Sábado, 21 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

La confianza en la espera

El sacrificio de Isaac.
A diferencia de Adán y Eva y del pueblo de Israel en el desierto, Abraham sí confió en Dios. «El sacrificio de Isaac» (detalle) de Luca Giornado (1696), Museo del Prado.

por Luciana Rogowicz

Opinión

Desde el principio, Dios nos creó a cada uno de nosotros, a cada ser humano, con la vocación de hijos, de ser hijos de Dios.

Sin embargo, muchas veces nos pasa como adultos que esto, que es una bendición, nos cuesta aceptarlo. Estamos acostumbrados a tener el control de nuestra vida (o al menos gozamos de la ilusión de tenerlo), a manejar las cosas y planear el futuro.

Sin embargo, como hijos, no estamos llamados a esto, sino que lo que Dios quiere para nosotros es la recepción confiada de sus dones y de su plan para nuestra vida.

Quizás para algunas personas esto puede sonar como algo simple y hasta bello; no obstante, estos dones no siempre llegan en el momento en que nosotros queremos, o que de algún modo habíamos “planeado recibir”.

Durante este tiempo de espera, ¿cuál es nuestra actitud principal? ¿De confianza? ¿De desesperación? ¿Esperanza? ¿Preocupación? ¿Ansiedad? ¿Reposo?

A largo de toda la historia de la salvación, desde la creación del primer hombre hasta la actualidad, hay una característica del ser humano que atraviesa todos los acontecimientos que ocurren desde el primer capítulo del Génesis, hasta hoy: la confianza en Dios. Ésta es puesta a prueba constantemente. En el pueblo de Dios en su conjunto, y en cada ser individual en su relación personal con Él. 

La confianza en Dios y la falta de ésta son la clave para entender lo que ocurrió en el ser humano desde el principio, y para poder entender un poco más sobre qué es lo que Dios nos pide a cada uno de nosotros y a qué estamos llamados a ser y a hacer en nuestra vida.

Veamos brevemente algunos eventos de la historia de salvación que nos pueden iluminar en este sentido:

En el principio…

Dios nos creó por amor y nos quiso dar un hermoso lugar para vivir, y que tengamos vida, Vida en abundancia (Jn10, 10). Además de bienes materiales, Dios también quiso desde siempre para el ser humano la comunión con Él, la Vida eterna. Pero esto era un Don de Él, quien como buen padre, y uno que no se equivoca, sabe cuál es el momento oportuno para ser recibido.

Por eso es que, en su plan, este hermoso Don de la vida eterna lo iba a dar a través de su Hijo, llegada la plenitud de los tiempos, según Su propio designo.

Sin embargo, como nos relata el capítulo 3 del libro del Génesis, el hombre y la mujer lo quisieron arrebatar. Se dejaron seducir por otras voces en lugar de escuchar y confiar en la voz de Dios, quien les había advertido y explicado cuáles eran los límites establecidos. (A veces, por motivos que no entendemos en el momento, pero que siempre tienen una razón de ser.)

El hombre y la mujer, al dejarse tentar por la voz de la serpiente (con todo lo que esta representa), terminaron teniendo una imagen de Dios totalmente distorsionada, y se sintieron limitados. No confiaron en el Dios verdadero, que los ama y quiere que su vida sea hermosa, que tengan todo, que sean felices, sino que se dejaron llevar por la mentira, pensando que Dios quería limitarlos y guardarse cosas sólo para Él.

Y así, en lugar de poner su mirada en la abundancia de todos los dones que tenían, centraron su atención en el único límite que Dios les había marcado y dejaron de disfrutar de las maravillas que Dios les había dado.

En este relato nos marca el autor sagrado que la mujer “ve” (Gn.3.6), en lugar de “escuchar”, de seguir la voz de Dios que es la que nos guía a la Verdad y a la Vida. Esta escucha, la que Dios le pide una y otra vez a su pueblo, “Escucha Israel” (Dt 6,4), es una escucha obediente, porque confía en Dios. Y es justamente esto lo que nos previene de caer en la tentación.

En el desierto...

A lo largo del libro del Éxodo se relatan las maravillas que Dios hizo por su pueblo. Con su estilo literario épico, el autor sagrado pone de manifiesto los grandiosos milagros que Dios hizo para que su pueblo sea libre.

En estos relatos podemos ver a Dios en la figura de un padre amoroso y fuerte, que daría lo que fuera para salvar a sus hijos. Y esto es lo que hizo.

El pueblo de Israel vio y presenció todo lo que Dios había hecho por ellos (Éx19, 4). Las diez plagas, el milagro para poder cruzar el Mar Rojo, el brote del agua de la roca y muchos otros prodigios.

Estos acontecimientos fueron sólo una demostración de quién era este pueblo para Dios: Su primogénito y el destinatario de la Alianza.

Esta alianza se llevó a cabo en el Monte Sinaí en presencia de todo el pueblo, quien lo aceptó y se comprometió a poner en práctica todo lo que Dios les dijo (Éx 24).

Sin embargo, días después de este suceso clave para el pueblo, cuando Moisés subió a la montaña para recibir la Torá, al no tener noticias de él durante varios días, se sintieron inquietos, perdidos, desesperados y le pidieron a Arón que les construyese un becerro de oro para adorar. Podríamos decir, un dios que pudiesen tener bajo su control.

El pueblo de Israel no pudo aguantar la espera confiada en Dios, sino que nuevamente quiso hacer las cosas a su modo, a sus tiempos, y eso los llevó a quebrar la alianza con Dios que pocos días atrás se habían comprometido voluntariamente a cumplir.

Estos acontecimientos de desconfianza que los llevan a la desesperación son recurrentes durante su camino por el desierto. Sabemos que no es un lugar fácil para estar, y que tiene muchísimas pruebas y desafíos. Pero ante éstos, el pueblo eligió desconfiar de la Palabra de Dios, de Sus promesas, angustiarse y hacer las cosas a su manera, en lugar de reposar en Él, cediendo el control de sus vidas a Quien ya les había demostrado muchas veces cumplir lo que prometía y protegerlos de toda adversidad.

“Entonces yo les dije: «No se acobarden ni les tengan miedo. El Señor, su Dios, que va delante de ustedes, combatirá por ustedes, como lo hizo en Egipto ante sus propios ojos. Y también en el desierto, donde tú viste que el Señor, tu Dios, te conducía como un padre conduce a su hijo, a lo largo de todo el camino que recorriste hasta llegar a este lugar». Y a pesar de todo, ustedes no tuvieron confianza en el Señor, su Dios. Que los precedía durante la marcha para buscarles un lugar donde acampar; de noche en el fuego, mostrándose el camino que debían seguir, y de día en la nube” (Dt 1, 29-33).

La fe no es ciega

Dios no nos pide una fe y una confianza ciega. Antes de hacer la Alianza con su pueblo, Él demostró con hechos Quién era y qué era capaz de hacer por su pueblo. Recién ahí se dirigió al pueblo diciéndoles: "Ustedes han visto cómo traté a Egipto, y cómo los conduje sobre alas de águila y los traje hasta mí. Ahora, si escuchan mi voz y observan mi alianza, serán mi propiedad exclusiva entre todos los pueblos” (Éx19, 4-5).

Más allá de que a veces en la tribulación nos cuesta ver lo positivo, tenemos que hacer memoria de lo que Dios hizo por nosotros para poder pararnos sobre esta certeza. Dios no nos pide que nos lancemos a la pileta sin saber si tiene agua. Primero nos muestra que pone agua, mucha, y luego nos pide que demos nosotros ese salto.

Y esto justamente fue lo que ocurrió con Abraham, quien escuchó la voz de Dios y confió en él. Creyó en Él ante la prueba más difícil que podía existir. Pero sabía que Dios es un Dios que cumple sus promesas, y que Isaac era el hijo que iba a darle una descendencia numerosa como las estrellas del cielo e incontable como la arena que está a la orilla del mar.

Tal como lo describe la Carta a los hebreos: "Por la fe, Abraham, cuando fue puesto a prueba, presentó a Isaac como ofrenda: él ofrecía a su hijo único, al heredero de las promesas, a aquel de quien se había anunciado: 'De Isaac nacerá la descendencia que llevará tu nombre'. Y lo ofreció, porque pensaba que Dios tenía poder, aun para resucitar a los muertos. Por eso recuperó a su hijo, y esto fue como un símbolo” (Heb11,17-19).

El camino de fe de Abraham termina siendo el reverso de la historia de Adán y Eva y del pueblo de Israel. Por eso es el padre de la fe, quien nos muestra un modelo de espera confiada y de escucha obediente a un Dios que cumple, que nos protege, que nos ama.

Del mismo modo que en el Nuevo Testamento, podemos verlo con María. Ella confió en Dios también, ante el anuncio de lo impensable. Y a la vez, esta confianza también estaba basada en la memoria de lo que Dios había hecho en la historia de su pueblo, del pueblo de Israel, tal como lo proclama en el Magníficat.

Ser hijos y ser como niños

Dios nos destinó para ser hijos. Y nos pide hacernos como niños en cuanto a confiar en quien nos guía, en ceder el control de nuestra vida. Los niños reciben los dones de los padres sin cuestionarse por qué. No están pensando que hicieron algo para merecerlo sino que lo reciben porque saben que son amados, desde el primer día, sin haber hecho nada.

El hacernos como niños, y dejarnos llevar por Dios, requiere de algo central: la confianza.

Nos cuesta mucho entregarnos, ceder el control de nuestra vida. ¿Será porque quizás todavía no llegamos a tomar dimensión de Quién es el que nos pide esta entrega? Creemos en Dios, pero ¿le creemos a Dios? ¿Le creemos lo que nos dice, lo que nos promete? ¿Creemos realmente que nos va a llevar sobre sus alas sobrevolando todo peligro?

Como Dios jamás nos pide que confiemos ciegamente en Él, sino que primero nos muestra quién es, “que hay agua en la pileta”, es esencial contemplar y hacer MEMORIA de la historia del pueblo de Dios y de nuestra propia vida, para ver su paso en ellas.

A veces su marcha es más ruidosa, y otras es tan silenciosa, como el rumor de una brisa suave (1 Re 19, 12) que quizás nos cuesta percibirlo, pero Dios jamás nos deja solos.

La espera confiada

Tanto la época del Adviento como la Cuaresma son momentos de espera. El tránsito de una etapa que nos lleva a otra cosa.

Lo mismo pasa con la vida. Es una espera de algo más por venir. Y lo que hacemos durante este camino es lo que termina definiendo quiénes somos. La espera es la vida. Por eso no hay “esperar” que pase, sino abrazarla.

En esta época y quizás durante toda la vida, nuestra mirada está puesta en nuestra “meta final”. Y la forma de llegar hacia ella tiene que ver con lo que hacemos en nuestro presente, que es el único lugar en donde Dios puede obrar. No en el pasado, ni en el futuro, sino en el hoy.

Por eso hay que vivir este presente de forma confiada (por la memoria de lo que Dios hizo por nosotros a lo largo de toda la historia de salvación y de nuestra vida particular) y con alegría por la esperanza de lo que vendrá.

En esta época de Cuaresma, qué más lindo que poder transitarla descansando en Dios. Una espera confiada porque sabemos en las manos de Quién nos ponemos. Descansar en Dios más allá de las circunstancias que cada uno esté viviendo.

Que esta etapa y que toda nuestra vida, sea un reposo constante, confiando en Quien nos estamos entregando y gozar de la paz que se encuentra permaneciendo sobre sus alas.

“¿Por qué dices Jacob, y lo repites tú, Israel:
«Al Señor se le oculta mi camino
y mi derecho pasa desapercibido a mi Dios»?

¿No lo sabes acaso? ¿Nunca lo has escuchado?
El Señor es un Dios eterno, él crea los confines de la tierra:
no se fatiga ni se agota,
su inteligencia es inescrutable.

Él fortalece al que está fatigado
y acrecienta la fuerza del que no tiene vigor.

Los jóvenes se fatigan y se agotan,
los muchachos tropiezan y caen.

Pero los que esperan en el Señor
renuevan sus fuerzas,
despliegan alas como las águilas;
corren y no se agotan,
avanzan y no se fatigan”.

(Is 40, 27-31)

Publicado en el blog de la autora, Judía y Católica. 

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