Sarkozy, a pesar de todo
Claro que Sarkozy no es un santo, y quizás no sea un modelo de coherencia moral (no me toca a mí juzgarlo) pero no es eso lo que los cristianos pedían al César.
por José Luis Restán
En poco más de dos meses tendrá lugar la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas, en las que se dilucida algo más que la foto del inquilino del Elíseo. Como decía en estas Páginas mi amigo Eugenio Nasarre, muchas cosas se están moviendo en el subsuelo europeo y la decisión sobre la presidencia francesa tiene una fuerza gravitatoria importante en ese cruce de tensiones políticas y culturales.
Por eso, aunque parezca que nadie me ha dado vela en este entierro, creo que es importante un análisis sobre lo que está en juego. Salvo cataclismo, el socialista Francois Hollande y el actual presidente Nicolás Sarkozy, líder del centro-derecha compactado en la UMP, serán los candidatos más votados y se enfrentarán en una segunda vuelta. No parece que la estrella ascendente de Marine Le Pen (que administra con sagacidad el legado de su padre al frente de la ultraderecha), ni el centrista François Bayrou ni la candidata verde Eva Joly puedan dar la campanada, ya que ninguno se acerca al 20% en las encuestas. Otra cosa será la influencia que puedan tener sus votantes cuando deban decidir en segunda vuelta por Hollande o Sarkozy.
¿Qué sabemos del socialista Hollande? Pasaba por ser un moderado, pero la historia se repite. Está jugando la peligrosa carta del descontento social con la austeridad europea, y también la del rechazo al protagonismo de la canciller Merkel, algo que en el imaginario del francés medio puede tener su impacto. Cuestionar ahora el pacto franco-alemán sobre la regla de oro del déficit y las políticas de ajuste puede salir barato en los mítines, pero demuestra una gran irresponsabilidad. Por otra parte Hollande abandona la sensatez del viejo Jospin en temas como bioética y familia. Los socialistas franceses también escuchan los cantos de sirena del radicalismo cultural y su candidato apuesta por el matrimonio homosexual y por dar un giro de tuerca al laicismo. Como si la Francia republicana necesitara esa terapia.
Sarkozy llegó al Elíseo con un discurso prometedor en muchos aspectos: regeneración y transversalidad, crítica de la cultura del 68, laicidad positiva, reducción del estatalismo endémico, defensa de la tradición occidental. Es verdad que su curva ha sido descendente, y que algunas de estas ideas se han quedado sin concreción política. Aún así ha favorecido que Francia no basculara hacia la cultura del nihilismo y ha abierto debates que antes eran un tabú en Europa. No faltan quienes señalan su gusto por los fastos, su aroma napoleónico o su vida afectiva, como flancos débiles de este político singular. Y no se me olvidan sus guiños a lo políticamente correcto durante la perversa polémica en torno a las declaraciones de Benedicto XVI sobre la prevención del SIDA. Pero en política no se trata de encontrar la biografía perfecta (que no existe) sino de saber quién garantiza mejor el bien común, quién asegura mayores espacios de libertad, y quien posibilita una forma de orden que preserve mejor los valores esenciales de la convivencia.
Como europeo, como admirador de Francia y como católico preocupado por la deriva cultural de este momento, la opción de Sarkozy me parece claramente preferible. Es posible que Hollande, llegado el caso, fuese mucho más ortodoxo de lo que parece en materia económica, y seguramente no es un Zapatero transpirenaico, pero tampoco es un Tony Blair a la francesa. A la hora de la verdad representa la dirección equivocada para una Europa que debe aprovechar la crisis para reformularse desde sus orígenes espirituales y culturales. Con todos sus límites y lagunas es preferible el modelo de laicidad que propugna Sarkozy, que ha permitido a los católicos un admirable incremento de su protagonismo social y cultural. Es preferible su concepción de una sociedad viva y plural y de un Estado limitado frente al modelo de la ingeniería social desde el poder que ha hecho presa de la izquierda europea. Y es preferible su anclaje en la tradición occidental (por teórico y formal que les resulte a muchos) que esa amnesia vergonzante del mal llamado progresismo.
Claro que Sarkozy no es un santo, y quizás no sea un modelo de coherencia moral (no me toca a mí juzgarlo) pero no es eso lo que los cristianos pedían al César. A lo mejor es elucubrar en exceso pero creo que Agustín de Hipona hubiese apostado por este hijo de un inmigrante húngaro, con aires de grandeur pero algunas ideas esenciales en la cabeza.
Por eso, aunque parezca que nadie me ha dado vela en este entierro, creo que es importante un análisis sobre lo que está en juego. Salvo cataclismo, el socialista Francois Hollande y el actual presidente Nicolás Sarkozy, líder del centro-derecha compactado en la UMP, serán los candidatos más votados y se enfrentarán en una segunda vuelta. No parece que la estrella ascendente de Marine Le Pen (que administra con sagacidad el legado de su padre al frente de la ultraderecha), ni el centrista François Bayrou ni la candidata verde Eva Joly puedan dar la campanada, ya que ninguno se acerca al 20% en las encuestas. Otra cosa será la influencia que puedan tener sus votantes cuando deban decidir en segunda vuelta por Hollande o Sarkozy.
¿Qué sabemos del socialista Hollande? Pasaba por ser un moderado, pero la historia se repite. Está jugando la peligrosa carta del descontento social con la austeridad europea, y también la del rechazo al protagonismo de la canciller Merkel, algo que en el imaginario del francés medio puede tener su impacto. Cuestionar ahora el pacto franco-alemán sobre la regla de oro del déficit y las políticas de ajuste puede salir barato en los mítines, pero demuestra una gran irresponsabilidad. Por otra parte Hollande abandona la sensatez del viejo Jospin en temas como bioética y familia. Los socialistas franceses también escuchan los cantos de sirena del radicalismo cultural y su candidato apuesta por el matrimonio homosexual y por dar un giro de tuerca al laicismo. Como si la Francia republicana necesitara esa terapia.
Sarkozy llegó al Elíseo con un discurso prometedor en muchos aspectos: regeneración y transversalidad, crítica de la cultura del 68, laicidad positiva, reducción del estatalismo endémico, defensa de la tradición occidental. Es verdad que su curva ha sido descendente, y que algunas de estas ideas se han quedado sin concreción política. Aún así ha favorecido que Francia no basculara hacia la cultura del nihilismo y ha abierto debates que antes eran un tabú en Europa. No faltan quienes señalan su gusto por los fastos, su aroma napoleónico o su vida afectiva, como flancos débiles de este político singular. Y no se me olvidan sus guiños a lo políticamente correcto durante la perversa polémica en torno a las declaraciones de Benedicto XVI sobre la prevención del SIDA. Pero en política no se trata de encontrar la biografía perfecta (que no existe) sino de saber quién garantiza mejor el bien común, quién asegura mayores espacios de libertad, y quien posibilita una forma de orden que preserve mejor los valores esenciales de la convivencia.
Como europeo, como admirador de Francia y como católico preocupado por la deriva cultural de este momento, la opción de Sarkozy me parece claramente preferible. Es posible que Hollande, llegado el caso, fuese mucho más ortodoxo de lo que parece en materia económica, y seguramente no es un Zapatero transpirenaico, pero tampoco es un Tony Blair a la francesa. A la hora de la verdad representa la dirección equivocada para una Europa que debe aprovechar la crisis para reformularse desde sus orígenes espirituales y culturales. Con todos sus límites y lagunas es preferible el modelo de laicidad que propugna Sarkozy, que ha permitido a los católicos un admirable incremento de su protagonismo social y cultural. Es preferible su concepción de una sociedad viva y plural y de un Estado limitado frente al modelo de la ingeniería social desde el poder que ha hecho presa de la izquierda europea. Y es preferible su anclaje en la tradición occidental (por teórico y formal que les resulte a muchos) que esa amnesia vergonzante del mal llamado progresismo.
Claro que Sarkozy no es un santo, y quizás no sea un modelo de coherencia moral (no me toca a mí juzgarlo) pero no es eso lo que los cristianos pedían al César. A lo mejor es elucubrar en exceso pero creo que Agustín de Hipona hubiese apostado por este hijo de un inmigrante húngaro, con aires de grandeur pero algunas ideas esenciales en la cabeza.
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