El sentido positivo de la castidad cristiana
En el matrimonio la castidad favorece al amor, oponiéndose tan solo al placer egoísta que impide que el amor alcance toda su dimensión humana.
por Pedro Trevijano
La castidad cristiana se funda en el amor más absoluto, pues conlleva una apertura hacia el amor divino que nos indica claramente que somos más que sexo. La castidad purifica y santifica al ser humano en toda su persona, incluidas las capas más profundas de su personalidad. Pero el pecado original hace que la actuación sexual, que por su propia naturaleza es acto de unión personal, fácilmente se haga egoísta y como también la insensibilidad es egoísta, para cultivar la castidad hay que cultivar sobre todo la caridad, es decir el amor también en su dimensión sobrenatural. Pero éste es fruto de la gracia de Dios, por lo que no podemos conseguirlo con nuestras solas fuerzas, sino que es Dios quien nos la regala, si nosotros no nos oponemos y colaboramos con Él por la obediencia a los mandamientos divinos, la práctica de las virtudes morales y la fidelidad a la oración.
El motivo es claro: la vida cristiana es amar a Dios y al prójimo (Mc 12,28-34; Mt 22,34-40) y el gran problema de nuestra vida es la lucha entre nuestra generosidad y nuestro egoísmo, siendo por tanto toda falta un rechazo de la gracia y una manifestación de egoísmo y de fracaso existencial, ya que el hombre se encuentra ante un problema que es siempre el mismo: cómo superar la soledad y lograr la unión con los demás. El amor es irrenunciable para cualquier persona que quiera alcanzar su plenitud. Por ello, la moral regula el uso del sexo en la doble dimensión de crecimiento personal y de relación interpersonal, no quedándose en el mero ámbito de lo permitido o prohibido, sino indicándonos cuáles son las normas de conducta constructoras de la personalidad y sin las cuales el instinto sexual lleva a actuaciones antisociales e irracionales.
La castidad no es la ignorancia. Más aún, ésta es un peligro, pues no permite protegerse ni prepararse ante los problemas que surgen. En la educación de la castidad es preciso poner de relieve los valores que se encierran en el matrimonio y en la virginidad. Lo que se requiere es una iniciación progresiva, que vaya poniendo ante los ojos los valores espirituales y morales. Quien se ha acostumbrado a amar al prójimo y a sí mismo apoyándose en el amor y gracia de Dios, difícilmente se deja cegar y degradar por el instinto. Está desde luego claro que el simple instinto es radicalmente insuficiente para regular el comportamiento ético, al no estar la sexualidad humana regida por un comportamiento automático.
El ser humano es libre, pero también tiene que aprender a serlo, pues la responsabilidad sólo se adquiere gradualmente. El lenguaje sexual deberá ser aprendido poco a poco, sin dramatizar las imperfecciones o errores de la infancia o adolescencia, a fin de asumir la sexualidad para ponerla al servicio de la relación interpersonal y de la madurez humana. Por ello, la castidad cristiana supone no sólo el dominio del instinto, sino también una actitud de respeto religioso frente a la sexualidad, siendo su fin no otro sino la santidad (Rom 6,19; 2 Cor 7,1; Ef 5,3).
El sentido positivo de la castidad debe proponerse a todos, pero especialmente a los adolescentes para que no vean en la castidad prematrimonial algo que disminuye la personalidad o no reconoce los deseos profundos del hombre. En el matrimonio la castidad favorece al amor, oponiéndose tan solo al placer egoísta que impide que el amor alcance toda su dimensión humana, es decir ser un amor espiritual, libre, generoso y gratuito hacia la otra persona, que tiene su máxima expresión en el acto sexual conyugal, que es la unión físicogenital de un hombre y una mujer que son marido y mujer, se quieren y ponen sus cuerpos al servicio del otro. En ese acto, la castidad asume el propio placer sexual de un modo éticamente positivo, poniéndolo a disposición del amor y la generosidad, con una unión fiel, estable, definitiva y fecunda. Quien no entienda estas verdades elementales no debiera contraer matrimonio, porque sin castidad no hay verdadera madurez ni amor conyugal.
Lo mismo podemos decir de la castidad propia de la vida sacerdotal o religiosa, que debe basarse en un amor generoso que supone el diálogo y trato espiritual con Dios, la Virgen y los demás.
De lo dicho queda claro que la castidad intenta llegar a la plena integración de los instintos e impulsos sexuales en la construcción armónica de la persona. Esta construcción no consiste sólo en la dimensión individual, pues nuestra vida tiene, como sabemos, una estructura social y es a través de las relaciones interpersonales como lograremos alcanzar la plena madurez.
El motivo es claro: la vida cristiana es amar a Dios y al prójimo (Mc 12,28-34; Mt 22,34-40) y el gran problema de nuestra vida es la lucha entre nuestra generosidad y nuestro egoísmo, siendo por tanto toda falta un rechazo de la gracia y una manifestación de egoísmo y de fracaso existencial, ya que el hombre se encuentra ante un problema que es siempre el mismo: cómo superar la soledad y lograr la unión con los demás. El amor es irrenunciable para cualquier persona que quiera alcanzar su plenitud. Por ello, la moral regula el uso del sexo en la doble dimensión de crecimiento personal y de relación interpersonal, no quedándose en el mero ámbito de lo permitido o prohibido, sino indicándonos cuáles son las normas de conducta constructoras de la personalidad y sin las cuales el instinto sexual lleva a actuaciones antisociales e irracionales.
La castidad no es la ignorancia. Más aún, ésta es un peligro, pues no permite protegerse ni prepararse ante los problemas que surgen. En la educación de la castidad es preciso poner de relieve los valores que se encierran en el matrimonio y en la virginidad. Lo que se requiere es una iniciación progresiva, que vaya poniendo ante los ojos los valores espirituales y morales. Quien se ha acostumbrado a amar al prójimo y a sí mismo apoyándose en el amor y gracia de Dios, difícilmente se deja cegar y degradar por el instinto. Está desde luego claro que el simple instinto es radicalmente insuficiente para regular el comportamiento ético, al no estar la sexualidad humana regida por un comportamiento automático.
El ser humano es libre, pero también tiene que aprender a serlo, pues la responsabilidad sólo se adquiere gradualmente. El lenguaje sexual deberá ser aprendido poco a poco, sin dramatizar las imperfecciones o errores de la infancia o adolescencia, a fin de asumir la sexualidad para ponerla al servicio de la relación interpersonal y de la madurez humana. Por ello, la castidad cristiana supone no sólo el dominio del instinto, sino también una actitud de respeto religioso frente a la sexualidad, siendo su fin no otro sino la santidad (Rom 6,19; 2 Cor 7,1; Ef 5,3).
El sentido positivo de la castidad debe proponerse a todos, pero especialmente a los adolescentes para que no vean en la castidad prematrimonial algo que disminuye la personalidad o no reconoce los deseos profundos del hombre. En el matrimonio la castidad favorece al amor, oponiéndose tan solo al placer egoísta que impide que el amor alcance toda su dimensión humana, es decir ser un amor espiritual, libre, generoso y gratuito hacia la otra persona, que tiene su máxima expresión en el acto sexual conyugal, que es la unión físicogenital de un hombre y una mujer que son marido y mujer, se quieren y ponen sus cuerpos al servicio del otro. En ese acto, la castidad asume el propio placer sexual de un modo éticamente positivo, poniéndolo a disposición del amor y la generosidad, con una unión fiel, estable, definitiva y fecunda. Quien no entienda estas verdades elementales no debiera contraer matrimonio, porque sin castidad no hay verdadera madurez ni amor conyugal.
Lo mismo podemos decir de la castidad propia de la vida sacerdotal o religiosa, que debe basarse en un amor generoso que supone el diálogo y trato espiritual con Dios, la Virgen y los demás.
De lo dicho queda claro que la castidad intenta llegar a la plena integración de los instintos e impulsos sexuales en la construcción armónica de la persona. Esta construcción no consiste sólo en la dimensión individual, pues nuestra vida tiene, como sabemos, una estructura social y es a través de las relaciones interpersonales como lograremos alcanzar la plena madurez.
Comentarios
Otros artículos del autor
- Los conflictos matrimoniales y su superación
- Cielo, purgatorio, infierno
- Los hijos del diablo, según Jesucristo
- Iglesia, nacionalismo y bien común
- El Antiguo Testamento y la elección de Israel
- Creo en la Comunión de los Santos
- Familia, demonio y libertad
- Los días más especiales en una vida humana
- Sin Dios ni sentido común
- Conferencia episcopal e ideología de género