Permisividad y represión
Un ideal de pureza que no tenga presente la dimensión sexual cae en un irrealismo catastrófico.
por Pedro Trevijano
Desgraciadamente hoy a menudo la familia se ve desbordada por la presión muy fuerte existente en nuestra sociedad de total permisividad sexual tanto por parte del ambiente como de los medios de comunicación. La utilización cada vez mayor de la pornografía no ayuda precisamente a tener fuerza de voluntad. Determinadas normas tácitas, más fuertes precisamente por ser tácitas, les influyen sin que se enteren. Nuevos tabúes han reemplazado a los antiguos: “la virginidad está desfasada”; “no tener vida sexual a los diecisiete años es anormal”; “todas las formas de sexualidad son normales”; “si no haces lo que todo el mundo, eres un raro”; “el matrimonio es retrógrado”... En la cultura actual se incita con frecuencia a los adolescentes a ejercitar su genitalidad no sólo en la masturbación sino con sus compañeros y compañeras. Una de las consecuencias de este libertinaje es el número cada vez mayor de adolescentes que piensan de sí mismos que son bisexuales u homosexuales. Por el otro lado, hay que evitar la represión sexual, ya que si se niega la sexualidad, ésta se desvía, se camufla, se polariza sobre objetos a los que no corresponde su finalidad natural, porque el rechazo de lo sexual impide una comunicación normal con los demás. No olvidemos nunca que no es que tengamos una sexualidad, sino es que somos seres sexuados.
El sexo y cuanto a él se refiere no ha de ser objeto de represión incontrolada. La represión no sólo ocasiona estragos en el subconsciente, sino que impide el desarrollo del amor y de la comprensión hacia el prójimo, que es lo que nos hace pacíficos y tolerantes. Hay en consecuencia una íntima relación entre represión y agresividad. Como dice Pascal: “el hombre no es ni ángel ni bestia. Pero por desgracia, quien ansía convertirse en ángel se hace bestia”. Dicho de otro modo: la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona.
Creo que debemos insistir más en que como ya dice santo Tomás (2-2 q. 153, a. 3 ad 3) la virtud de la castidad se opone al vicio de la insensibilidad o represión. En efecto, generalmente se ha insistido mucho en la oposición entre lujuria y castidad, pero se ha guardado silencio sobre la oposición entre castidad y represión, silencio tanto más grave cuanto que la formación sexual ha sido con frecuencia claramente represiva. La trivialidad sexual propia de los libertinos o las posturas represoras y reprimidas ciertamente no ayudan a la debida valoración de la sexualidad. El propio rigorismo en esta materia suele ser un dato revelador.
Un ideal de pureza que no tenga presente la dimensión sexual cae en un irrealismo catastrófico, pues el ser un ser sexuado es una exigencia fundamental de la persona. Ello implica un mundo de fuerzas, pulsiones, deseos, tendencias y afectos que habrá ciertamente que controlar e integrar dentro de un proceso educativo, en el que hay que buscar el equilibrio entre sensualidad y ternura, pero del que nunca podremos prescindir. La sensualidad está orientada al cuerpo, objeto de un posible placer sexual, mientras que con la ternura tomamos conciencia de los lazos que nos unen con otra u otras personas, pero tanto en la sensualidad como en la ternura tenemos que ejercer, a través del autodominio y de la voluntad, el dominio de la razón sobre lo puramente instintivo. La continencia no es castidad en los sujetos inmaduros, sin problemas aparentes en este campo, pero cuya tranquilidad es periférica por haberse obtenido con una fuerte represión. Las consecuencias no tardan en manifestarse por otros caminos, que aparentan no estar en relación directa con el sexo, pero de los que la psicología ha sabido denunciar su verdadero significado. Esto, por supuesto, no significa que no haya comportamientos rechazables y que no tengamos que dominar y controlar el sexo, pues el dominio del instinto, aunque todavía no sea la virtud de la castidad, es su presupuesto básico. La virtud de la castidad construye la personalidad precisamente por el predominio del espíritu y de la razón, gracias a un proceso educativo en el que la oración y la ayuda de Dios no está ausente y que incluye la formación religiosa, moral, afectiva y sexual, esforzándose en poseer esa libertad que consiste en ser capaz de elegir y decidirse, es decir de mandar en sí mismo, pero sin olvidar que en el fondo de muchos problemas morales lo que late es una falta de fe vivida y de experiencia cristiana, carencia que, está claro, no se resuelve simplemente con leyes. Por ello quien sabe encauzar sus instintos sexuales, quien sabe ponerlos al servicio del amor a Dios y de la entrega a los demás, esa persona logrará alcanzar su plenitud humana y espiritual. No puedo imaginarme a los grandes santos, que por ello mismo fueron grandes personalidades, sin una fuerte sexualidad puesta no al servicio de la genitalidad, sino del amor.
Esto supone ver las virtudes auxiliares de la castidad a la luz de sus aspectos positivos, como por ejemplo darnos cuenta de que la pureza está al servicio de un amor generoso, el dominio de sí supone mi autocontrol para poder darme mejor y más eficazmente a los demás, por lo que es bueno también en la relación genital conyugal amorosa, y la educación es el presupuesto para poder amar con delicadeza.
El sexo y cuanto a él se refiere no ha de ser objeto de represión incontrolada. La represión no sólo ocasiona estragos en el subconsciente, sino que impide el desarrollo del amor y de la comprensión hacia el prójimo, que es lo que nos hace pacíficos y tolerantes. Hay en consecuencia una íntima relación entre represión y agresividad. Como dice Pascal: “el hombre no es ni ángel ni bestia. Pero por desgracia, quien ansía convertirse en ángel se hace bestia”. Dicho de otro modo: la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona.
Creo que debemos insistir más en que como ya dice santo Tomás (2-2 q. 153, a. 3 ad 3) la virtud de la castidad se opone al vicio de la insensibilidad o represión. En efecto, generalmente se ha insistido mucho en la oposición entre lujuria y castidad, pero se ha guardado silencio sobre la oposición entre castidad y represión, silencio tanto más grave cuanto que la formación sexual ha sido con frecuencia claramente represiva. La trivialidad sexual propia de los libertinos o las posturas represoras y reprimidas ciertamente no ayudan a la debida valoración de la sexualidad. El propio rigorismo en esta materia suele ser un dato revelador.
Un ideal de pureza que no tenga presente la dimensión sexual cae en un irrealismo catastrófico, pues el ser un ser sexuado es una exigencia fundamental de la persona. Ello implica un mundo de fuerzas, pulsiones, deseos, tendencias y afectos que habrá ciertamente que controlar e integrar dentro de un proceso educativo, en el que hay que buscar el equilibrio entre sensualidad y ternura, pero del que nunca podremos prescindir. La sensualidad está orientada al cuerpo, objeto de un posible placer sexual, mientras que con la ternura tomamos conciencia de los lazos que nos unen con otra u otras personas, pero tanto en la sensualidad como en la ternura tenemos que ejercer, a través del autodominio y de la voluntad, el dominio de la razón sobre lo puramente instintivo. La continencia no es castidad en los sujetos inmaduros, sin problemas aparentes en este campo, pero cuya tranquilidad es periférica por haberse obtenido con una fuerte represión. Las consecuencias no tardan en manifestarse por otros caminos, que aparentan no estar en relación directa con el sexo, pero de los que la psicología ha sabido denunciar su verdadero significado. Esto, por supuesto, no significa que no haya comportamientos rechazables y que no tengamos que dominar y controlar el sexo, pues el dominio del instinto, aunque todavía no sea la virtud de la castidad, es su presupuesto básico. La virtud de la castidad construye la personalidad precisamente por el predominio del espíritu y de la razón, gracias a un proceso educativo en el que la oración y la ayuda de Dios no está ausente y que incluye la formación religiosa, moral, afectiva y sexual, esforzándose en poseer esa libertad que consiste en ser capaz de elegir y decidirse, es decir de mandar en sí mismo, pero sin olvidar que en el fondo de muchos problemas morales lo que late es una falta de fe vivida y de experiencia cristiana, carencia que, está claro, no se resuelve simplemente con leyes. Por ello quien sabe encauzar sus instintos sexuales, quien sabe ponerlos al servicio del amor a Dios y de la entrega a los demás, esa persona logrará alcanzar su plenitud humana y espiritual. No puedo imaginarme a los grandes santos, que por ello mismo fueron grandes personalidades, sin una fuerte sexualidad puesta no al servicio de la genitalidad, sino del amor.
Esto supone ver las virtudes auxiliares de la castidad a la luz de sus aspectos positivos, como por ejemplo darnos cuenta de que la pureza está al servicio de un amor generoso, el dominio de sí supone mi autocontrol para poder darme mejor y más eficazmente a los demás, por lo que es bueno también en la relación genital conyugal amorosa, y la educación es el presupuesto para poder amar con delicadeza.
Comentarios
Otros artículos del autor
- Los conflictos matrimoniales y su superación
- Cielo, purgatorio, infierno
- Los hijos del diablo, según Jesucristo
- Iglesia, nacionalismo y bien común
- El Antiguo Testamento y la elección de Israel
- Creo en la Comunión de los Santos
- Familia, demonio y libertad
- Los días más especiales en una vida humana
- Sin Dios ni sentido común
- Conferencia episcopal e ideología de género