El Papa Benedicto no está solo
No conviene olvidar el cúmulo de prejuicios, e incluso de oposiciones, con que la rapidísima elección de los cardenales fue acogida en distintos ambientes, incluso católicos.
Comienza el octavo año de pontificado de Benedicto XVI, elegido el 19 de abril de 2005, a los setenta y ocho años, en menos de un día en el cónclave más numeroso de los que se han reunido en la historia. Una fecha celebrada con alegría y precedida de la, tradicionalmente privada, del 85° cumpleaños, que sin embargo no se celebraba en la serie de los Papas desde 1895 y que, por tanto, se ha festejado con más calor del acostumbrado.
Con ocasión de estas fiestas de abril se multiplican, por consiguiente, las alegrías y las felicitaciones, llegadas de todo el mundo para expresar un afecto y una estima generales, no previsibles en esta medida en el momento de la elección. En efecto, no conviene olvidar el cúmulo de prejuicios, e incluso de oposiciones, con que la rapidísima elección de los cardenales fue acogida en distintos ambientes, incluso católicos. Prejuicios y oposiciones que respecto del cardenal Ratzinger se remontaban al menos a mediados de los años ochenta, pero que de ningún modo correspondían a su verdadera personalidad.
El sucesor de Juan Pablo II —que asimismo había sido su colaborador más autorizado, casi inmediatamente llamado a Roma por el Papa polaco, también él objeto de hostilidad— fue contrapuesto a él, según estereotipos manidos. Un pontificado que se inició, por tanto, de subida y que el Pontífice ha sabido afrontar día tras día con lúcida y paciente serenidad, demostrada ya el 24 de abril cuando pidió a los fieles oraciones para no huir, «por miedo, ante los lobos».
Aquella homilía fue la primera de una serie ya larga, que por limpidez y profundidad no desmerecerá al lado de las predicaciones de san León Magno, las primeras que se conservan de un obispo de Roma, caracterizadas por un equilibrio ejemplar entre herencia clásica y novedad cristiana, análogamente a la intención del Papa Benedicto de moverse en armonía entre razón y fe. Para dirigirse y hablar a todos, como sugirió en el encuentro de Asís la invitación hecha —por primera vez, un cuarto de siglo después de la que hizo Juan Pablo II a los creyentes— también a los no creyentes, para anunciar el Evangelio al mundo de hoy.
Así sucedió también con la homilía en la misa del día de su cumpleaños —que coincide con la de su Bautismo, el Sábado santo de 1927— cuando Benedicto XVI habló de los santos recordados en el calendario litúrgico, Bernardita Soubirous y Benito José Labre, de María, la madre de Dios, y del agua pura de la verdad, de la que el mundo tiene tanta sed, a menudo sin saberlo. Amigos invisibles, pero no por ello menos reales, cuya cercanía siente el Papa en la comunión de los santos. Del mismo modo que siente la amistad de tantos que rezan cada día por él, o que al menos lo miran con simpatía, escuchando con atención sus palabras.
Giovanni Maria Vian, director de L´Osservatore Romano
Con ocasión de estas fiestas de abril se multiplican, por consiguiente, las alegrías y las felicitaciones, llegadas de todo el mundo para expresar un afecto y una estima generales, no previsibles en esta medida en el momento de la elección. En efecto, no conviene olvidar el cúmulo de prejuicios, e incluso de oposiciones, con que la rapidísima elección de los cardenales fue acogida en distintos ambientes, incluso católicos. Prejuicios y oposiciones que respecto del cardenal Ratzinger se remontaban al menos a mediados de los años ochenta, pero que de ningún modo correspondían a su verdadera personalidad.
El sucesor de Juan Pablo II —que asimismo había sido su colaborador más autorizado, casi inmediatamente llamado a Roma por el Papa polaco, también él objeto de hostilidad— fue contrapuesto a él, según estereotipos manidos. Un pontificado que se inició, por tanto, de subida y que el Pontífice ha sabido afrontar día tras día con lúcida y paciente serenidad, demostrada ya el 24 de abril cuando pidió a los fieles oraciones para no huir, «por miedo, ante los lobos».
Aquella homilía fue la primera de una serie ya larga, que por limpidez y profundidad no desmerecerá al lado de las predicaciones de san León Magno, las primeras que se conservan de un obispo de Roma, caracterizadas por un equilibrio ejemplar entre herencia clásica y novedad cristiana, análogamente a la intención del Papa Benedicto de moverse en armonía entre razón y fe. Para dirigirse y hablar a todos, como sugirió en el encuentro de Asís la invitación hecha —por primera vez, un cuarto de siglo después de la que hizo Juan Pablo II a los creyentes— también a los no creyentes, para anunciar el Evangelio al mundo de hoy.
Así sucedió también con la homilía en la misa del día de su cumpleaños —que coincide con la de su Bautismo, el Sábado santo de 1927— cuando Benedicto XVI habló de los santos recordados en el calendario litúrgico, Bernardita Soubirous y Benito José Labre, de María, la madre de Dios, y del agua pura de la verdad, de la que el mundo tiene tanta sed, a menudo sin saberlo. Amigos invisibles, pero no por ello menos reales, cuya cercanía siente el Papa en la comunión de los santos. Del mismo modo que siente la amistad de tantos que rezan cada día por él, o que al menos lo miran con simpatía, escuchando con atención sus palabras.
Giovanni Maria Vian, director de L´Osservatore Romano
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