Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

El desierto y la peregrinación espiritual de la fe


Dios espera ese momento para volver a entrar en la vida de una persona que hace tal vez largos años no quería saber nada de Dios, como he podido experimentar tantas veces en Santiago

por Pedro Trevijano

Opinión

Nuestra mirada al mundo que nos ha tocado vivir tiene que estar impregnada de realismo para poder así contestar adecuadamente a la pregunta ¿qué es lo que yo puedo y debo hacer?, o mejor todavía, ¿qué es lo que Dios espera de mí?

Estoy recién llegado de un viaje peregrinación a Tierra Santa, días de gran intensidad espiritual y de los que necesitaré un cierto tiempo para integrar en mi vida las experiencias que he vivido allí. Una de ellas fue una meditación en el desierto de Judea, en la que uno no puede por menos de recordar los cuarenta días que Jesús pasó allí para prepararse a su inminente vida pública. Lo mismo que Jesús, también nosotros necesitamos momentos, que pueden ser de varios días como sucede en los Ejercicios Espirituales o en la peregrinación a Santiago, de escucha, recogimiento y silencio, para poder madurar y acertar en nuestras decisiones.

Benedicto XVI en la Homilía de Apertura del Año de la Fe nos habla de la desertificación espiritual que supone un mundo sin Dios, pero también de la experiencia positiva que supuso para Jesús y debe significar también para nosotros el desierto. En nuestro caso, el de la peregrinación a Tierra Santa era el desierto en su sentido literal, incluso físico, pues todos necesitamos poder encontrarnos con nosotros mismos, porque se trata de descubrir el valor de lo que es esencial en nuestra vida, que para un creyente no puede ser otra cosa sino su encuentro con Dios.

En una peregrinación, aunque sea por motivos simplemente deportivos, turísticos o de encuentro conmigo mismo, todos buscan el poder pensar y reflexionar. En ocasiones, Dios espera ese momento para volver a entrar en la vida de una persona que hace tal vez largos años no quería saber nada de Dios, como he podido experimentar tantas veces en Santiago, pero en el caso de muchos creyentes ya tienen el deseo de rezar y encontrarse especialmente con Él, para que les indique qué espera de ellos y cuál es el sentido que Dios quiere que ellos den a su vida. Se trata de imitar a la Virgen María cuando en la Anunciación dijo esas hermosas palabras: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Es decir ponernos a disposición de Dios, para que Él pueda actuar en el mundo a través nuestro. Y cuando uno vive así, cuando deja paso libre a la gracia de Dios en él, esta gracia nos libera del pesimismo y nos llena de alegría, como se notó en la JMJ del año pasado en Madrid, cuando ese millón bastante largo de jóvenes dejaron boquiabiertos a tantos madrileños con su alegría contagiosa pero sana. Y es que lo que tanta gente busca es para qué estamos aquí, cuál es el sentido de nuestra vida. Y es que ese sentido no es otro sino Jesucristo “camino, verdad y vida” (Jn 14,6), y eso un creyente lo sabe.

Personalmente lo que me asombra y deja perplejo es que sabiendo que la vida tiene sentido, que ése no es otro sino amar y ser amados, que Dios nos quiere infinitamente, que hay resurrección y vida eterna, que vamos a poder realizar nuestra aspiración fundamental de ser siempre felices, esa mercancía nuestra de primerísima calidad, nos dé vergüenza enseñarla y ofrecerla a otros, cuya oferta es simplemente que todo termina con la muerte, que es imposible ser feliz siempre y lo más que podemos esperar son unos cuantos placeres pasajeros, que se verán truncados a veces por el fracaso económico, y siempre por la enfermedad y la inevitable muerte. No puedo entender cómo nos achantamos ante quienes sólo tienen esa basura que ofrecernos y ni siquiera son capaces de luchar por un mundo mejor.

Ahora mismo que la situación es difícil, lo único que son capaces de hacer es combatir contra las dos instituciones que más hacen para mejorar el mundo y que la crisis no sea aún peor: la familia y la Iglesia. Y todavía tienen la desfachatez, como hizo hace pocos días una política muy conocida, de decir que a la Iglesia no le interesan los pobres, cuando uno busca y no encuentra sencillamente porque no existen o son muy raras las obras sociales de nuestros adversarios. Lo que sí no debemos olvidar es que colaborar con las estructuras sociales es muy importante para la Iglesia y los cristianos, pero que la auténtica salvación del hombre no puede comenzar desde las estructuras sociales externas, sino desde nuestra transformación interior.

Pedro Trevijano
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