuchado y recogido muchos puntos de reflexión y muchas propuestas”, dijo Benedicto XVI--, toda la comunidad católica estaba “representada y, por lo tanto, involucrada”. Nunca se recordará lo suficiente que el término griego sýnodosse remite a la idea de un camino recorrido juntos; un concepto que el Papa ha explicitado hablando de “la belleza de ser Iglesia, y de serlo precisamente hoy, en este mundo tal como es, en medio de esta humanidad con sus fatigas y sus esperanzas”. Con un lenguaje que ha querido evidentemente traer a la memoria el clima conciliar, el obispo de Roma ha confirmado así que el camino de los cristianos no sólo se caracteriza y testimonia por la comunión entre ellos, sino que es un camino que se realiza, con apertura y amistad, junto a las mujeres y los hombres de nuestro tiempo.
Ningún cierre, por lo tanto; ningún pesimismo en las palabras de Benedicto XVI, sino la conciencia de que la humanidad de hoy es como el ciego Bartimeo del Evangelio, del que san Agustín hipotiza que había “venido a menos de una gran prosperidad” y que según el Papa “podría ser la representación de cuantos viven en regiones de antigua evangelización, donde la luz de la fe se ha debilitado, y se han alejado de Dios”, transformándose así en “mendigos del sentido de la existencia”. De esta forma la asamblea sinodal ha reflexionado y discutido la necesidad de un anuncio del Evangelio que requiere métodos nuevos y “nuevos lenguajes, apropiados a las diferentes culturas del mundo”, y “creatividad pastoral”, sintetizó Benedicto XVI. Quien al final oró con las palabras de Clemente de Alejandría, dirigidas a aquella luz que brilló de una vez para si empre, “más pura que el sol, más dulce que la vida de aquí abajo”.
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