Martini y la sinfonía dramática de la Iglesia
El cardenal Martini es mucho más que la caricatura de intelectual enfadado con su Iglesia, que nos han transmitido estos días los que siguen acariciando la pretensión de controlarla desde las cabinas de mando del poder mediático, económico o político
por José Luis Restán
"En la Iglesia las diferencias de temperamento y de sensibilidad, lo mismo que las diversas interpretaciones sobre las urgencias de cada tiempo, expresan la ley de la comunión: la pluriformidad en la unidad". Son palabras del arzobispo de Milán, Ángelo Scola, durante el funeral por su predecesor en la cátedra de San Ambrosio, el Cardenal Carlo María Martini. Y en medio de la cascada, a veces poco armoniosa, de imágenes y de palabras que ha provocado la muerte del purpurado jesuita, me parece que constituyen la orientación más serena y decisiva para ponderar una figura tan potente como controvertida.
Martini ha sido sobre todo un creyente en Jesucristo, un hombre de Iglesia a la que ha servido con lealtad. Y no es decir poco, ya que a través de páginas enteras dedicadas a su alabanza en algunos medios, apenas se encuentra rastro de esa raíz sin la que toda su vida se hace incomprensible. La paradoja es que un hombre tan celebrado por la gran prensa (en tiempos en que ésta dispensa la hiel a manos llenas cuando se trata de la Iglesia) haya tenido que convivir toda la vida con una imagen que no le correspondía en absoluto. Para muchos de los que ahora le aplauden Martini habría sido el gran antagonista, la otra cara de la moneda, el anti-Papa, el hombre siempre incómodo con la propia Iglesia en la que había nacido y que le había llamado a las responsabilidades más altas.
Pero la realidad es testaruda. Cuando tenía 52 años y era rector de la Universidad Gregoriana, Juan Pablo II le eligió para regir una de las diócesis más importantes del mundo. Era muy joven, apenas tenía experiencia pastoral y no era un secreto que su visión de las cosas no era coincidente en varios aspectos con la de un Papa que sin embargo, nunca dejó de confiar en él, incluso cuando algunas de sus tomas de posición públicas podía interpretarse como una discrepancia, discreta o clamorosa. Martini no ha sido un "extraño" al curso eclesial de los últimos treinta años, más bien ha sido un protagonista evidente, mimado por unos y discutido por otros, pero siempre en su casa.
Mucho se ha hablado también de su relación con Joseph Ratzinger, antes y después de la llegada de éste a la sede de Pedro. Eran coetáneos y les unía su condición intelectual, su pasión por el diálogo y su deseo de encontrar una reconciliación entre la Iglesia y lo mejor de la modernidad. Además, y éste es un hecho documentado, se profesaron siempre mutua estima y respeto, dentro de sus análisis y propuestas discrepantes.
Mientras Martini cultivó sobre todo los debates éticos e institucionales y centró en ellos su batalla por la renovación de la Iglesia, Ratzinger siempre se apasionó por la naturaleza del acontecimiento cristiano y centró su mirada en la relación fe-razón como clave para una nueva modernidad que salvaguardase la razón y la libertad como camino hacia el Misterio. Ambos reconocían que la Iglesia se puso a la defensiva en algunos temas a partir de la Ilustración y compartían la certeza de que esa ruta era estéril a la larga. Pero mientras Martini realizaba una lectura plomiza de los últimos doscientos años de vida eclesial, Ratzinger desarrollaba su tesis newmaniana de la renovación en la continuidad y reclamaba una apertura mutua y una purificación recíproca entre fe y razón moderna.
No se trata de decir que todo ha sido un camino de rosas. La sinfonía de la Iglesia se compone a lo largo de la historia con disonancias y dolores, con tensiones que sólo la misericordia y el perdón que obra la gracia de Dios pueden resolver en un impulso constructivo. Y en esto Martini ha dado y ha recibido. En su largo protagonismo ha cosechado críticas ciertamente amargas y no pocas veces injustas; pero a su vez ha causado también dolor, por ejemplo cuando ha impugnado públicamente la Humanae Vitae, aquella encíclica que costó sangre sudor y lágrimas a Pablo VI, esa encíclica que Benedicto XVI considera profética, precisamente una expresión de auténtica modernidad cristiana.
En todo caso el cardenal Martini es mucho más que la caricatura de intelectual enfadado con su Iglesia, que nos han transmitido estos días los que siguen acariciando la pretensión de controlarla desde las cabinas de mando del poder mediático, económico o político. La ironía del Espíritu Santo ha querido que sea precisamente el Cardenal Scola (caricaturizado también por algunos como el anti-Martini) quien trace su verdadero perfil, el que vale definitivamente para la Iglesia: el de un pastor atento a la realidad contemporánea, dispuesto a acoger a todos, apasionado por el ecumenismo y el diálogo interreligioso, siempre en busca de caminos de reconciliación por el bien de la Iglesia y de la sociedad civil. Evidentemente todo esto lo hizo con su propio estilo, con su personalidad y su temperamento que no le ahorraron choques y amarguras, no pocas desde la orilla de quienes de empeñaron hasta el final en instrumentalizarle. Pero todo eso debe verse ya con una serena piedad desde la Jerusalén celeste que siempre anheló transitar.
©PáginasDigital.es
Martini ha sido sobre todo un creyente en Jesucristo, un hombre de Iglesia a la que ha servido con lealtad. Y no es decir poco, ya que a través de páginas enteras dedicadas a su alabanza en algunos medios, apenas se encuentra rastro de esa raíz sin la que toda su vida se hace incomprensible. La paradoja es que un hombre tan celebrado por la gran prensa (en tiempos en que ésta dispensa la hiel a manos llenas cuando se trata de la Iglesia) haya tenido que convivir toda la vida con una imagen que no le correspondía en absoluto. Para muchos de los que ahora le aplauden Martini habría sido el gran antagonista, la otra cara de la moneda, el anti-Papa, el hombre siempre incómodo con la propia Iglesia en la que había nacido y que le había llamado a las responsabilidades más altas.
Pero la realidad es testaruda. Cuando tenía 52 años y era rector de la Universidad Gregoriana, Juan Pablo II le eligió para regir una de las diócesis más importantes del mundo. Era muy joven, apenas tenía experiencia pastoral y no era un secreto que su visión de las cosas no era coincidente en varios aspectos con la de un Papa que sin embargo, nunca dejó de confiar en él, incluso cuando algunas de sus tomas de posición públicas podía interpretarse como una discrepancia, discreta o clamorosa. Martini no ha sido un "extraño" al curso eclesial de los últimos treinta años, más bien ha sido un protagonista evidente, mimado por unos y discutido por otros, pero siempre en su casa.
Mucho se ha hablado también de su relación con Joseph Ratzinger, antes y después de la llegada de éste a la sede de Pedro. Eran coetáneos y les unía su condición intelectual, su pasión por el diálogo y su deseo de encontrar una reconciliación entre la Iglesia y lo mejor de la modernidad. Además, y éste es un hecho documentado, se profesaron siempre mutua estima y respeto, dentro de sus análisis y propuestas discrepantes.
Mientras Martini cultivó sobre todo los debates éticos e institucionales y centró en ellos su batalla por la renovación de la Iglesia, Ratzinger siempre se apasionó por la naturaleza del acontecimiento cristiano y centró su mirada en la relación fe-razón como clave para una nueva modernidad que salvaguardase la razón y la libertad como camino hacia el Misterio. Ambos reconocían que la Iglesia se puso a la defensiva en algunos temas a partir de la Ilustración y compartían la certeza de que esa ruta era estéril a la larga. Pero mientras Martini realizaba una lectura plomiza de los últimos doscientos años de vida eclesial, Ratzinger desarrollaba su tesis newmaniana de la renovación en la continuidad y reclamaba una apertura mutua y una purificación recíproca entre fe y razón moderna.
No se trata de decir que todo ha sido un camino de rosas. La sinfonía de la Iglesia se compone a lo largo de la historia con disonancias y dolores, con tensiones que sólo la misericordia y el perdón que obra la gracia de Dios pueden resolver en un impulso constructivo. Y en esto Martini ha dado y ha recibido. En su largo protagonismo ha cosechado críticas ciertamente amargas y no pocas veces injustas; pero a su vez ha causado también dolor, por ejemplo cuando ha impugnado públicamente la Humanae Vitae, aquella encíclica que costó sangre sudor y lágrimas a Pablo VI, esa encíclica que Benedicto XVI considera profética, precisamente una expresión de auténtica modernidad cristiana.
En todo caso el cardenal Martini es mucho más que la caricatura de intelectual enfadado con su Iglesia, que nos han transmitido estos días los que siguen acariciando la pretensión de controlarla desde las cabinas de mando del poder mediático, económico o político. La ironía del Espíritu Santo ha querido que sea precisamente el Cardenal Scola (caricaturizado también por algunos como el anti-Martini) quien trace su verdadero perfil, el que vale definitivamente para la Iglesia: el de un pastor atento a la realidad contemporánea, dispuesto a acoger a todos, apasionado por el ecumenismo y el diálogo interreligioso, siempre en busca de caminos de reconciliación por el bien de la Iglesia y de la sociedad civil. Evidentemente todo esto lo hizo con su propio estilo, con su personalidad y su temperamento que no le ahorraron choques y amarguras, no pocas desde la orilla de quienes de empeñaron hasta el final en instrumentalizarle. Pero todo eso debe verse ya con una serena piedad desde la Jerusalén celeste que siempre anheló transitar.
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